MADRID / OCNE: verdadera y contagiosa emoción
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 19-XI-2021. Concierto Sinfónico 7 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: David Afkham. Solista: Christian Tetzlaff, violín. Obras de Berg y Schumann.
Siguiendo dos de los hilos conductores de la temporada de la OCNE, el séptimo de su ciclo sinfónico unía dos obras de acusado contraste. En la parte de ‘el gran violinismo’ se nos ofrecía el Concierto para violín de Alban Berg, que es, con pocas dudas, una de las grandes creaciones concertísticas para violín del siglo XX, junto a las de Bartók y Stravinsky (y no me estoy olvidando de Britten, Ligeti o Gubaidulina). Aunque su origen es un encargo de quien la estrenó, el violinista norteamericano Louis Krasner, lo cierto es que la muerte trágica y prematura de Manon Gropius, hija del arquitecto Walter Gropius y Alma Mahler, joven por la que Berg sentía especial afecto, jugó un papel importante en la carga emocional de la obra, que, además, terminaría siendo casi un réquiem del propio compositor, fallecido apenas tres meses antes del estreno, y pocos meses después de haber completado la partitura.
Hay en ella inicialmente un clima de sencilla nostalgia, pero después, muy especialmente en muchos momentos del segundo tiempo, música que destila un dolor desgarrado, hasta un angustiado grito que casi pregunta por qué se ha producido esa trágica muerte de una muchacha apenas a las puertas de su edad adulta. Berg, de alguna manera, consigue sin embargo lo que a muchos puede parecer la cuadratura del círculo: llenar de canto, de lirismo y de sutileza, y también de tremendas dificultades de ejecución, un formato como el dodecafónico, que de entrada no es el más directo ni fácil para el oyente. Obra, en suma, que emocionalmente resulta de impacto demoledor, que crece desde la aparente sencillez del inicio en las cuerdas al aire del violín solista, hasta las abigarradas cadencias y la cruda orquestación de muchos momentos del segundo movimiento, para culminar en ese evanescente ascenso final en pianissimo, emocionante y sobrecogedor a un tiempo.
El solista encargado de la más que complicada tarea de desentrañar la compleja trama de esta partitura era el alemán Christian Tetzlaff (Hamburgo, 1966), intérprete bastante ligado a la música más reciente, y cuya carrera tuvo un serio impulso inicial por su interpretación del Concierto para violín de Schoenberg. Tetzlaff no se distingue por un sonido grande, de ancha dinámica, ni especialmente atractivo en el color, y en pasadas ocasiones, si bien en obras del repertorio romántico o tardo-romántico, ha producido al firmante una impresión bastante gris. Pero es indudable que su conexión con esta partitura es grande, y su acercamiento ayer fue extraordinariamente convincente, extrayendo colores muy atractivos (así su interpretación de la indicación de Berg, flautando, en el compás 38 del primer movimiento) y matices sutilísimos, como el mencionado final de la obra. Aunque algún fortissimo se hubiera beneficiado de un sonido con más cuerpo (como el que puede producir un Frank Peter Zimmermann, reciente traductor magistral de la obra con la Filarmónica de Berlín, en registro que puede disfrutarse en la sala de conciertos digital de la orquesta alemana), la interpretación de Tetzlaff ayer fue sobresaliente, contrastada y transmisora de todo el caleidoscopio expresivo que Berg elaboró y fue comentado antes.
Acompañó con el cuidado característico y estupenda respuesta la Nacional, con el preciso mando de su titular. Tetzlaff respondió a los calurosos aplausos con una propina en la que también brillaron canto y sensibilidad, lejos de cualquier atisbo historicista: el bellísimo Largo de la Sonata BWV 1005 de Bach.
