MADRID / ORTVE: cuando la tradición y la modernidad resultan irreconciliables
Madrid. Teatro Monumental. 3-XI-2022. Ciclo Jóvenes Músicos I. Orquesta Sinfónica RTVE. Director: Emmanuel Tjeknavorian. Obras de Barber, Ordás, J. Strauss y Rimski-Korsakov.
Miren ustedes, a veces, muy de tarde en tarde —por no decir, raramente—, se le meten a uno en el cuerpo daimones como aquellos que, dicen, aconsejaban a Sócrates o a Goethe. A quien les escribe le ocurrió eso anoche durante el primer concierto del Ciclo Jóvenes Músicos de la ORTVE. Dos daimones, dos espíritus consiliarios (Tradición y Modernidad) le poseyeron a uno durante una velada a la que precedía un imprevisto de última hora: debido a una indisposición del joven pianista búlgaro Roberto Rumenov, quien iba a interpretar el Concierto para piano nº 3 de Prokofiev, tuvo que modificarse el programa. El nuevo programa incluía sólo obras para orquesta, aunque mantenía dos de las programadas anteriormente: el conocidísimo Adagio para cuerdas de Samuel Barber (1910-1981), el estreno de Luces de un cielo nocturno del joven compositor ovetense Gabriel Ordás (1999), El barón gitano de Johann Strauss (1825-1899) y Scheherezade del compositor ruso Nikolai Rimski-Korsakov (1844-1908). Este era un programa que exponía por completo al joven director vienés Emmanuel Tjeknavorian, que es, además —y principalmente—, un muy talentoso violinista.
Decíamos que a uno se le metieron en el cuerpo Tradición y Modernidad susurrándole sendos e irreconciliables “¡horrible!” y “¡buenísimo!”. Estos daimones se referían a Tjeknavorian, quien probablemente tuvo que resolver la papeleta de incluir las obras de Barber y Strauss para cubrir la ausencia del pianista Rumenov. El Adagio de Barber es tan conocido y conmovedor que es muy difícil encontrar a alguien que no le guste. La interpretación de la ORTVE fue correcta y el público aplaudió. Modernidad se alineó con el veredicto del público y dijo: “Muy bueno el chaval este, es austriaco, ¿no?”. Tradición, un tanto recelosa, argüía: “Tan poco es para tanto, este chaval es aún muy joven, ¿no?”.
Llegó el estreno de la obra Gabriel Ordás, un compositor de apenas 23 años, que lleva escribiendo música desde los 12. Su obra Luces de un cielo nocturno, un poema sinfónico de unos veinte minutos de duración, nace de un encargo a propuesta de la ORTVE que le valió la concesión de las Becas Fundación SGAE y AEOS 2019. Luces de un cielo nocturno es una obra tonal. El comienzo, curiosamente, recuerda al Adagio de Barber. Entran, silenciosos, los violonchelos con una melodía a la que pronto se unen los segundos violines y poco a poco se va uniendo toda la orquesta (piano, metales, percusión…) en lo que parece ser un atardecer que anuncia la noche. Uno de los momentos de exquisita factura por parte de la orquesta en esta obra es un trémolo pianissimo de los violines. La obra está llena de dinámicas y melodías que se entrelazan entre distintos instrumentos. Por momentos, a uno le recordó a algunas obras de Aaron Copland o Charles Ives. El público aplaudió esta obra y, sobre todo, cuando el joven compositor subió al escenario para saludar.
Uno tuvo más tarde oportunidad de charlar muy brevemente con Gabriel Ordás al respecto de lo que le había parecido la interpretación de la orquesta. “Para los pocos ensayos que han tenido, ha estado muy bien”, dijo. Ordás parece un tipo afable, humilde, muy entusiasta y, sobre todo, en los ojos tiene el brillo de la ilusión de quien quiere llegar lejos. Él se define como ecléctico y, ciertamente, se mueve tanto en la música tonal como en la atonal. Uno se atreve a aventurarle un gran futuro a este joven y cabal asturiano, y ojalá que su obra se interprete en más lugares. Sin embargo, ¿qué pensaban Tradición y Modernidad? Ambas seguían enzarzadas en su juicio sobre el director de orquesta. “Es muy malo”, decía la primera. “Es muy bueno”, decía la segunda, alineada con el gusto del público.
Después del poema sinfónico de Gabriel Ordás, llegó el turno de la obertura de Johann Strauss (hijo), El barón gitano, una pieza vistosa, alegre y complaciente. Tradición, al ver que en el podio del director no había atril ni partitura dijo suspicaz: “A ver si ahora este chico se suelta un poco, porque, vamos, hasta el momento, mal…”. Modernidad susurraba: “Pero ¡qué radical es esta Tradición! A mí me gusta”. Sí, algo más suelto con el gesto y la batuta estuvo el austriaco. La obra terminó con el aplauso del público. Modernidad estaba entusiasmada. Tradición comenzaba, literalmente, a cabrearse.
Tras el descanso, el público estaba listo para escuchar Scheherezade, obra que, al igual que el Adagio de Barber, es de fácil escucha. Muy mal tiene que hacerlo una orquesta para que el oyente no quede subyugado por la belleza de las melodías de Rimski-Korsakov. Tjeknavorian se decantó por unos tempi que a más de uno podrían recordarle a los de Lorin Maazel con la Filarmónica de Berlín, es decir, bastante rápidos. Hubo momentos buenos y momentos malos. El público aplaudió mucho al joven director. Modernidad, se unió al público entusiasmada. Tradición, enfurecida, bramaba: “El público no tiene ni idea… ¡Este tío es un mal músico! ¡Horrible, es el peor director que he visto en mi vida, hasta un orangután lo hubiera hecho mejor! ¡Señoras y señores, que a esta orquesta la dirigió el Sr. Markevitch! ¡Ese sí que hubiera hecho una Scherezade llena de matices y ricos timbres”!
Las posturas diametralmente opuestas de Tradición y Modernidad se le hacían a uno irreconciliables… Algunos lectores podrán estar pensando ahora: “Muy bien, ya sabemos la opinión de esos dos espíritus consiliarios, pero queremos saber qué opina el crítico, que para eso firma esta reseña”. Uno sólo puede ser sincero y coherente consigo mismo: a Tjeknavorian todavía le queda camino que recorrer como director de orquesta. No es un mal músico —porque así lo acreditan sus interpretaciones como violinista— y tampoco un orangután lo haría mejor que él, no señor. Contó con la ayuda —mucha ayuda— de los maestros de la orquesta, que estuvo correcta. Las orquestas hacen bien al dar oportunidades a directores jóvenes que, poco a poco, se irán curtiendo. Sólo de esos jóvenes directores depende el aprovechamiento de esas oportunidades que les brindan para crecer y hacerlo conscientemente, con autocrítica y con el empeño de, algún día, llegar a brillar y, sobre todo, hacer que en los ojos del público se encienda la llama de la emoción. Tampoco hay que olvidar que a este joven austriaco le sobrevino un cambio de programa a última hora… Tradición, implacable, se me vuelve a aparecer ahora diciendo: “¡No hay excusas que valgan! ¡Para eso están los buenos directores!”.
Michael Thallium