MADRID / Mariss Jansons, ‘In memoriam’

Madrid. Auditorio Nacional. 12-XII-2019. Martin Fröst, clarinete. Ricarda Merbeth, soprano. Olesya Petrova, mezzo. Josep Bros, tenor. Steven Humes, bajo. Orquesta de Cadaqués. Coro Estatal de Letonia. Director: Gianandrea Noseda. Obras de Mozart y Beethoven.
Varias eran las memorias que coincidían en el concierto de despedida de la Orquesta de Cadaqués en el Auditorio Nacional. La formación nació en 1988, justo el año en que se inauguró la sala en la que ayer se despedían. Y, de hecho, apenas una semana tras la inauguración, el Coro y la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera, bajo la dirección de Wolfgang Sawallisch, interpretaban justamente la Missa Solemnis de Beethoven, concierto que también pasó a la memoria por otra razón bastante chusca: la sonora intervención de un gato atrapado en las recién estrenadas conducciones de aire; el gato no pudo ser extraído y nos dio la misa, como oportunamente reseñé en la columna de humor que por entonces tenía en Scherzo quien esto firma… ¡qué tiempos!
El destino, en fin, ha querido que este concierto se dedicara, en decisión tan oportuna como cabal, a la memoria del recientemente fallecido titular del conjunto bávaro, Mariss Jansons. El dibujo del concierto (idéntico al de los ofrecidos por la misma formación en Barcelona y Zaragoza en esta gira de despedida) era, por lo demás, algo atípico. Parece, o al menos a eso nos hemos acostumbrado algunos, que la Missa Solemnis es una partitura suficientemente densa e intensa, además de extensa, como para justificar su presencia aislada en el programa, por lo que, en cierto modo, sorprendió la inclusión del crepuscular, pero maravilloso, Concierto para clarinete K. 622 de Mozart. En todo caso, no seré yo quien no reciba con los brazos abiertos la formidable música del genio salzburgués, y menos cuando se cuenta con un solista tan estupendo como Martin Fröst.
Utilizó el sueco, creo que con acierto, un clarinete de basset moderno para su interpretación mozartiana, y empleó lógicamente la edición de la partitura para dicho instrumento. Resaltó con ello la sonoridad un punto más oscura que la del clarinete convencional, lo que amplifica el color melancólico de esta emocionante música postrera, especialmente en ese sublime canto del adagio, realizado de forma magistral por Fröst, con una articulación, elegancia en el fraseo, exquisito matiz y absoluto dominio de la respiración y los reguladores del todo extraordinarios. Luminoso también el Rondó final, y elegante, creativa pero nunca excesiva, su introducción de adornos en los momentos oportunos, incluida la semicadencia del segundo movimiento. El éxito fue grandísimo, y recuperado el clarinete convencional, Fröst ofreció como propina un arreglo sobre la canción Nature Boy, de Eden Ahbez, que dejó a la audiencia estupefacta y admirada ante el juego asombroso de efectos y colores que desplegó.
Decía antes que la Missa Solemnis de Beethoven es obra densa e intensa. Se ha dicho, creo que con razón, que Beethoven enfrentaba en ella sus propias dudas y angustias. Hay mucho de ello en esta música. Para empezar, la escritura a menudo inclemente para las voces, permanentemente exigido el coro en la zona más aguda y comprometida de la tesitura, en un esfuerzo agotador, casi inhumano, como si se persiguiera tras ello una suerte de ascenso a los cielos que en el fondo se sabe imposible. Hay mucho dolor, mucha angustia y mucha urgencia en esta partitura demoledora, incluso en algunos dibujos rítmicos que parecen irregulares, tal vez intencionadamente dubitativos, como si solo ocasionalmente hubiera lugar para la paz y la esperanza. Hay sorprendente desgarro en esa llamada militar, belicista, en algún momento del Dona nobis pacem, que, sin embargo, termina casi languideciendo, como si faltara algo, como si algo quedara en el aire.
Dar con la construcción correcta de tan compleja partitura es, pues, una tarea extraordinariamente difícil. Giandrea Noseda [en la foto] afrontó la misma con determinación y claridad en el mando, sin concesiones en un planteamiento de tempi generalmente vivos (quizá incluso algo excesivos en el allegro moderato del Quoniam y el allegro ma non troppo de la sección final del Gloria, que parecieron un punto apresurados respecto al Presto conclusivo), algo plausible para resaltar esa urgencia inquietante antes comentada. Su lectura fue siempre clara en los planos y el dibujo contrapuntístico, y firme en el manejo de los nada fáciles cambios de ritmo. Tuvo, en ese sentido, la temperatura adecuada. Le respondió con notable prestación la orquesta en su despedida, aunque personalmente creo que, frente al relativamente nutrido coro, la plantilla de cuerda (16 violines, 6 violas, 5 violonchelos y 4 contrabajos) quedaba algo corta.
Magnífico el coro letón, empastado, maleable, siempre seguro y matizado en una interpretación de la que su llorado compatriota Jansons se hubiera a buen seguro sentido orgulloso. Desigual el cuarteto solista, también muy exigido en ciertos momentos. Dominó el volumen de Merbeth (con un vibrato excesivo y una emisión que tendía a la estridencia) y Bros sobre sus colegas, pero, en realidad, el Benedictus y el comienzo del Agnus nos mostraron que lo mejor del cuarteto se encontraba en las voces de Petrova y Humes, más redondas, de matiz más cuidado y expresividad más convincente. Interpretación, en todo caso, que dibujó con acierto ese mensaje emocionalmente demoledor.
Cuando la Missa Solemnis deja apabullado al oyente, es que toda esa mezcla de urgencia, angustia, duda, dolor, súplica y desgarro ha llegado al oyente con suficiente intensidad. Noseda y sus conjuntos lo consiguieron ayer en buena medida. Justo es, por supuesto, que el éxito coronara lo ofrecido y que el público, que antes, con el parlamento introductorio de Noseda, había expresado con claridad su cariño y agradecimiento hacia Alfonso Aijón, hiciera lo propio con Noseda y el resto de los interpretes de este concierto memorial que, además del recuerdo de Jansons, honró también el de la propia orquesta en esta despedida.