MADRID / OCNE: alto voltaje de Minkowski
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. Concierto Sinfonico 9 de la temporada de la OCNE. 4-XII-2021. Sylvie Brunet-Grupposo, mezzo. Julien Henric, tenor. Alexandre Duhamel, barítono. Orquesta Nacional de España. Director: Mark Minkowski. Obras de Lili Boulanger y Robert Schumann.
El penúltimo concierto sinfónico de este todavía no normal 2021 (noveno de la actual temporada) de la Orquesta Nacional tenía varios atractivos en el menú. El primero era la ocasión de escuchar la cantata Faust et Hélène, de la compositora francesa Lili Boulanger (1893-1918). Marie-Juliette Olga Boulanger, que tal era su nombre completo, era hermana menor (otras dos hermanas fallecieron sin alcanzar la primera infancia) de Nadia Boulanger (1887-1979), que sería mucho más longeva y, a la postre, más conocida.
Las hermanas Boulanger, nacidas y criadas en el ambiente de una familia musical, fueron sin duda verdaderas pioneras en muchos aspectos. Nadia fue compositora, pianista, organista, y, sobre todo, una docente estricta y exigente, de justa fama. La lista de sus discípulos es enorme, pero sobre todo bien explícita en cuanto a la categoría de los mismos: compositores como Elliot Carter, Aaron Copland, Astor Piazzola o Jean Françaix, e intérpretes como Daniel Barenboim, John Eliot Gardiner, Kenneth Gilbert, Ralph Kirkpatrick, Dinu Lipatti, Igor Markevitch, Stanisław Skrowaczewski, Henryk Szeryng o Narciso Yepes fueron alumnos suyos.
Nadia llegó a estar en dos ocasiones a punto de ganar el prestigioso premio de composición de Roma, pero sería la joven Lili la que lo hizo en 1913; con apenas 19 años, logró alzarse con el galardón justamente con esta cantata que nos ofreció la Nacional, dedicada a su hermana Nadia. Lili se convirtió así en la primera mujer en ganar tan prestigioso premio. Desgraciadamente, el mal que conocemos hoy como enfermedad inflamatoria intestinal o enfermedad de Crohn, un trastorno grave, pero para el que hoy se cuenta con tratamientos razonablemente eficaces, no tenía remedio en ese momento y terminaría prematuramente con su vida cuando aún no había cumplido los veinticinco años.
Por las mismas condiciones del certamen, la joven Boulanger tuvo que componer música sobre un texto concebido por Eugène Adenis para el concurso, inspirado en el Fausto de Goethe, con Helena de Troya como protagonista del deseo de un Fausto que sucumbe a las tentaciones de Mefistófeles.
La obra está escrita para mezzo (Helena), tenor (Fausto) y barítono (Mefistófeles), con una orquesta nutrida (maderas a 3, 4 trompas, 3 trombones, tuba, bombo, timbales, celesta, dos arpas y cuerdas) y, aunque denominada “cantata” tiene más el carácter de una “semi-ópera”. La escritura orquestal evidencia un talento extraordinario (especialmente teniendo en cuenta lo endeble del texto) y tiene una carga wagneriana indudable, carga que se diría “tristanesca”, porque son los ecos del Tristán e Isolda los que destilan en buena parte de su curso desde el mismo comienzo de la partitura. Quizá tiene menos atractivo la escritura vocal, que alcanza no obstante su punto más intenso en el dúo de amor de Helena y Fausto, y también en el momento en que los tres protagonistas se unen en el dramático trío final.
El segundo interés del concierto residía en el director invitado, Mark Minkowski (París, 1962), inicialmente fagotista en los conjuntos historicistas de René Clemencic y Philippe Pierlot y más tarde fundador y director del también historicista conjunto Les Musiciens du Louvre. Como otros directores procedentes de la esfera de lo históricamente informado, el músico francés ha expandido posteriormente su carrera y visitado el podio de formaciones sinfónicas convencionales de primera fila, como la Mahler Chamber, la Filarmónica de Berlín, la Orquesta de París, la Filarmónica de Los Ángeles o la Staatskapelle de Dresde, y en el campo operístico, donde además de brillar en la música del barroco francés y en títulos de Gluck y Mozart, ha ofrecido interesantes lecturas de obras de Offenbach y se ha acercado incluso a Wagner.
