MADRID / Pogorelich: una mezcla… extraña
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 2-XII-2020. XXV Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Ivo Pogorelich, piano. Obras de Bach, Chopin y Ravel.
No creo que quepan dudas de que Ivo Pogorelich (Belgrado, 1958) tiene un talento y unas facultades excepcionales. Prescindiendo de que las circunstancias que rodearon el fulgurante despegue de su carrera fueran las contrarias a las habituales (como si viniera del mundo paradójico de Alicia en el País de las maravillas, su carrera explotó por ser eliminado del Concurso Chopin, o para ser más exactos, por el lío que supuso la espantada del jurado por parte de Martha Argerich, escandalizada por la decisión), nadie en su sano juicio negaría que nos encontramos ante un pianista de unos medios mecánicos y técnicos excepcionales, dominador absoluto de sonoridades y colores, maestro en el pedal, diferenciador de dinámicas con precisión de microcirugía, y con una personalidad acusada, capaz, por todo ello, de poner en pie edificios musicales del mayor interés.
En efecto, hay en la personalidad de Pogorelich (y esto tampoco es nuevo) ingredientes que, si los hados son favorables, redundan en dar el toque de gracia a ese edificio musical construido con notoria perfección, para conseguir un resultado artístico excepcional, incluso a costa de reclamar cierta permisividad por parte del oyente en cuanto a determinadas libertades de criterio interpretativo. Lamentablemente, los hados a veces están en contra, con el resultado de que, cual aluminosis del criterio artístico, esos mismos rasgos de personalidad que pueden a menudo redondear una hermosa pieza, acaban, tal vez por sobredosis de ánimo individualizador, contaminando la estructura, produciendo un producto que bien podría calificarse, por encima de todo, como extraño. Alguien se refería ayer al croata haciendo un paralelismo con Curro Romero, diestro capaz de enamorar y de despertar odios furibundos, capaz de lo mejor y de las más sonadas “espantás”.
Pogorelich nos ha dejado testimonios impagables. Recuerdo unos Cuadros de Mussorsgki fabulosos, a menudo con lentitudes extremas, pero haciéndonos penetrar en un mundo de una riqueza sonora y de un colorido realmente asombrosos. Algo similar podría decirse de su Petruchka. Para la memoria también algunos de sus testimonios discográficos, como la Polonesa Op 44 de Chopin, el Segundo Concierto de este mismo compositor junto a Abbado, o las soberbias interpretaciones de la Sexta Sonata de Prokofiev o la obra que cerraba el recital de ayer, Gaspard de la nuit de Ravel. Pero uno tiene la sensación de que, con los años, la libertad de criterio que antes parecía (y sonaba) más espontánea, y que tal vez por ello se aceptaba de mejor grado, ha dado paso a una fase de en la que se diría que el artificio gana la partida de la naturalidad y la fluidez. Como si casi todo hubiera dejado de ser natural.
Y ello es ya aplicable desde la puesta en escena. La aparición del pianista sorprende por una deambulación a medio camino entre lo cansino y lo displicente, como si estuviera a punto de decir: “vaya por Dios, toca recital”. Sorprende incluso más que, terminada la interpretación del incandescente Scarbo, se levantara como si saliera de un trance hipnótico y recuperara ese mismo deambular entre errático y cansino. ¿Puede uno pasar del mayor voltaje a esa apariencia de quien sale de hacer yoga en cuestión de segundos? A juzgar por lo visto, pareciera que sí.
