MADRID / Pappano, la importancia del cantable desde el podio
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 13-XI-2022. Ibermúsica 22/23. Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma. Director: Antonio Pappano. Obras de Schubert y Bruckner.
Entre las muchas cosas que hay que agradecerle a Ibermúsica está la iniciativa de traer nuevos artistas y orquestas. Si el jueves saludábamos al fin, tras los impedimentos pandémicos, el debut del Bach Collegium Japan, este domingo lo hacíamos con la que, con pocas dudas, es la formación sinfónica más célebre de Italia: la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma, agrupación por cuyo podio han desfilado las más ilustres batutas, empezando por Mahler y terminando por Toscanini, Furtwängler, De Sabata, Karajan o Abbado. Total, nada.
Comparecía la orquesta trasalpina con su actual director titular, el angloitaliano Antonio Pappano (Epping, 1959), que afronta su última temporada en ese papel, y que asumirá, después de 2024, la titularidad de una de las orquestas más célebres del planeta: la orquesta Sinfónica de Londres. Pappano no debutaba con Ibermúsica, pero llevaba doce años ausente, así que su presencia era también un acontecimiento.
En el primer programa que ahora se comenta, se daban la mano dos sinfonías incompletas o inacabadas, la Octava (en otras numeraciones aparece como la Séptima) de Schubert y la Novena de Bruckner. Con toda la razón, encuentra totalmente lógica Arturo Reverter, en sus oportunas, informativas y bien documentadas notas, esta combinación, no solo por el carácter inconcluso de las páginas, sino por la medida en la que Bruckner se sentía heredero de Schubert.
Viendo a Pappano, cualquiera diría que había leído una carta manuscrita (debidamente autentificada) de Carlos Kleiber a una cierta Mrs. Wright, aspirante a convertirse en su alumna, si no fuera porque el maestro angloitaliano ya tenía sus buenos cuarenta años cuando la carta fue escrita (1999). En efecto, recomendaba Kleiber a la Sra. Wright, rechazando su solicitud de convertirse en su alumna: “Intente trabajar como repetidor en alguna compañía de ópera en Estados Unidos. Si el director enferma, tendrá una oportunidad, y si no la fastidia… ya estará dentro. La música sinfónica puede esperar… La Ópera significa técnica. Y cuando tenga una buena técnica, puede olvidarse de ella…”.
Pappano hizo justamente eso, construir una carrera ‘a la manera de antes’, desde varios teatros de ópera, incluyendo su labor como asistente de Barenboim en Bayreuth, y luego durante su largo trabajo como titular de la Royal Opera en Londres. Bien podría decirse que, entre las cualidades que destacan de este director británico destaca muy especialmente su facilidad para dibujar con extremo acierto líneas de canto naturales, elegantes y expresivas. Y es de eso de lo que se preocupa especialmente su gesto, de claridad en general suficiente y de sobrada elocuencia en el propósito, expresado con rotunda determinación. Las maneras de Pappano, también distinguido acompañante de lieder, vienen del canto, y por eso sus manos se centran más en conseguir eso que en el compás. El compás se plantea con consistencia, sin rigidez, con fluida flexibilidad y muy ágil manejo de las inflexiones de tempo y dinámica, siempre con la preocupación de que sea el fraseo, el canto, el que domine.
Se acercó Pappano a Schubert, sin batuta, como queriendo resaltar un trabajo que en muchos aspectos tuvo cierto color camerístico, con matiz cuidadísimo (exquisito el pp inicial de la cuerda grave), dibujando, sin pesantez, la intensidad dramática del movimiento, con buena construcción del clímax, cuidadísima traducción de los reguladores, pero sin evitar los contrastes y aristas que Schubert también contiene. Tuvo el Andante con moto todo el encanto cantable que puede esperarse, y Pappano consiguió de nuevo refinadas delicadezas de la cuerda en el tramo final de la obra. Una interpretación bien planteada, sin la densidad que otras batutas de inclinación más romántica han conseguido, pero con una atmósfera acertadamente clásica, transparente (hablaré luego de la respuesta orquestal) y de una expresividad sumamente convincente.
Si en algunas manos puede apreciarse especialmente esa conexión Schubert-Bruckner que comenta Reverter, es muy probablemente en las de Pappano, director al que no se asocia por lo demás con el músico de Ansfelden. Pero el angloitaliano se mostró como un inteligente y sólido constructor del edificio sinfónico bruckneriano. Cuidados los matices, exprimidos para mejor tensión los silencios (a veces tan largos) brucknerianos, dibujadas con acierto las transiciones y planteadas con flexibilidad las inflexiones de tempo, el Bruckner de Pappano (ahora con batuta) no se mueve en coordenadas de densidad o de severidad que pueden encontrarse hoy en un Thielemann, pero tiene una calidez muy singular, que brilla en muchos momentos del monumental Adagio que cierra la obra, pero también en el hermoso Trio del Scherzo y en bastantes momentos del primer movimiento (así el episodio indicado Langsamer –más lento-).
Estuvo estupendamente planteada la coda de ese primer tiempo, y tuvo envidiable vibración rítmica el Scherzo (se habló ya del Trio), expuesto sin pesantez alguna. El Adagio nos llegó con elocuencia, sin pesantez, con grandeza, pero en el que tal vez pudo haber algo más de solemnidad. Un Bruckner, en fin, de singular calidez y flexibilidad, sumamente convincente en su resultado, aunque sin esa densidad especial antes mencionada.
A ello probablemente contribuyó también el propio colorido sonoro de la orquesta romana, que tampoco es la formación a la que uno tiende a asociar con el mundo bruckneriano. La Santa Cecilia es una estupenda orquesta (a mucha distancia de la sinfónica milanesa que nos visitó hace unos días), con una cuerda bien empastada, de sonoridad cálida y bella antes que dotada de la profunda densidad que encontramos en las mejores orquestas centroeuropeas, especialmente germanas y austriacas. Como ya se apuntó, su capacidad para conseguir pianissimi de escalofrío es, sin duda, sobresaliente. Es magnífica también la madera, en la que brillaron con excelencia solistas sobresalientes de clarinete, flauta y oboe. Se mostraron redondos lo metales, con especial mención para unas trompas -y en Bruckner, también las tubas wagnerianas- muy seguras. Pero las trompetas, por su parte, tendieron a menudo, también en Schubert, al exceso, acentuado por un color un punto áspero en el forte. Fue quizá el único lunar en un balance sonoro por lo demás trabajado de manera sobresaliente por Pappano para conseguir una transparencia encomiable, algo que, con el contingente de metales empleado por Bruckner no es materia sencilla. Globalmente hablando, un precioso concierto, acogido con calor por el público tras ese sereno y casi interrogador final de esa obra estremecedora que es la Novena de Bruckner. Viendo a Pappano uno tiende a decirse que toda belleza es posible desde la base de un buen canto. De hecho, quizá sea más fácil lograrla.
Rafael Ortega Basagoiti