MADRID / Pires: cuando la magia parece natural
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 4-X-2022. XXVII Ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo (Concierto en colaboración con La Filarmónica). Maria João Pires, piano. Obras de Debussy y Schubert.
Alguna vez lo he comentado ya. No hace tanto, con ocasión del recital de Yo-Yo Ma o con alguno de los ofrecidos por Sokolov: hay veces que el crítico se enfrenta, felizmente, a eventos y situaciones especialmente difíciles de describir, cuando lo que ocurre en el escenario escapa a los parámetros de excepcionalidad, cuando lo escuchado trasciende al instrumento, cuando apenas queda otra palabra que ‘magia’ para describir lo que hemos presenciado.
Esta ha sido una de esas ocasiones. Quien suscribe ha escuchado muchas veces a la portuguesa Maria João Pires, mujer de menuda estatura y escueta complexión, pero de una personalidad gigantesca y capaz, desde sus menudas pero habilísimas manos, de generar desde el primer segundo una atmósfera que capta inmediatamente la atención del espectador, que queda irremediablemente ensimismado hasta el final, preguntándose primero qué está pasando, interrogándose después si tal cosa es posible y rindiéndose finalmente a eso que mencioné en el primer párrafo y que tan difícil es de explicar.
Uno diría que la esencia de la interpretación es, finalmente, recrear lo que está inerte en la partitura, con el mayor respeto a la misma, pero con la sensibilidad e intensidad que permita que la intención, esa cosa inalcanzable, del compositor, llegue a la audiencia de la manera más fiel y convincente posible. El gran intérprete es probablemente quien, convencido de su papel y de haber absorbido esa intención, deja logra dejar hablar a la música con tal naturalidad que quien lo escucha quede convencido de que realmente, aquello ha de ser de la manera que acaba de escuchar. Esa suerte de aura a la que se refería Andrei Gavrilov hablando de cierto Sviatoslav Richter.
Y creo honestamente que eso es lo que pasó en la tarde de ayer en el Auditorio Nacional. No vamos a descubrir ahora las cualidades pianísticas de Pires, su magistral control de pulsación y sonido, su perfecto pedal de resonancia, su dominio de la dinámica y el colorido y, quizá sobre todo lo demás, su capacidad para cantar. El canto es imprescindible en Mozart, compositor del que es una suprema intérprete, pero también lo es de Schubert, uno de los grandes protagonistas de ayer. Y el sonido es esencial en Debussy, el otro protagonista. Por eso, el programa de ayer le iba a la portuguesa como anillo al dedo.
Apenas había transcurrido compás y medio del Allegro moderato de la Sonata D 664 de Schubert para que pudiéramos comprobar que algo especial estaba pasando. El canto inicial sonaba casi inverosímil en una delicadísima sutileza, de un lirismo quintaesenciado que aparecía como si tal cosa, como si fuera lo más fácil y natural del mundo. Pero ¡qué difícil es que eso sea así! Ese principio fue el primer golpe de la varita mágica de Pires para anunciar una interpretación realmente formidable de esta sonata. Dominada de principio al fin por el canto, sencillo y directo, las mil y unas sutilezas de matiz, y hasta sorprendiendo, en el desarrollo del primer movimiento, con una realización atípica de las escalas de octavas en el desarrollo, con manos separadas (sostenido el acorde de la mano izquierda con el pedal) en lugar de con la mano derecha, pero asombrando aún más porque con la simple escucha jamás hubiéramos notado diferencia alguna. La exquisita melancolía del Andante y, de nuevo, el luminoso canto del Allegro final, redondearon el primer gran encantamiento de la tarde.
Magnífica, igualmente, la Suite Bergamasque de Debussy, en la que el magisterio sonoro y los sutiles matices que salían de las manos de Pires construyeron el segundo encantamiento. Tuvo la gracia adecuada el Menuet, culminado con un final exquisito, realmente sensacional. Extraordinario, delicado, en su justo punto de sensibilidad, el Claro de luna, de una capacidad evocadora difícil de igualar, con la sección indicada tempo rubato dotada de un hipnótico encanto y animando lo justo, sin precipitar, el pasaje un poco mosso. Cerrado, como el minueto, con un final maravilloso, etéreo, suspendido. Elegante sonrisa la que nos llegó con un Passepied grácil, ligero, bellísimo. El público, que esta vez, felizmente, sí llenaba la sala, ya se rindió al segundo encantamiento, y no muchas veces se escucha antes del descanso una ovación como la ocurrida.
Pero quedaba, en la segunda parte, ese monumento que es la última sonata de Schubert, la D 960, obra profundamente dramática, con un primer movimiento de una densidad exigente en extremo para el intérprete, y un último que no esconde una considerable demanda técnica (en el peor momento, cuando cerebro y músculos están ya fatigados). La magia volvió de inmediato, desde el bellísimo y muy triste canto inicial hasta el siniestro, intencionadamente brumoso trino en el registro grave que se repite con ominosa insistencia en los momentos clave. Puso los pelos de punta el pasaje de transición antes de la primera repetición, y también el magistral desarrollo fue para contener la respiración.
Pero Pires seguía desgranando la música como si no hubiera otra manera de hacerlo que la suya, con una naturalidad tan asombrosa como inverosímil. Apenas terminó el primer movimiento y la portuguesa nos llevó de la mano a la desolación infinita del segundo, dibujado con una etérea delicadeza de las que justifica esa pregunta a la que hice referencia antes: ¿es posible esto? Lo era, sin duda, porque además se erigió inalterable sobre una irritante cadena de toses tísicas que no pudieron restar magia al momento, aunque bien que lo intentaron. Ligero, con animada gracia, el Scherzo, y debidamente contrastado el último, de engañosa animación en su estribillo, pero en el que aguarda la tormenta en el pasaje iniciado en el c. 156, luego reiterado y finalmente protagonista en el cierre final en Presto. Asomó tal vez un punto de cansancio en alguno de estos pasajes, pero daba igual. Para entonces, el tercer encantamiento ya había emborrachado a todos, por completo y sin discusión.
El público se puso en pie desde el mismo cierre de la sonata. El éxito fue apoteósico, creo que incluso para asombro de Pires, que estaba entre agradecida y emocionada. Pero la tarde había sido densa, y pese a los aplausos interminables, solo hubo una propina, otro golpe mágico más, de nuevo con Debussy, de la mano de su Primera arabesca. Siguieron los aplausos, y permaneció el embrujo de esos encantamientos. Una de esas veladas especiales, distintas, que se recuerdan en el tiempo, y que nos recuerdan que la esencia de la música aparece más y mejor cuando tras su traducción hay alguien capaz de hacer que lo mágico parezca lo natural, casi lo inevitable. Esa es la grandeza de Pires. La exclamación que me vino a la mente en primer término fue: qué barbaridad.
Por último, solo hay apuntar que conocimos el avance del siguiente ciclo: y, de momento, la nómina difícilmente puede ser mejor: en los primeros seis meses de 2023 tendremos a Zacharias, Sokolov, Anderszewski, Perianes, Seong-Jin Cho y Volodos. Casi nada. Yo no me lo perdería, la verdad.
Rafael Ortega Basagoiti
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