Viene este largo preámbulo para que el lector se haga a la idea de que lo que presenciamos ayer no fue, desde luego, eso que los clásicos denominarían un recital comme il faut. Lo abría una de las más bellas Suites Inglesas de Bach, la tercera. Se acerca Pogorelich a Bach con perspectiva decididamente pianística, nada que objetar al respecto. El piano moderno es el que es y no tiene mucho sentido emular desde él al clavecín. Otra cuestión es que, con la textura y sonoridad del piano moderno, se procuren y manejen criterios respetuosos con el estilo apropiado. Y en este sentido, el Bach de Pogorelich tuvo de todo. Bien dibujado el animado Preludio, con atinados acentos y preciso perfil rítmico, exquisitamente diferenciadas las dinámicas para permitir un nítido planteamiento de las voces, expuestos con mimo los largos trinos, siempre peligrosos en el piano en cuanto a“tapar” lo que hay bajo ellos, algo que el croata consiguió en todo momento evitar, y con un discurso fluido y coherente. La tuvo en alguna medida la moderada Allemande, de muy amplio legato, en la que recurrió al recurso, creo que hoy considerado algo obsoleto, de apianar la repetición, pero sin introducir (como sí hacen hoy día otros de sus colegas, desde Sokolov a Perahia) ni un adorno extraordinario. La Courante pareció distorsionada en un fraseo donde apabulló el staccato, cuyo exceso termina distorsionando el clima danzable. Quien esto firma elevó las cejas en la Sarabande, lentísima, pero sobre todo inconsistente entre lo que parecía un clima atinadamente intimista que se rompía en un final rotundo cuya contundencia pareció tan impropia como ilógica. Yo desde luego me pregunté ¿por qué? De impecable pulcritud, pero algo faltas de gracias las dos Gavotas, y bastante viva, recuperando parte del acierto del Preludio, la Giga final, en la que quizá solo sobró algún exceso de músculo en los graves (tendencia que también he apreciado en la última grabación de Pogorelich).
Chopin después. El raramente escuchado Preludio Op 45 en primer término (no en el orden especificado en el programa). Habla Arturo Reverter, en sus atinadas notas, de hermetismo y misterio en relación con esta página. Uno y otro aparecieron, sí, en las superdotadas manos del croata, capaz de nuevo de los más sutiles matices, pero el que suscribe encontró (como en bastantes otras ocasiones a lo largo del recital) el discurso, por encima de la morosidad del mismo, falto de fluidez. Aún con ello, tuvo esta lectura más carácter que la Barcarola que le siguió, entrecortada y “deconstruida”, como dirían los modernos maestros de la cocina, lo que condujo a que la conocida partitura resultara bastante irreconocible en su carácter.
Ravel para concluir. Gaspard, como antes señalé, ha sido una piedra de toque de Pogorelich desde hace años. Se ha movido en esta endemoniada partitura como pez en el agua. Por supuesto, el encanto tímbrico, la sutileza en el matiz, la variedad de color… están ahí. Pero cuando uno ha escuchado la obra a este mismo protagonista en otras ocasiones, puede fácilmente tener la sensación de que la de ayer, siendo probablemente lo mejor del recital, no fue, especialmente en el temible movimiento final, la más fluida y redonda de sus interpretaciones. No hay que olvidar, faltaría más, el misterio desplegado en el evocador Le Gibet, donde el sugerente toque de campana tanto evoca esas otras campañas ravelianas de La valleé des cloches de sus Miroirs. Scarbo fue expuesto con la anchísima dinámica marca de la casa, desde el extremo más contundente hasta el susurro más adelgazado. Pero de nuevo, pese a encontrar al pianista en su más convencida implicación (el lenguaje corporal durante la ejecución era bien evidente), la fluidez apareció solo con intermitencia.
¿Y después? Pues como lo que hace Pogorelich tiene, pese a todo, un interés indudable, el éxito fue grande. Y con ello vino la sorpresa (¿y la irritación?) postrera: aplausos y más aplausos, durante los cuales el artista, partituras en mano, repitió su cansino deambular por el escenario, intercalando saludos. Pero no, esta vez el éxito y los aplausos no arrancaron propina alguna. El recital no podía ser comme il faut, tampoco en eso. Había más de un espectador profundamente irritado.
Hace años leí que alguien relataba, del hijo de Prokofiev, una curiosa afirmación: “Mi padre compone música normal, y luego la prokofiefa”. Me vino ayer a la cabeza que Pogorelich coge la música… y la “Pogorelichiza”. A veces, por desgracia, en exceso. Ayer nos movimos entre el errático deambular y el discurso trompicado. Una mezcla… extraña.
Rafael Ortega Basagoiti