MADRID / Mariinski-Gergiev: brilló el héroe de Strauss

Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 2-II-2022. Ciclo La Filarmónica. Nelson Goerner, piano. Orquesta del Teatro Mariinski. Director: Valery Gergiev. Obras de Brahms y R. Strauss.
A despecho de severos ataques del virus, el más reciente recogido con polémica interna en la propia orquesta según el blog de Norman Lebrecht (citando a la prensa rusa), volvió la orquesta del Mariinski a Madrid bajo la batuta de su titular, Valery Gergiev, en el contexto de una apretada gira por España que comprende conciertos en Oviedo, Barcelona, Madrid, Zaragoza, Alicante (dos conciertos) y Murcia. Durante la gira, se rotan, como es habitual, varios programas, y también varios solistas. Además de Nelson Goerner, al que hemos visto en el concierto de Madrid, actúan con la orquesta rusa el violinista Fumiaki Miura y el violonchelista Jonathan Roozeman. La rotación, como veremos, tal vez no está exenta de cierto peaje.
Valery Gergiev (Moscú, 1953), discípulo en San Petersburgo de Ilia Musin (1904-1999), a su vez autor de un importante tratado sobre la técnica de dirección orquestal y maestro de otros directores ilustres como Semyon Bychkov y Yuri Temirkanov, es probablemente el director más hiperactivo del panorama actual. El documental realizado sobre el maestro ruso, titulado No pueden empezar sin mí, que puede verse (en inglés) en este enlace, describe bien a las claras el frenético ritmo de actividad de Gergiev, que no solo dirige la orquesta y actúa como gran gerente de todo el complejo Mariinski, sino que además aparece cada dos por tres al frente de otras orquestas, como las Filarmónicas de Viena y Múnich (de esta última es también titular), Sinfónica de Londres, Festivales de Bayreuth y Salzburgo, o Metropolitan de Nueva York.
Lleva su actividad literalmente al límite de lo posible, y a veces (no hace mucho en Bayreuth, por no comparecer en los suficientes ensayos, que tenía que compatibilizar con actuaciones en Salzburgo, o también en Viena, donde un fallo en uno de los ajustadísimos planes de viaje obligó a su sustitución a última hora) la cuerda se ha terminado rompiendo. Pese a ello, aún leemos, hoy mismo (de nuevo en el blog de Lebrecht), que el 25 de este mes Gergiev tiene previsto actuar en Moscú y en Nueva York, aprovechando la diferencia horaria. No quiero pensar lo que puede pasar como haya algún retraso en el vuelo…
Gergiev es director de una gestualidad singular. Le hemos visto con batuta convencional, con batuta reducida y con batuta mínima, casi un mondadientes, pero también sin batuta. Ayer disfrutamos de la modalidad mondadientes. Prescinde del podio y eso le permite una movilidad y cercanía muy especiales a los primeros atriles. La mano derecha marca, no siempre con claridad diáfana, en una curiosa combinación en la que la mini batuta es sostenida con pulgar e índice mientras los otros tres dedos dibujan un rápido temblor que imprime cierta electricidad al gesto. En ciertos momentos, esa electricidad se transmite a la mano entera. La izquierda a veces acompaña a la derecha (eso de lo que abominaba Richard Strauss) y en otras indica entradas, matices o acentos.
La mirada penetrante (pone mucho énfasis en eso en sus clases, como lo hacía su maestro), expresiva y, por momentos, si uno se pone en la piel del músico de orquesta, no exenta de cierto cariz estremecedor, consigue estupendos resultados. El carácter, habitualmente afable, puede volverse agrio (véase algún arrebato en el documental citado) en ocasiones, y el inmenso poder que tiene en Rusia (es una persona muy cercana a Vladimir Putin) probablemente contribuye a que la disciplina se observe de manera, digamos, estricta.
Pese a esa hiperactividad (según propia confesión su agenda comprende unos 200 conciertos anuales), el talento y versatilidad de Gergiev son indudables, y ha transitado, con la orquesta del Mariinski y con algunas otras de las citadas, con excelencia por repertorios variados, de Bruckner a Mahler, de Wagner a Strauss, de Chaikovski o Mussorgski a Prokofiev y Shostakovich.