En otro hilo conductor de la temporada, el de Schumann en perspectiva, continuamos con el recorrido por el ciclo sinfónico del músico de Zwickau. Pese a haber surgido en una época en la que la salud mental no acompañaba (lo que según todos los indicios era el principio de un grave trastorno bipolar), la Segunda Sinfonía (tercera en realidad en el orden cronológico de composición, ya que la precedieron las que hoy conocemos como Primera y Cuarta) tiene una energía, una suerte de urgencia vital, con momentos de solemnidad (como algunos del último tiempo, que por momentos se acerca al himno) que enganchan de una forma muy directa al oyente. Solo el adagio espressivo parece adentrarse en una sentida y emocionante nostalgia. Pero es difícil resistirse a la majestuosa grandeza del primer movimiento, el nervio trepidante del scherzo (tan temido, con razón, por los violinistas en las audiciones para orquestas, porque su ejecución, y más si se respeta el metrónomo prescrito de negra = 144, parece moverse siempre al borde del tropiezo) y a ese luminoso, exaltado júbilo que combina con maestría el nervio con esa solemnidad casi de himno antes mencionada. La luz y vitalidad de este último movimiento es tal que nadie diría que su autor estaba saliendo de un episodio de profunda depresión.
El clima fue admirablemente capturado por Afkham que, tras dejarnos una espléndida Renana semanas atrás, ofreció una interpretación sencillamente sensacional de esta Segunda sinfonía. Exigió el máximo de sus músicos, llevándolos sin concesión alguna a cómodas velocidades, por inflexiones cuidadas y acertadísimas de rubato (le siguieron todos a una con una flexibilidad absoluta), cuidando matices, acentos y contrastes, dibujando con maestría planos y transiciones (la que transcurre desde el sostenuto assai inicial, que comienza con la indicación un poco più vivace, hasta el allegro ma non troppo principal del primer movimiento) y con esa vitalidad y urgencia que tanto transpira esta música (y que, no nos engañemos, no siempre nos llega en más de una interpretación espesa y pesante).
El Scherzo fue dibujado a velocidad trepidante, con respuesta fantástica de la cuerda. A destacar la coda en una stretta que se ha convertido en tradición (desde Szell o Karajan a Rattle pasando por Gardiner o Nezet-Seguin) aunque no figure ninguna indicación de aceleración en la edición que Clara Schumann realizó de la partitura). No está al alcance de cualquier orquesta acelerar tanto ese final partiendo de una velocidad inicial como la escuchada ayer. Rattle acelera mucho con sus Berliner, pero su tempo inicial es mucho más reposado que el de Nézet-Séguin, que se mueve en parámetros mucho más cercanos a los escuchados aye a Afkham. La Nacional demostró en su perfecta respuesta a ese detalle, como en otros muchos, que su nivel hoy está muy, muy alto. Más de lo que nuestra clásica tendencia a infravalorar lo nuestro quiere demasiado a menudo reconocer.
Exquisitamente dibujados también los dos Tríos de este movimiento. Tuvo el Adagio espressivo todo el encanto lírico que la música despliega, con la emotiva calidez de una música bellísima desde su inicio. Brilló en este movimiento, tanto como la cuerda, la sobresaliente madera de la Nacional.
El Allegro molto vivace, en fin, tuvo esa combinación de exaltado júbilo, majestuosa grandeza y urgencia vital que antes apunté. Impecable respuesta de la orquesta en todas sus familias (con la cuerda de nuevo exigida en fulgurantes filigranas, dibujadas con precisión por todas las secciones con sus primeros atriles en plena forma). Movimiento vibrante, enérgico, traducido con un entusiasmo contagioso. Afkham lo llevó hasta sus músicos, y ellos hasta nosotros, con una entrega absoluta. La comunicación de la orquesta con su titular parece, desde fuera, ejemplar. El resultado, lo hemos dicho muchas veces, cuando se pone un músico excelente al frente de una formación de gran nivel con la que tiene un entendimiento fluido, no puede ser otra cosa que sobresaliente. Lo fue ayer. Y Afkham recibió finalmente el reconocimiento de la orquesta a una labor tan intensa como encomiable.
Si tienen ocasión, no la pierdan. Escuchen este fantástico concierto, en vivo o por la radio. No se arrepentirán. A quien esto firma le pareció verdaderamente emocionante.
Por cierto, la Nacional acaba de lanzar sus dos últimas grabaciones discográficas. Aún no he podido escucharlas, pero asistí en vivo a la interpretación de la Séptima de Shostakovich y solo puedo decir que fue… magnífica.
Rafael Ortega Basagoiti