MADRID (OCNE) / Un recorrido algo limitado

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 12-XII-2020. Orquesta y Coro Nacionales de España. Elizabeth Watts, soprano. Directora: Nathalie Stutzmann. Obras de Mazzoli, Gluck y Beethoven.
Tenía obvio interés el regreso a la Nacional de la contralto francesa Nathalie Stutzmann (Suresnes, 1965), cuya carrera en el podio, con menos años de recorrido que la vocal, recibió importantes impulsos de sus mentores Seiji Ozawa y Simon Rattle, más aún tras el periodo de formación con Jorma Panula a sugerencia de este último, según comentaba Stutzmann en la entrevista concedida a Eduardo Torrico y publicada justamente en el número de este mes de SCHERZO. Stutzmann se ha movido hasta ahora sobre todo en el campo historicista y barroco, más aún con su propio grupo, Orfeo 55, que por desgracia ha tenido, por problemas financieros, una existencia efímera. Se produce tal debut pocos días después de hacerse público un nuevo escalón significativo en su carrera: será la nueva principal directora invitada de una de las mejores orquestas del planeta, la de Filadelfia.
El concierto, como viene siendo costumbre en el auditorio, se desarrolló bajo las normas de protocolo de seguridad ya bien conocidas y comentadas. Abría el programa la Sinfonía (“for Orbiting Spheres”) de la norteamericana Missy Mazzoli (Abington, 1980). Compuesta en 2014 por encargo de la Filarmónica de Los Ángeles, y revisada un par de años después, es una obra de apenas nueve minutos que su autora describe como “música en la forma del sistema solar”, como una serie de bucles que giraran unos sobre otros en una órbita más amplia. Música que, desde luego, suena circular, tímbricamente buscadora y con curiosos e interesantes efectos de los instrumentistas de percusión, dispuestos de manera antifonal.
Gluck después, uno de los cambios del programa (no tengo constancia de cuál era el plan original prepandémico para este concierto, pero de la citada entrevista se deduce que a la Quinta de Beethoven le iban a acompañar otras obras) debidos, cómo no, al maldito virus. Apunta Mario Muñoz Carrasco en sus notas al programa que Ifigenia en Táuride, pese al éxito de su estreno, no se ha recuperado del olvido en que ha caído en nuestros tiempos. Y ello pese a que, como se nos cuenta en la ya citada entrevista, Stutzmann planea (recuperación de la normalidad mediante) dirigir la obra completa en el Metropolitan neoyorquino en otoño próximo. La música de esta obra, también de la selección ofrecida, es extremadamente exigente para la orquesta (algo por otra parte habitual en Gluck), y si conseguir un empaste preciso de la compleja y a menudo fulgurante agilidad que demanda, especialmente de la cuerda, es ya complicado en condiciones normales, lo es mucho más, muchísimo más, con la distancia de por medio y la dificultad añadida de la escucha lejana del compañero. No es de extrañar, y hay que ser en ese sentido comprensivo, que el rápido tempo imprimido desde el podio (por otra parte, apropiado al carácter de la música, aunque tal vez no el más oportuno en la distanciada tesitura actual), se tradujera en algunos desajustes, pese a la evidente entrega y esfuerzo de los músicos, con notorio y excelente liderazgo del concertino Miguel Colom y el ayer líder de la sección de violonchelos, Ángel Luis Quintana. Sonó pese a dichos desajustes la orquesta todo lo bien que las circunstancias permiten, y creo que fue evidente que Stutzmann se mueve más a gusto en ese repertorio.
El apartado vocal es difícil de valorar, porque si alguien sufre de manera inclemente la dictadura vírica de la distancia y las mascarillas, ese alguien son los cantantes. Las trece componentes femeninas del Coro Nacional y la soprano británica Elizabeth Watts (Norwich, 1979) se produjeron con buena línea de expresión y más que meritorio y excelente empaste (teniendo en cuenta que las cantantes se encontraban a una distancia mínima de cinco sillas de la compañera más cercana), pero es inevitable reseñar que cuando los tutti orquestales se empleaban en forte, a la solista se la escuchaba con dificultad. Entre la mascarilla y su ubicación (insertada entre las componentes del coro), quizá no estábamos en las circunstancias más apropiadas para valorar adecuadamente el volumen de la aportación vocal de la notable cantante británica. Valorar la dicción, en estas enmascaradas circunstancias, me parece del todo injusto y por tanto no lo haré. En todo caso, el resultado obtenido en esta preciosa selección (la partitura sin duda merece más conocimiento y difusión de la que tiene), marcó probablemente el punto más álgido del concierto.
