MADRID / Octetos asombrosos, músicos insuperables
Madrid. Auditorio Nacional. 23-V-2024. Liceo de cámara del CNDM. Cuarteto Belcea, Cuarteto Ébène. Obras de Mendelssohn y Enescu.
El concierto lo daban dos cuartetos juntos, distribuidos según la lógica del cuarteto: cuatro violines, dos violas, don violonchelos. Se entremezclaban así los miembros del Cuarteto Belcea y los del Ébène. Como estaba previsto, el Belcea presentaba a Corina Belcea como primer violín; mientras que Jonathan Schwarz sustituía a Pierre Colombet, del Ebène. El repertorio para octeto es limitado y más limitada aún es la oportunidad de ver y oír en vivo una obra para octeto de cuerda. El concierto de ayer resultó extraordinario en cuanto a sonoridad y dramatismo. Son obras juveniles, y por ello no sorprende tanto el brío de los movimientos extremos de la obra de Mendelssohn o el extraordinario Fouguex del Octeto de Enescu, como la madurez poco menos que sinfónica de cada una de estas obras. La obra de Enescu abre el siglo, y puede situarse su Octeto, sin menoscabo, junto a las más importantes obras camerísticas de la centuria, como los Cuartetos de Bartók, y no es exageración. La pretensión del jovencísimo Mendelssohn (dieciséis años) de que su Octeto en mi bemol mayor op. 20 tuviera una dimensión sinfónica está plenamente justificada sobre el papel, pero necesita una conjunción de músicos de cámara que alcancen esa proyección sinfónica, y lo cierto es que esta agrupación lo logró plenamente; en un concierto así casi se percibe una invisible batuta, un director que lleva a buen puerto (un puerto lleno de oleaje, de racheados fuertes, incluso violentos) esta ambiciosa pieza. Que es como un rito de paso, una transición desde el crío que ha compuesto ya bastantes sinfonías para cuerda hacia la madurez. Hay un equilibrio de sonata en los cuatro movimientos, lo que el conjunto se traducía en una perfecta secuencia sobre la que mandaban los arranques fuertes, sin que quisieran ni se pudiera disimular algún atisbo del Mendelssohn posterior; está claro, por ejemplo, que el scherzo del Octeto anuncia el que vendrá pronto para El sueño de la una noche de verano. Con esta obra de 1825 el conjunto formado por el Belcea y el Ébène ya nos conquistaba por completo en ese juego de lances lleno de intensidad y refugios, que son tregua, tanto en el discurso como en la audiencia. Extraordinarios, así que: ¿qué podía venir ahora?
No tiene George Enescu veinte años cuando concluye su Octeto en do op. 7. Como es sabido, el rumano Enescu fue niño prodigio tanto en el instrumento (el violín, del que fue gran virtuoso) como en la creación, con obras importantes desde su juventud. Era un niño cuando llegó a París y empezó a estudiar y trabajar con músicos de la altura de Fauré o de Massenet. Tal vez haya que insistir en que Enescu es autor de Edipo, una de las óperas más importantes del siglo XX, aunque no sea habitual de los escenarios. Como se ha dicho y repetido, la ambición de Enescu en el Octeto op. 7 era la de llevar la forma sonata al conjunto de los movimientos; no habría forma sonata en el Modéré inicial, sino exposición de temas (se distinguen al menos seis, pero no es prudente asegurarlo), mientras que exposición, desarrollo y finale le corresponden a los otros tres movimientos, lo que no impide contrastes turbadores como el que se da entre el Fougueux y el movimiento marcado como Lentement. Si muchos años más tarde hubo algo llamado serialismo integral, ¿no es esto sonatismo integral? De nuevo, como en el caso de Mendelssohn, la solución roza lo sinfónico, aunque se mantenga en lo camerístico más que el Octeto del genio de Leipzig; y pasa por una interpretación también llena de fuego, de nervio, garantizada por ambos conjuntos en una secuencia bien trabajada; tanto, que no se advierte el esfuerzo, solo el fruto, como éste fuese sencillo de lograr. No era un conjunto en estado de gracia, sino ocho artistas que han trabajado duro para que la gracia y la violencia de estas obras resurjan ante un público cada vez más conquistado. Para terminar el efecto mágico, que es algo más que magia, estos ocho músicos ofrecieron una auténtica sorpresa, la transcripción para octeto del In Paradisum (Fauré, final del Réquiem). Y ahí ganó el efecto magia. Después de todo, una vez que el público demostró su entusiasmo ante aquel Mendelssohn, aquel Enescu, ¿qué mejor manera de despedirse y dejar un excelente sabor en todos que evocar la hermosa página de quien fue maestro de Enescu?
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Elvira Megías)