MADRID / Rameau y Luks, dos genios cara a cara
Madrid. Auditorio Nacional de Música. 27-V-2024. Universo Barroco. Deborah Cachet, soprano; Caroline Weynants, soprano; Philippe Talbot, haute-contre; Sébastien Droy, haute-contre; Tomáš Král, barítono; Tomáš Šelc, bajo; Christian Immler, barítono-bajo. Collegium Vocale 1704. Collegium 1704. Director: Václav Luks. J.Ph. Rameau: Abaris ou Les Boréades.
Programar una ópera barroca francesa es un riesgo en una sala como la sinfónica del Auditorio Nacional de Música, cuyo público habitual está muy poco acostumbrado al repertorio y hambriento de Haendel. Se notó, de hecho, en la presencia de más localidades vacías de lo normal (frente a la Berenice de la semana pasada, sin ir más lejos, una composición de interés muy relativo, pero que goza del marchamo haendeliano). Bien, esto solo nos habla de los gustos del público medio, pero a la audiencia también hay que sacarla de vez en cuando de su zona de confort y enfrentarla con obras maestras ajenas a sus escuchas cotidianas, por muy francesas que sean. Y este fue el caso de lo acontecido con el estreno (probablemente en España; en Madrid, con seguridad) de la última tragedia —y composición— de Jean-Philippe Rameau, lo que debe aplaudirse de manera efusiva.
Abaris ou Les Boréades, compuesta en 1763 —Rameau muere al año siguiente— no llegó a estrenarse en vida del compositor, por razones que se desconocen, y no obtuvo su estreno escénico hasta 1982, en una producción encomendada en lo musical a John Eliot Gardiner por el Festival de Aix-en-Provence, llevada al disco por Erato-Musifrance y que, durante muchos años, constituyó la única grabación disponible de esta obra genial. Aquí, el parisino, a sus ochenta años, demostró estar en el cénit de una carrera iniciada treinta años atrás con el estreno de Hippolyte et Aricie en la Ópera de París. Desde los años 50 del XVIII, Rameau había dado un salto cualitativo al absorber —siempre sin imitar, haciendo propio y transformando— las novedades surgidas al otro lado del Rin, en particular de la Escuela de Mannheim (los famosos crescendos) o la harmoniemusik, que se hace posible gracias a la incorporación de clarinetes y trompas como instrumentos permanentes en la orquesta de la ópera. Aquí puede apreciarse claramente en el segundo movimiento de la obertura (un minueto), con un precioso juego del cuarteto. Al margen de evoluciones formales, la creación orquestal es fabulosa, con un empleo sistemático de flautas y fagotes —en particular estos últimos— con una autonomía que nadie había logrado hasta entonces. Cuenta, por lo demás, con alguno de los mejores números no solo de Rameau, sino de toda la historia de la música, como la sublime Entrada de Polimnia o, en un plano muy diferente, la Gavota para las horas y los céfiros o las dos contagiosas contradanzas.
Václav Luks y sus formaciones checas habían llevado al disco esta composición hace cuatro años (Chateau de Versailles Spectacles) en una grabación excelente, con un reparto que solo en tres roles principales se ha repetido en esta ocasión. Déborah Cachet, quien asumió el papel protagonista femenino (Alfisa), tiene una voz magnífica con una excelente proyección y domina a la perfección la declamación francesa. A su lado, Caroline Weynants exhibió una voz muy pequeñita y menor dominio técnico y expresivo. A ella se encomendó la ariette Un horizon serein, una verdadera aria italiana de coloratura compuesta para la exhibición del intérprete que, aquí, por las razones expuestas, quedó un poco alicorta. Tomáš Šelc también repitió como Borileo, un papel bastante desdibujado por los severos cortes que Luks aplicó a la partitura: bonita voz bien manejada. Philippe Talbot —quien, a pesar de su apellido, nació en Nantes— es un buen haute-contre, elegante, fino, bien declamado, dominando el estilo, pero carente de personalidad y carisma. Hizo un buen Abaris, pero no emocionó. Sébastien Droy vio también algo rebajada su intervención como Calisis. Canta aceptablemente, pero su voz necesita mucho más volumen y proyección, por lo que en la magnífica aria con coro Jouissons de nos beaux ans resultó deglutido por orquesta y coro. Tomáš Král lució una voz preciosa como Adamas. Y, para el final, lo mejor, un extraordinario Christian Immler, quien, a pesar de los años, conserva no solo su magnífica voz, sino también su imponente presencia escénica y talento teatral. Bordó el lucido —aunque limitado al quinto acto— rol de Bóreas. Los papeles comprimarios correspondieron a tres sopranos y un bajo del coro que lo hicieron francamente bien.
Václav Luks es un genio musical: clavecinista, trompista y director, siempre logra lecturas vitales y comunicativas. Y esta no fue la excepción. Sus magníficas huestes se mostraron en plena forma, con unos vientos —a salvo algún apurillo puntual en un oboe— espléndidos. Mención aparte merece el percusionista, un auténtico hombre orquesta que sacudió con virulento ímpetu todo lo que tenía a mano. Y esta se le fue, vaya si se le fue; pero la responsabilidad recae enteramente en el director musical, quien observaba complaciente los excesos de Michael Metzler. No comparto esta manía de introducir percusión a diestro y siniestro (como en los coros), pero menos aun en este caso, por la excesiva presencia sonora de tambores y panderos. En las violentas escenas de vientos y tempestades la cosa fue mucho mejor, con máquina de viento y plancha de relámpagos, pero un poco de contención tampoco habría estado de más.
El resumen fue altamente positivo y pudo disfrutarse una música que merece mayor difusión.
Javier Sarría Pueyo
(fotos: Elvira Megías)