MADRID / OCNE: brillante cierre mendelssohniano
Madrid. Auditorio Nacional. VI-2021. Concierto nº 24 del ciclo Sinfónico de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Camilla Tilling, soprano. Maite Beaumont, mezzosoprano. Werner Güra, tenor. Director: David Afkham. Mendelssohn: Sinfonía nº 2 “Himno de Alabanza” op. 52.
La conocida como Segunda sinfonía de Mendelssohn, que como señalo en las correspondientes notas al programa, no es la segunda (en todo caso sería la cuarta) y tampoco es, propiamente, una sinfonía, debió realizarse en la aciaga temporada mutilada por la explosión pandémica. Bueno es, por su categoría como obra y por el propio carácter de su música y su texto, que haya servido para cerrar esta temporada de la Nacional que, contra viento y marea, no sólo se ha celebrado, sino que lo ha hecho con un excelente nivel y con una estupenda respuesta del público, noticias ambas que deben ser celebradas por todo buen aficionado.
El forzado aplazamiento ha traído consigo la coincidencia de que el día del primer concierto de este fin de semana se cumplieran justamente 181 años del estreno, nada menos que en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig, de esta gran sinfonía-cantata, como en realidad la tituló su autor. Es también feliz coincidencia ese lugar del estreno tan ligado a Bach. Y no solo porque Mendelssohn (bien que metiendo la pluma más allá de lo que hoy se consideraría aceptable) fuera decisivo en la recuperación de las grandes obras corales del que fuera Cantor en ese mismo templo, sino porque al firmante al menos se le antoja que, después del gran genio del barroco, nadie como Mendelssohn ha sabido envolver la esencia del coral luterano (tan emocionante en la sencillez de su devoto dibujo) con un ropaje orquestal tan finamente elaborado, elegante, trascendente, emotivo y solemne como el que construye Mendelssohn en esta y en otras de sus páginas corales… y sinfónicas, como el caso del soberbio movimiento final de su Sinfonía nº 5 “de la Reforma”.
La música de este Himno de Alabanza es majestuosa desde la fanfarria inicial de los trombones, más tarde recurrente en distintos formatos, hasta su majestuosa reaparición final para cerrar la partitura, en sus últimos compases, con una solemne grandeza y exaltación difíciles de igualar. Encuentra además Mendelssohn siempre el lugar adecuado para el lirismo (segundo motivo del allegro inicial, a cargo de violas y maderas), pero también para la devoción tan sencilla como emotiva, en el comienzo a capella del octavo número, sobre el sentido coral Dad gracias, todos, a Dios, e incluso, siquiera de manera fugaz, para el ramalazo de tensión y angustia que trae el tenor (nº 6), resuelto de manera jubilosa por soprano y coro en el número siguiente.
Una partitura, en fin, de gran belleza, que no se frecuenta quizá todo lo que debiera, y que (las cosas en música no suelen ocurrir por casualidad) explica bien a las claras por qué Mendelssohn escribiría, no mucho después, ese gran oratorio (también en más de una ocasión menospreciado por razones que no termino de entender) que es su Elías, partitura de la que quien fuera tantos años titular de la Nacional, Rafael Frühbeck, fuera apasionado y magnifico traductor.
Lo fue ayer también de este Himno de Alabanza David Afkham, cuyo entendimiento con los conjuntos nacionales parece mejorar cada día. El maestro alemán condujo la nave con envidiable solidez constructora, exquisita claridad de planos y estupenda intensidad de carácter, dibujado todo ello con su gesto siempre claro y preciso, sin exageración ni aparato y, como ya viene siendo habitual, sin batuta.
Brilló el primer tercio del movimiento inicial con grandeza, efusión e impulso. Las transiciones (así la del allegro inicial al allegretto un poco agitato que hace las veces de scherzo, donde se lució por primera vez, y no última, de manera extraordinaria el solista de clarinete) fueron manejadas siempre con fluidez e inteligencia. El maestro alemán construyó con la adecuada exaltación el clímax del séptimo número, con la respuesta coral al interrogante previo del tenor, y expuso también con exquisita claridad el dibujo contrapuntístico del último número, tal vez uno de los momentos más comprometidos para el coro, siempre expuesto con la enorme y obligada separación de sus componentes. Una interpretación, en suma, excelente.
La respuesta orquestal fue magnífica en todas sus familias. Se habló antes del solista de clarinete, pero lo propio podría aplicarse a oboe, fagot y flauta, al igual que a todo el metal (estupendos siempre los trombones y también la trompa, especialmente en el comienzo del dúo de soprano y mezzo) y a una cuerda de envidiable empaste y cuerpo, así como a Daniel Oyarzabal al órgano (instrumento que no figura en la orquestación de la edición de Breitkopf & Härtel, pero sí en la edición crítica de Carus, 1989, revisada 2001). Lo propio puede decirse también del esparcido coro, que superó distancia y mascarillas para acercarnos la música con la debida intensidad y riqueza de expresión, siempre correctos de empaste y entonación.
Suficiente sin más, sin brillantez, el trío solista, aunque la opinión hay que matizarla porque lo del canto con mascarilla somete a los solistas a una cruel limitación, no solo en hacer su texto inteligible, sino, sobre todo, en la proyección de la voz, que queda seriamente mermada.
En todo caso, un cierre brillante, jubiloso y feliz para una temporada que empezó con ganas (y también temores) y terminó de forma sobresaliente, con una música bellísima que agradeceríamos escuchar con más frecuencia. Hay que dar gracias, sin duda, de que, pese a todos los obstáculos y catástrofes, esta temporada haya podido hacerse. Nada más apropiado para su cierre que este canto de alabanza y agradecimiento.
Rafael Ortega Basagoiti