MADRID / Narciso se indaga, Pierrot se encubre
Madrid. Teatro de La Abadía. 22-II-2024. Xavier Sabata, dirección e interpretación. Solistas de la Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección musical: Jordi Francés. Schoenberg: Pierrot Lunaire.
Se trata de un espectáculo en que el Teatro Real coproduce con el Teatro de La Abadía. No es un montaje desconocido, ya se vio en el Liceu de Barcelona. Sigue siendo una apuesta arriesgada.
Hay que confesar, ante un espectáculo como éste, que el enigma se apodera de quien ahora escribe esto. Es primero un mito, el de Narciso, con mediación de Ovidio y sin las dimensiones patológicas del narcisismo, ya teorizado por Freud en su ensayo de 1919, patología cuyos iconos han evolucionado mucho en estos cien años. Es aquí Narciso algo así como el héroe que trata de conocerse, saberse. Nos queda a no pocos el mal sabor de la exaltación del yo: época más individualista que cualquier otra anterior, por la atomización de los individuos y, al mismo tiempo, amenazada por la presión del grupo, la tribu, la nación. Xavier Sabata, en cualquier caso, susurra de tal modo su Narciso (pese a la megafonía) que parece evidente que no quiere que se entienda todo el texto, sino la expresión del personaje que surge de la tierra y trata de saberse, el peligro del que advirtió Tiresias. Es la parte monólogo del espectáculo, y el enigma ya nos puede como espectadores, aunque vemos que Narciso no se mira: se busca.
Llega después Pierrot para hacerlo más intrincado y, al mismo tiempo, más visual. No más dramático, porque el Schoenberg dramático de aquella época era el de Erwartung, que no se estrenó hasta 1924, en el que hay acción y conflicto (¿ella, consigo misma?), en el que hay cambios métricos temibles; mientras que Pierrot Lunaire (que no es mito, sino avatar de uno de los tipos de la commedia dell’arte) acumula imágenes, alusiones, acaso símbolos, y su pequeño conjunto instrumental abrió vías para el color y la dicción que tuvieron especial influencia. Si una es expresionista y sicologista (el libreto era de Marie Pappenheim, austriaca médica y socialista, nacida en lo que ahora se llama Bratislava, de vocación vienesa), la otra es una pieza inspirada en el Kabaret y desarrollada a partir de textos simbolistas (Giraud). Pierrot parece más Arlecchino que ese ingenuo muchacho ganado por el estupor, la confusión y un amor fallido.
Pierrot Lunaire se aparta de las aristas que nos hieren en casi todas las obras de Schoenberg. Y no es que Pierrot provoque placeres, porque en esa secuencia hay algo inquietante; no es misterioso, ni siquiera sé si es un enigma (si acaso, serían 21 enigmas: 7 x 3… ¡y Pierrot es el op. 21 del compositor!). Ahora bien, la voz, recitado sometido a ritmo y a notación, a alturas, tiene que evitar el canto. Sabata lo consigue al hacer frente a esa otra fuente de enigmas, el pequeño conjunto instrumental; es más actor que somete el Sprechgesang que cantante (es contratenor) que evitase una línea de canto. Además, Xavier Sabata se sale de una tradición: esta obra la recitan siempre voces femeninas. Pero no hay razón para ello, al margen de que el encargo fuera de Fräulein Ziehmer. 1912, sí, año de la primera guerra balcánica, todo un preludio siniestro. Además, la presencia imponente de Sabata también se opone a las delicadas propuestas de la tradición.
Convertir Pierrot Lunaire en drama es arduo. Precisa de un actor que sugiera personaje; no hay personaje, no hay que engañar el público. Pero ha habido acercamientos teatrales, sin ser plenamente dramáticos (esto es: sin la secuencia conflicto, crisis, catástrofe). En la red pueden acceder a la versión de Anja Silja, Ensemble Intercontemporain y Pierre Boulez, con puesta en escena de Gilles Aillaud. Lo que tantea y consigue Sabata es muy diferente, pero es también el intento de hacer que ese Pierrot, tan ajeno a la commedia y que en ocasiones roza lo siniestro (lo Unheimlich de Freud), se convierta en personaje teatral.
El Pierrot traducido de Otto Erich Hartleben es distinto al original del belga Albert Giraud, aunque solo sea porque palabras como la sangre o la luna (signos más que palabras) no son femeninas en el texto alemán. Al margen de las libertades que se tomó Hartleben, acaso porque traducir poesía llena de sugerencias (como ésta), llena de cosas que parecen rotundas y no lo son (como éstas), precisa de reescrituras.
Hay, pues, una primera parte cuyo sentido no acabas de comprender. Hay una segunda parte en la que un conjunto de cinco virtuosos, espléndidamente preparado y dirigido por Jordi Francés, se opone o acaso acompaña a una voz que se debate entre la auto ironía y el terror. El Pierrot de Schoenberg sugiere, señala y hasta bromea; no cabe convertirlo en rotundo.
Dicho todo esto, hay que insistir. Para mí, este espectáculo es bello, pero es un enigma. Podría buscarle explicaciones, los críticos suelen ser atrevidos cuando no osados. Y la propuesta de Sabata, con el extraordinario apoyo de Francés, merece algo más que respeto sin llegar a la reverencia. Un nuevo experimento de la temporada del Real, pero fuera del Real: en ese teatro que vimos inaugurarse hace ya tantos años, la Abadía, con sus dos escenarios y ese ámbito que fue sacro; con propuesta como las de Sabata, lo es todavía.
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Javier del Real)