Beethoven, en fin, para cerrar el concierto. Y nada menos que la architocada y archiconocida, pero quizá por ello también muy comprometida, Quinta sinfonía. El planteamiento de Stutzmann, nada sorprendente dados sus orígenes en buena medida historicistas, toma buena nota de algunas prácticas de esa línea de interpretación, compartidas por otros colegas que dirigen a esta formación (Afkham entre ellos): baquetas duras en el timbal, trompetas naturales, austeridad en el vibrato y tempi animados. La francesa puso el énfasis en el nervio y la vibración, lo que sin duda es plausible en este Beethoven trepidante y energético. Pero Beethoven vive además, de hecho quizá, sobre todo, de acentos y contrastes. De ellos nace, en buena medida, ese nervio, esa energía contagiosa que impregna esta tremenda partitura desde la contundente anacrusa inicial, repetida de manera obsesiva a través de todo el curso de la partitura con una aparentemente inagotable variedad de colores, matices e intenciones. Y, en este sentido, el recorrido de Stutzmann pareció limitado.
La precitada anacrusa inicial, que reclama a voces el ataque preciso y contundente, tuvo buena parte de lo segundo, pero poco de lo primero, tal vez porque el gesto indicador no fue todo lo nítido que sería deseable. El Andante con moto quedó correcto, pero pareció un tanto plano de matiz. Quizá porque se echó en falta, a lo largo de toda la interpretación, un dibujo más afinado en la gama piano de la dinámica, que resultó por ello estrecha. Los contrastes, así limados, vieron mermado su dramático efecto. Ejemplos que creo evidentes de lo mencionado son el comienzo del tercer tiempo (marcado con claridad pp) y la transición al último. Esta contiene repetidas menciones a sempre pp y más tarde ppp en la cuerda y pp en el timbal, pero lo que escuchamos fue varios grados de intensidad superior, especialmente por parte del timbal, que se alejó (debo entender que por indicación de la batuta, puesto que no observé gesto limitado alguno desde el podio) del deseable susurro. La explosión en ff del inicio del allegro final perdió así parte del brutal efecto que otros consiguen, empezando por el impreciso en gestos y ataques, pero magistral gestor de transiciones que era Furtwängler, o, por traer a colación a alguien más conectado con la vena historicista de Stutzmann, el impagable Harnoncourt.
Aunque el metrónomo beethoveniano del último tiempo es bien rápido (blanca igual a 84 en mi edición), lo cierto es que el que escuchamos lo pareció aún más. Arrebatada la coda final (precedida de un pasaje en el que resultó, al menos al firmante, algo extraño el excesivo ‘apianamiento’ de la orquesta para conceder un protagonismo especial al flautín), con un Presto que, en justa coherencia con el tempo previo, fue despachado a toda velocidad. La Nacional, que continúa en un estado de forma espléndido, ofreció una prestación notable teniendo en cuenta las circunstancias y las demandas que llegaban desde el podio. Sin duda merecen aplauso el esfuerzo y entrega de los músicos, ya mencionado antes. No era fácil, con las limitaciones de distancia, interpretar esta apasionante pero difícil sinfonía en esta tesitura y con el planteamiento, en algunos aspectos muy peculiar, de Stutzmann. El resultado, para el firmante, no alcanzó la altura del de la sobresaliente Pastoral de Afkham hace un par de semanas. El próximo eslabón de la cadena es la Novena, con Juanjo Mena (que ya la ofreció en las navidades del año pasado con la Sinfónica) en el podio.
Rafael Ortega Basagoiti