MADRID / ¡Que vienen los rusos!: seguridad de mando, colores variados

Madrid. Auditorio Nacional. 22-V-2019. Sólo música: ¡Que vienen los rusos! Orquesta Sinfónica de Madrid, Orquesta de la Comunidad de Madrid, Orquesta Sinfónica de la RTVE, Orquesta Nacional y Joven Orquesta Nacional (JONDE): Director: Josep Pons. Obras de Chaikovski, Stravinsky, Shostakovich, Borodin, Rimski-Korsakov y Prokofiev.
La tradicional maratón bienal organizada con motivo del día de la música por el CNDM ha cumplido su quinta edición, y lo ha hecho con una revolera balletística, una gozosa pirueta en la que, como es costumbre, las cinco principales formaciones sinfónicas madrileñas, estuvieron a lo largo del día a las órdenes de un solo director, en este caso Josep Pons, tantos años titular de una de ellas, la Nacional. El músico catalán (1957) mostró de nuevo sus credenciales de maestro seguro, conocedor, sus resueltos movimientos de batuta, hábil para el subrayado y la subdivisión, sus elásticos gestos con anclaje en los hombros y su precisión constructiva. Virtudes que no siempre van acordes con al fraseo arrebatado, la fantasía o el vuelo lírico.
En todo caso, la calidad de lo ofrecido, en connivencia con las prestaciones muy considerables de cinco orquestas muy distintas entre sí, alcanza una nota alta y revela un buen trabajo de ensayos y una encomiable labor sobre el podio. Los atractivos de la quíntuple cita eran múltiples, aunque este año el público anduvo algo más remiso que en otras convocatorias. El aforo de la sala solo estuvo aparentemente al completo en el concierto de la Nacional. Y creemos que fue en él donde se obtuvieron los mejores resultados gracias a la impecable versión que orquesta y director, conocidos de antiguo, llevaron a cabo en la suite de Petrushka de 1947.
Desde la misma introducción, bien marcadas todos las constantes rítmicas, adecuadamente resaltados los colores, tantas veces subidos de tono, las buscadas estridencias, pudimos degustar una lectura en la que no faltó de nada, en la que las distintas danzas, las descripciones grotescas, los gritos del pueblo, los sones populares fueron desfilando ordenadamente y traduciendo el jolgorio y la cruda pintura folclórica; naturalmente, con los contrapuntos expresivos que dotan de vida a la animada partitura, con los acentos acerbos y dolorosos que anuncian la muerte del muñeco, traducida en un seco golpe de pandereta. Los diversos cuadros desfilaron ante nosotros bien servidos por el tutti y los correspondientes solistas, como el trompetista Manuel Bueno en el oso danzarín. El flautista José Sotorres, en su matizado solo, puso también su firma.
Previamente, habíamos escuchado una recreación algo mortecina de una suite de El cascanueces de Chaikovski, donde faltó ligereza, aunque hemos de anotar la excelente y concisa acentuación de la Danza de los mirlitones y el buen vaivén del Vals de las flores. No es Pons un director que se mueva del todo a gusto en el campo fantástico, aquel necesitado del sutil toque poético, en el que han de jugar tanto el riguroso tratamiento de los timbres como la exquisita aquilatación de las texturas, base a la postre del encantamiento o de la evocación poética tan convenientes en las obras balletísticas del autor de la Sinfonía Patética que, como apunta Stefano Russomano en sus excelentes notas, “reinterpreta la forma musical en clave anímica, como una progresión espasmódica y extenuante de olas sonoras que crecen y se agotan sucesivamente hasta la aniquilación final”. Buena letra también en las otras dos breves suites, la de El lago de los cisnes (con RTVE) y la de La bella durmiente (JONDE), y relativa finura.
