MADRID / Orlinski en el Auditorio Nacional: el espectáculo estuvo en la música
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Madrid. Auditorio Nacional de Música. 20-II-2024. Jakub Józef Orlinski, contratenor. Michal Biel, piano. Obras de Fux, Purcell, Czyz, Karlowicz, Moniuszko y Haendel.
El contratenor polaco Jakub Josef Orlinski es sin duda uno de los mayores talentos musicales en su cuerda y también uno de los productos mediáticos más acabados del mundo de la música clásica (quizá el que más) y preciso es decir que ambas facetas se conjugan en su persona sin la más mínima contradicción, fisura ni dificultad. Quizá provenga esta actitud desenfadada de su total engarce generacional, de su contacto constante con las redes sociales y de ese gusto suyo por otros géneros que le llevan a practicar esas danzas acrobáticas que le han hecho famoso. A esto se añade una simpatía desbordante que oscila entre el candor y la coquetería y que le hacen ganarse al público de forma inmediata y también un rasgo evidente al que aludo aprovechando mi condición de fémina que me lo consiente (casi) todo: es rabiosamente guapo. Nunca me habría permitido hablar de ciertas cosas en una reseña musical que pretende cierto rigor, pero creo que, en este caso, es obligatorio hacer una referencia a la sociología del público, que no se explica sin todo lo que precede.
El fenómeno Orlinski provoca adhesiones que superan al público habitual de los conciertos de música clásica y que nos hacen vivir cosas que serían impensables en cualquier otra prestación: desde la presencia de un famosísimo director de cine al que no se le conoce el vicio reprobable del amor por la música clásica ni nunca nos hemos cruzado por los pasillos de ninguna sala o teatro de conciertos, hasta gritos de “torero” a voz en cuello o exclamaciones histéricas de aspirantas a influencer de la vida. Por otra parte, esa heterodoxia suya en el comportamiento que “se espera” de un músico clásico, parece disuadir a una parte del público amateur y habitual del repertorio que transita habitualmente un contratenor, como si su actitud destiñera en su interpretación, como si ese relajo supusiera una traición a la seriedad interpretativa.
Pues bien, quien suscribe opina que, por un lado sería deseable que esa parte de público que acude para “ver a Orlinski” más que a escucharlo hiciera un pequeño esfuerzo por iniciarse un poquito, aunque sea por Youtube, y aprendiera el abecé. No digo no aplaudir entre arias o canciones, no, que eso, sin ser lo más deseable para la concentración de intérprete y oyentes, se puede aceptar: me refiero a aplaudir en cuanto hay un silencio, justo antes de que el solista ataque su cadencia. Por otro lado, creo que quienes desdeñan asistir a los conciertos de Orlinski por no considerarlo completamente “uno de los nuestros” se equivocan porque se pierden a un gran artista, mucho más riguroso que muchos otros que no llevan el marchamo de “populares”. En fin, es sin duda una cuestión de no fácil resolución que por ahora no parece preocupar a este joven cantante –que, por otra parte, estuvo relativamente parlanchín pero sin ningún tipo de exceso– pero que resulta enormemente llamativa.
En cuanto a la cuestión puramente musical, me reitero: Orlinski es un enorme talento vocal y un gran artista que en este caso tenía a su lado a un fabuloso músico como es el pianista Michal Biel. Para hacer honor a la verdad y reconociendo que el contratenor hizo un concierto estupendo tanto en la parte barroca como en la de las canciones polacas de finales del XIX, creo que buena parte de esa excelencia la debe a este maravilloso acompañante, que no sólo se adapta como un guante a cualquier estilo y además imprime un sello muy particular, original y artístico, sino que sabe llevar perfectamente a su partenaire mediante el manejo de una pulsación flexible y firme a un tiempo, y también gracias a esa combinación de tensión y descanso perfectamente gestionada según las estructuras formales de cada obra.
Se abrió el recital con el aria “Non t´amo per il ciel”del oratorio Il fonte della Salute del austriaco Johann Joseph Fux. No era fácil presentar esta preciosa obra en su transcripción pianística, puesto que su singularidad reposa en la importancia de la viola da gamba y su característico timbre, mientras que la escritura propiamente dicha es muy austera en medios. Biel hizo una gran labor destacando las disonancias presentes y cuidando las voces y el fraseo con gran atención. Orlinski comenzó un poco frío vocalmente, pero muy pronto consiguió redondear su fraseo y ya en el da capo pudimos disfrutar de ese bello color suyo, de la homogeneidad tímbrica de su registro y de su notable volumen. A este respecto diremos que el piano tuvo la tapa completamente levantada durante todo el recital en la sala sinfónica del Auditorio y Biel no hubo de contener sus dinámicas en forte para no cubrir a su compañero.
