MADRID / Pablo Heras-Casado y Bruckner: mirada pre-expresionista
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 11-1-2022. Bruckner, Novena sinfonía en Re menor. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Pablo Heras-Casado.
Pablo Heras-Casado ha dirigido ya, en estos ciclos de la Orquesta Sinfónica de Madrid, otras sinfonías del pío organista de San Florián. El director granadino ha puesto ahora en atriles la última, e incompleta, del ciclo en su versión más plausible, la acuñada por Leopold Nowak, una partitura verdaderamente premonitoria, en la que se manifiestan más claramente los principios góticos, “el mundo de un anciano acabado”, su “refugio místico”, del que hablaba Ernst Kurth, quien destacaba la sombría tonalidad y las paradójicas novedades preconizadoras, aún más que en la Octava, del expresionismo.
Aspectos que destaca en sus bien enfocadas notas al programa José Luis Temes y que se reconocen en detalles muy claros: grandes intervalos, rica y diferenciada armonía, bastante impregnada del cromatismo del Tristán wagneriano. Por otra parte, los crescendi se caracterizan por escaladas particularmente abruptas. Los puntos culminantes del primer movimiento y del Adagio consisten en disonancias agudas largamente mantenidas y constituyen concentraciones sonoras netamente anticipadoras, por ejemplo, de las previstas por Mahler en el Adagio de su Décima sinfonía.
Heras-Casado —brazos amplios y abarcadores, impetuosos y geométricos gestos de rectilíneo trazo— lo ha entendido así al enfrentarse con la obra desde su mismo comienzo, Solemne, misterioso, resaltando con cuidado exquisito el característico murmullo tremolante de la cuerda grave y al exponer poco más tarde, de manera implacable, tras las iniciales escaramuzas, la primera gran peroración. Riendas bien atadas en la transición hacia el grupo lírico, ese llamado ‘periodo de canto’, en el que la cuerda, a falta de un espectro más lleno y oscuro, tocó de manera cadenciosa. La mano rectora, sin batuta, como acostumbra, supo subrayar los contrastes y trabajar los contrapuntos en el inmenso desarrollo. Le lectura se hizo más furibunda por momentos en un bien trabajado cañamazo de negros y blancos. La coda fue mejorable: los planos se superpusieron con escasa nitidez y hubo un general emborronamiento.
Muy bien subrayados y marcados los diabólicos pizzicati del Scherzo, reproducido aquí desde su lado más negro, como una especie de negativo, con lo que el aire alucinante y fantasmagórico que lo define quedó perfectamente retratado, incluso en el vertiginoso Trío. Todo dispuesto para afrontar el espinoso Adagio final abierto con dos temas, el protagonizado por la cuerda en un diseño melódico cromático sobre arpegios diatónicos (¡gran idea la de don Anton!) y un poderoso coral. El director se ató bien los machos y reforzó las disonancias del discurso, cada vez más espinoso, bien que dejara espacio para cantar con propiedad la primera frase lírica.
El ímpetu, la fogosidad, el deseo de establecer en su más alta cota las tensiones perjudicaron en ciertos momentos la diafanidad y la claridad de texturas. Heras mostró su lado más apasionado y no evitó ciertos desequilibrios, pero llevó por último a buen puerto la sinfonía dibujando y planificando con inteligencia el maravilloso cierre, con ese grave coral de tubas Wagner y trompas enunciado sobre un inmaterial tenuto de violines agudos. Música irreal, onírica, definida por el propio compositor como “adiós a la vida”, a la que quizá le faltó una mayor delicuescencia, una destilación poética más apreciable. Lástima que algunos cenutrios comenzaran a aplaudir antes de tiempo.
Arturo Reverter
[Foto: Orquesta Sinfónica de Madrid / Rafa Martín]