La sesión matinal había comenzado igualmente con música chaikovskiana, la tempestuosa y ardientemente lírica obertura sinfónica Romeo y Julieta, con la Sinfónica de Madrid en el hemiciclo. La orquesta confirmó sus hechuras, su solidez y su flexibilidad en una versión no mal planteada que no levantó vuelo, pese a la buena delineación de la gran frase amorosa. La sonoridad no fue refinada y en las escaramuzas finales hubo considerables emborronamientos. El formidable remate lo pusieron los magníficos y empastados metales. En la selección del ballet de Prokofiev sobre el mismo tema shakespeareano, con la bien dispuesta, siempre clara y desentrañadora batuta al frente, detectamos instantes de buena música, así en ligereza de los violines en Montescos y Capuletos. Nos gustó el bien marcado aire grotesco de Máscaras, la ocasional sutileza de la Escena del balcón, la ironía de Fray Lorenzo, con estupendos solos de la madera, y el encaje y agitación, el trazo urgente de la Muerte de Tibaldo.
Adecuados acentos en la Suite de jazz nº 2 de Shostakovich, que entonó la entusiasta Orquesta de la Comunidad, cuya prestación en la Scheherezade de Rimski-Korsakov fue más que notable. Tras un comienzo algo dubitativo, la concertino Anne-Marie North ofreció unos solos bien articulados y fraseados, con acertada reproducción de agilidades y el aire soñador requerido. Carácter no siempre reconocible en una traducción general que no caló del todo en el sustrato fantasioso, en la riqueza tímbrica y en el fastuoso colorido de la composición. No se aquilató bien la progresión del extenso crescendo del segundo número, La historia del príncipe Kalendar. En todo caso, hubo solos instrumentales excelentes, como el protagonizado por el clarinete de Salvador Salvador. Entremedias escuchamos una briosa interpretación de las Danzas polovtsianas de El príncipe Igor de Borodin, que tuvieron el ímpetu y el colorido agreste exigidos.
Se lució la formación de la RTVE, que sonó brillante y lustrosa, en muchos momentos de la suite de 1945 de El pájaro de fuego de Stravinsky, partitura en la que Pons supo enhebrar con cuidado los timbres sigilosos del Preludio y mantener el pulso en instantes de exquisita delicadeza, como en el Scherzo de la Ronda de las princesas. Relativamente lograda la Danza infernal de Katschei, pero estupendamente conseguida la lenta y refinada transición de la Canción de cuna al estruendoso Final, quizá en exceso acelerado y exento de amplitud, sin que el breve y estratégico silencio, acallando a la orquesta, antes del último compás, tuviera la significación requerida.
Nos queda La consagración de la primavera de don Igor, que remataba la longilínea convocatoria y que tuvo una fogosa interpretación, bajo el mando seguro y fiable de Pons, en los timbres juveniles de la JONDE. El director, que ya ha gobernado la intrincada partitura al frente del grupo que comanda el compositor José Luis Turina, se ató bien los machos y no dejó ningún cabo suelto, marcando de manera inclemente y puntual, con lo que logró una muy apreciable exactitud métrica y no permitió respiro a los entregados y entusiastas instrumentistas, representados, en ese famoso comienzo, por el fagot, que salvó sus espinosas frases con limpieza. Hubo instantes muy bien vistos y adecuadamente expresados, como los conseguidos en el Cortejo del sabio, dibujado de manera pesante.
En la Danza de la tierra todo estuvo en su sitio, con dominio riguroso de los contratiempos y respuesta magnífica del grupo dentro de la tónica general, que buscó sobre todo el encaje, la soldadura, la solidez, la construcción por bloques compactos antes que la clarificación de planos y de timbres, lo que facilitó la robustez del espectro y el reforzamiento del siempre perseguido salvajismo, de ese toque bárbaro y ancestral que define en gran medida la obra. Los complejos e irregulares compases no tuvieron problema para la dirección y para la alegre muchachada, aunque se echara en falta un toque más delicado, una descripción más fina e “impresionista”, más “lunar”, del inicio de la segunda parte. Expectante corno inglés en la Evocación de los antepasados, seguras trompetas y tourbillón de cierre a toda máquina. Éxito merecido.
(Foto: Elvira Megías – CNDM)
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