Minkowski es un director de apariencia y personalidad campechana, informal y extrovertido. Su puesta en escena es cercana y simpática, y su acercamiento musical, sin duda sentido y con notable implicación. El gesto desde el mando, como él mismo, es un tanto informal, más eficaz que claro, y tiene, también como su propia personalidad, su principal virtud en la energía y vitalidad desplegadas, más que en el especial refinamiento de la sonoridad, el control de los planos, la sutileza agógica, la finura en la articulación o la exquisitez en el fraseo.
De todo ello hubo evidencia en la interpretación de la obra de Boulanger. Aun siendo cierto que la nutrida escritura orquestal no facilita conseguir los matices en el extremo de la gama piano, no lo es menos que, por ejemplo, en el comienzo, donde apenas están presentes cuerda grave, violas y después, violines, y en el que la dinámica se mueve como máximo en el mezzoforte pero con bastante predominio del piano, pudo haberse conseguido más misterio (en esa línea de la herencia wagneriana apuntada antes) del que nos llegó.
Lo mismo cabe decir de la parte cantada, con el tenor, por ejemplo, ofreciendo lo que sonó como un mf-f en vez del pp prescrito sobre las palabras Ah Hélène. Con todo, la interpretación tuvo la intensidad y entrega que siempre pone sobre el atril el músico francés, y nos llegó con la calidad más que suficiente para apreciar el valor de la partitura (levantada al final por Minkowski para la ovación del público) y dejarnos también con la pregunta sin contestar de hasta dónde hubiera podido llegar el sobresaliente talento de esta mujer de no haberse truncado su vida de manera tan prematuramente cruel.
Respondió muy bien la Nacional, con estupendos solos del concertino (no identificado en el programa de mano) y del chelo solista, Miguel Jiménez, y con corrección el trio de solistas vocales, todos ellos portadores de voces suficientes, que no deslumbrantes. El tenor Henric evidenció algún apuro en el si agudo y pudo haber sido más sutil, como ya se apuntó, en alguno de los matices.
La Primera Sinfonía de Schumann completaba el programa, y con ella se cerraba también el ciclo sinfónico dedicado por la ONE al compositor de Zwickau, que nos ha traído dos de las sinfonías de la mano del titular Afkham (Renana y Segunda) y otra más por Mena (Cuarta). Minkowski, lo que era previsible, impregnó su acercamiento con gotas de historicismo, desde los tempi, marcadamente vivos, a la inclusión de trompetas naturales en la plantilla (con lo que se logró un colorido tímbrico de indudable atractivo) aunque no pareció que, en cambio, demandara especial austeridad en el vibrato de la cuerda.
La lectura tuvo, qué duda cabe, intensidad, nervio y voltaje, ya desde el comienzo, decididamente más marcial que solemne, del Andante un poco maestoso. El subsiguiente Allegro molto vivace se planteó a altas revoluciones, que al firmante le hicieron temer por la consistencia del animato con el que culmina el movimiento. En efecto, tuvo éste la exaltación y efusión deseables, y Minkowski, nada conservador en lo que a tomar riesgos se refiere, no cedió en el citado animato, empujando la velocidad y pagando el relativo precio de una cierta pérdida de claridad en la articulación, pero también con el indudable dividendo del voltaje obtenido en ese fulgor final. Qué mejor demostración de la electricidad alcanzada que los entusiastas aunque extemporáneos aplausos de un sector del público, que demostraron que el director francés había conseguido llevar al menos a una parte del personal al límite de la incontinencia ovacionadora.
Bien cantado y matizado el Larghetto, aunque sin la medida última de la sutileza en la expresión de su evidente encanto lírico. Acertadamente manejada la transición al enérgico Scherzo, con vibrantes tríos y correctas inflexiones. El allegro animato e grazioso final, ejecutado con repetición (como también el primer movimiento) tuvo más de lo primero que de lo segundo, devolviéndonos al fuoco en el que descansó toda la interpretación. El solista de flauta brilló en su breve cadencia antes de la reexposición y Minkowski pudo haber planteado de manera más progresiva y literal el poco a poco accelerando final.
Pareció prescindir éste de la primera parte de la indicación para centrarse en la segunda, elevándose de nuevo la tensión y provocando una nueva explosión prematura de aplausos justo antes de hacerlo cuando correspondía, una vez terminada la obra.
Respuesta excelente de la orquesta a la exigente demanda de velocidad del francés, e interpretación, en suma, de muy notable intensidad, acogida calurosamente por el público, bien diferente de la también muy intensa pero notablemente más refinada y contrastada de la Segunda ofrecida por Afkham hace un par de semanas.
Rafael Ortega Basagoiti