Siguió una sección dedicada a Purcell, con esa serie de breves partituras que ya forman parte de los hits de este cantante, y no es de extrañar, porque en ellas hace alarde de algunas de sus mejores cualidades: la versatilidad dramática sin incurrir en histrionismos, la excelente afinación, el adecuado manejo de las dinámicas y esa aparente facilidad en la línea del fraseo. Quizá porque ya he escuchado a Orlinski varias veces en directo y no a Biel, permítanme que dedique a este último de nuevo varios elogios. Me pareció interesantísima la forma en que el pianista polaco abordó sus acompañamientos inspirándose, según me pareció, mucho más en el blues que en una tradición clásica o historicista. De hecho, en Music for a while daba la impresión de evocar el pizzicato de un contrabajo de jazz. Esa flexibilidad rítmica dentro de una pulsación constante permitió que Orlinski pudiera jugar alargando o acortando casi imperceptiblemente algunas notas para disfrutar de ciertas disonancias. Creo que esta idea es realmente acertada para traer a un piano moderno la transcripción orquestal de estos Purcell, porque permite jugar con el aspecto improvisado, incluida la ornamentación y con esos ritmos de danza de una forma que realmente se adapta al instrumento sin que quede forzado. De hecho, en “Fairest Isle” de King Arthur la pulsación digital de Biel me hizo pensar directamente en Bill Evans, y lo digo como un enorme cumplido. Personalmente me encantó escuchar esa combinación que resultó tan natural –porque estaba magníficamente hecha– del estilo barroco en la voz de Orlinski y los dejes jazzísticos en el piano. The cold song hizo las delicias del público, con esa versión un tanto contenida que refleja más vulnerabilidad que otra cosa, sobre unos acordes implacables de los que Biel extrajo toda su acidez con gran acierto. El apartado purcelliano se cerró con ese delicioso ground que es Strike the viol, en el que los dos músicos hicieron gala una vez más de esa complicidad en el juego, dando apariencia de una improvisación en la que Orlinski evolucionaba a sus anchas sobre ese ostinato del piano.
Pero el grueso del recital estuvo consagrado a la música de compositores polacos del XIX y XX, como presentación del CD que estos dos músicos han grabado y así, esta primera parte terminó con un ciclo de tres canciones sobre textos de Pushkin de Henryk Czyz (1923-2003) titulado Despedida. Se trata de una música concentrada en medios, que en su brevedad expresan toda la tragedia íntima de los amores quebrados. En estas obras pudimos apreciar ese registro central y grave de Orlinski, que pasa con enorme facilidad y sin variación tímbrica al mecanismo 1 o voz de pecho para lograr un efecto expresivo muy medido –no abusa nunca ni imprime demasiado dramatismo, porque en general lo combina con dinámicas en piano– pero de gran efecto. Las hermosas líneas melódicas, en las que el contratenor se movió con la facilidad y elegancia que le caracterizan, se vieron fantásticamente complementadas por un acompañamiento bien nutrido que Biel ejecutó con una enorme gama de matices dinámicos y expresivos, como sucedería a lo largo de toda su prestación.
Tras la pausa prosiguió el bloque polaco con siete canciones (seis más un añadido que anunció el contratenor) de Mieczyslaw Karlowicz (1876-1909), deliciosa muestra de este desconocido y más que considerable repertorio, que está totalmente imbricada en ese post-romanticismo eslavo, con influencias o concomitancias con Dvorak y Chaikovski (esa coda de Poema erótico, por ejemplo). Orlinski se reveló como un artista capaz de modular mínimos movimientos del alma romántica con su voz, adoptando otros tantos acentos sin nunca alterar la belleza de su color ni forzar lo más mínimo su instrumento. Muy hermosos esos finales en diminuendo en los que un poco de aire venía a reforzar la expresión. Y magnífica la prestación de Biel, que puso de relieve toda la sustancia armónica y la complejidad pianística de estas piezas con el protagonismo necesario pero siempre pendiente de su partenaire en un manejo de los pedales y los colores realmente digno de encomio. Dos canciones muy contrastantes de Stanislaw Moniuszko (1819-1872), conocido por ser el impulsor de la ópera polaca y cuyo título más conocido es Halka, pusieron el broche a este apartado. En la primera, Lágrima, Orlinski mostró una vez más esa fina sensibilidad y su elegancia en la ejecución, traduciendo a la perfección ese dolor contenido y persistente del recuerdo del mal de amores. La segunda, Rueca, inspirada claramente en una canción popular, nos trajo la alegría de una jovencita que pasa de un amante a otro con despreocupación mientras el piano evoca la rueda que no para de girar con un movimiento perpetuo tanto melódico como rítmico. En este caso, Orlinski trajo el salero y Biel el virtuosismo, para un muy bien elegido colofón polaco.
Para el final oficial de su recital, Orlinski eligió el “Alleluja, Amen” de la Antífona en Re menor HWV 269 de Haendel en el que mostró de nuevo su faceta más habitual y en el que descolló en la ejecución de la constante ornamentación con una afinación impecable y enorme buen gusto.
Pero, por supuesto, ante el entusiasmo general, estos músicos fueron generosos y regalaron cuatro propinas. Las tres primeras, tres arias barrocas: un Haendel proveniente seguramente de un oratorio que esta ignorante reseñadora no ha sabido identificar pero que permitió un alarde de virtuosismo; “Alla gente a Dio diletta” de Il Faraone sommerso de Nicola Fago, uno de sus habituales en el que desplegó sus cualidades expresivas; y otra de sus más queridas partituras, “Vedrò con mio diletto” de Il Giustino de Vivaldi, cuya primera nota, convenientemente sostenida, arrancó todo tipo de exclamaciones cuasi lujuriosas, para sorpresa (o no) de la abajofirmante. Por último, otra preciosa y delicada canción polaca que también quedará sin identificación.
En definitiva, una estupenda velada en la que Orlinski mostró un nuevo registro que esperamos que continúe explorando (sería estupendo tenerlo en el Ciclo del Lied de la Zarzuela) y en el que tiene muy buenos ejemplos en los que inspirarse, como Jochen Kowalsky o Philippe Jaroussky y durante la que desmintió a aquellos que consideran que su mérito principal está en lo extra-musical.
Ana García Urcola