MADRID / ‘Peter Grimes’: el chivo expiatorio
Madrid. Teatro Real. 19-IV-2021. Britten, Peter Grimes. Allan Clayton, Maria Bengtsson, Christopher Purves, Catherine Wyn-Rogers, John Graham-Hall, Clive Bayley, Rosie Aldridge, James Gilchrist, Jacques Imbrailo, Barnaby Rea, Rocío Pérez, Natalia Labourdette, Saúl Esgueva. Director musical: Ivor Bolton. Directora de escena: Deborah Warner.
Si se unen la honestidad y el talento, tenemos a Deborah Warner. Si se une la deshonestidad artística con la pose ‘modelna’ tenemos… Pueden poner cuantos nombres quieran. Mover así un coro con extras, aunque limitado en grupo, es llevar a cabo un ballet para un coprotagonista; va más allá del coro griego, que comenta, que teme o que se alarma. El coro nunca es, en este Peter Grimes, una masa en el sentido moderno que se le dio durante el periodo de entreguerras. No es masa ciudadana, como la que Baudelaire y sus contemporáneos percibieron en schock (nos lo cuenta Walter Benjamin), esa multitud que se vale del anonimato; sino lugareña, la comunidad contra el vecino (donde shock no significa golpe, sino a menudo que te agite una epifanía, acaso dolorosa). No es muchedumbre o multitud anónima porque es gente del pueblo, todos se conocen. Más que en la teoría de las masas movidas por odios de frontera y demagogos sin escrúpulos, tenemos aquí la caza del chivo expiatorio. La comunidad asesina al chivo expiatorio a la manera en que la horda asesinó al padre en Tótem y tabú. Y lo recuperará a la manera en que nos explica René Girard en varias entregas, no solo en el libro titulado El chivo expiatorio. Una comunidad asesina al extraño, ajeno… y poco a poco elabora el mito de Edipo, hasta llegar a la reelaboración intocable de Sófocles.
Puede que el chivo no fuera un ser a merced de la violencia en grupo, sino un tipo grosero y desagradecido, resentido, como Grimes. Ante él, frente a él, la comunidad, el coro de vecinos está presente desde el principio, en el proceso, cuando Grimes ya ha sido señalado como chivo expiatorio. Porque Peter Grimes es, más que ópera de mar, ópera de villorrio, con el mar de fondo, referencia y medio de vida. Pero si Warner y el escenógrafo Michael Levine definen un poblacho pobre, lo que permite un escenario despojado, Warner y el coreógrafo Kim Brandstrub lo llenan con el protagonismo en movimiento del coro. De él surgen voces individuales constantemente: no sólo discrepancias entre ellos, es que esa masa no es anónima, tiene nombres. Es el Borough de los vecinos. Surge del foso la sugerencia y la definición, y es de agradecer que en este caso sí haya correspondencia entre estímulos.
La base de la puesta de Warner es esa: el coro deambula por el villorrio, definido como lugar de pobreza y despojamiento. Con el mar al fondo, una pantalla cuyos matices de color y luminosidad se reservan al diseño de luces; esto es, a modo de ciclorama. Una escenografía y unos figurines inteligentes, sugerentes; estamos en algún momento del siglo anterior, un momento que todavía está anclado en un pasado que hoy nos parece lejano y que entonces estaba en buena parte vigente. Las escenas de grupo (taberna, fiesta) son asombrosas en Britten y Warner las despliega de maravilla con el apoyo imprescindible del foso de Bolton y una orquesta en perfecta forma. Desde la tensión de partida del juicio (recitativo de solistas en intervenciones rápidas, nerviosas, sin fraseo) hasta la culminación en el canto de taberna que termina el primer acto y la escena ‘cazar a Grimes’. El final es de falsa calma, como si todo volviera a renacer, ahora que en este día tan hermoso se ve a lo lejos un naufragio. El sacrificio del cordero se llevó a efecto.
Warner, en su honestidad, renuncia a rellenar con monerías explicativas o ilustradoras los seis interludios marinos de la ópera; la orquesta es protagonista, dejémosla que se explique y despliegue. La dirección de actores asegura que los individuos surgen de la población de Borough, y que esta población es el coro, convertido de pronto en muchedumbre alienada en busca del chivo expiatorio. En el reparto hay, en papeles secundarios, nombres que son auténticas primeras figuras: Christopher Purves como Balstrode, Jacques Imbrailo como Ned Keen, John Graham-Hall como Boles, los tres fueron protagonistas de óperas en este mismo teatro. O el tenor James Gilchrist, espléndido, en el reverendo Adams, y el bajo Clive Bayley en el papel del farsante Swallow. La dirección de actores saca del conjunto más o menos amorfo a todos y cada uno de los solistas y obtiene lo mejor de ellos en tanto que voces y actuación.
La oposición Aunti y Mrs. Sedley (la hipócrita que agita el fuego) la bordan Catherine Wyn-Rogers y Rosie Aldridge. Y no creo que sea fácil caracterizar como aquí a las sobrinas de Aunti, bien dotadas las voces de las jóvenes sopranos Rocío Pérez y Natalia Labourdette, de ágil movimiento escénico (no acaban de nacer para la ópera). La presencia sin palabras del niño Saúl Esgueva plantea cuestiones: ¿es el chivo del chivo, es la inocencia aplastada por un azar que no surge del azar mismo, es un esbozo del destino, es la contrafigura de Peter, su redención…? Mejor hacerse la pregunta, no traten de responder. Y, finalmente, la magnífica pareja protagonista, con una soprano de bella voz, limitada en cuanto a volumen, y de presencia juvenil, algo casi siempre ajeno al papel de la maestra de escuela Ellen Orford: la magnífica Maria Bengtsson, y el espléndido Allan Clayton en un Grimes logrado en caracterización y en voz. Los protagonistas cierran este prometedor reparto, que ha ido más allá de la promesa. Milagros así no se ven todos los días.
En la base de todo esto se encuentra la espléndida orquesta dirigida al detalle por Bolton, en uno de sus mejores momentos en este teatro, después de algunos retrocesos comprensibles. Y el coro dirigido por Máspero, un coro más actor que nunca, y sabemos que no es la primera vez que se enfrenta a algo así.
(Foto: Javier del Real)
Santiago Martín Bermúdez