Cuenta, además, en el puesto de concertino, con el lujo de un violinista excepcional como el rumano Lorenz Nasturica-Herschcowici (Bucarets, 1962), concertino tanto en Múnich como en San Petersburgo. Personaje, como el propio Gergiev, singular, y como él, de carácter no fácil. Pero, como luego veremos, un violinista excepcional que ayer volvió a demostrar su clase.
La primera parte del concierto madrileño de ayer se ocupó por un verdadero miura del repertorio concertístico de piano: el Segundo concierto de Brahms, escrito entre 1878 y 1881 y por tanto muy distanciada del Primero, fechado veinte años antes. Es también distinta la concepción, con cuatro movimientos, ambiciosas dimensiones y un carácter incluso más sinfónico que en el Primero, incluyendo un bellísimo diálogo con el violonchelo solista en el tercer movimiento. Y es, asimismo, diferente el carácter. Conserva muchos momentos de arrebatada pasión (sobre todo en buena parte de los dos primeros movimientos) pero es evidentemente más lírico en general, especialmente en el mencionado tercer movimiento y en el bastante desenfadado cuarto, manteniendo alejados los tintes trágicos del op. 15.
Ese carácter generalmente menos tempestuoso, es, sin embargo, engañoso en un aspecto: como casi todo Brahms, la partitura es una prueba de fuego para el pianista, exigido al máximo en la solvencia de su técnica, la precisión de su mecanismo y la variedad y corpulencia de su sonido. El solista se ve enfrentado a la necesidad de cantar con delectación en el tercer tiempo, pero también en muchos momentos de los otros tres. Sin embargo, la conjunción de una escritura tan evidentemente vertical del compositor de Hamburgo con una orquesta de no corta dimensión reclama igualmente un sonido poderoso, lleno y bien diferenciado en el matiz.
El argentino Nelson Goerner (San Pedro, 1969), discípulo entre otros de María Tipo y ganador del concurso de Ginebra en 1990, ha desarrollado una notable carrera y formado parte, en dos ocasiones, del jurado del Concurso Chopin (la última vez en el celebrado recientemente tras el parón pandémico), en el que obtuvo un sexto premio en 1995. No es Goerner pianista de físico rotundo, y eso, en repertorio como el descrito, no ayuda especialmente. Su prestación ayer evidenció un mecanismo muy solvente, sólo en alguna ocasión no del todo nítido, quizá por un pedal algo largo. El sonido alcanza intensidad, sin duda, pero en la gama forte pareció poco diferenciado entre las distintas indicaciones de Brahms, con el forte muy igualado al fortissimo. La cualidad se afecta en ese extremo, impregnándose entonces de cierta dureza. Los mejores momentos de Goerner vinieron en el canto del andante.
Otro ingrediente por el que la interpretación, notable en todo caso, no terminó de alcanzar esa medida que diferencia la que se puede disfrutar de la que se recuerda tiempo después, fue el acompañamiento, o para ser más exactos, la conexión entre solista, director y orquesta. Hace tiempo que muchos solistas se quejan, con razón, de que los conciertos con solista no se ensayan lo suficiente. Es una de las razones por las que uno de los pianistas más excepcionales de la actualidad, Grigory Sokolov, decidió dejar de actuar con orquesta. Ayer hubo muchos momentos (al principio de los dos primeros movimientos, también en el diálogo con el chelo en el tercero, por lo demás bien realizado por el solista de la orquesta rusa, e incluso algunos ataques desajustados entre solista y orquesta) en que tal conexión pareció no alcanzarse. El acompañamiento quedó así simplemente en lo correcto, pero hasta la propia calidad de la orquesta pareció algo apagada respecto a lo que nos tiene acostumbrados. La impresión fue, sí, que quizá faltó algún ensayo. Queda la duda de si la rotación de obras concertantes y solistas pagó el peaje antes comentado en cuanto a tiempo de ensayo. El éxito obtenido fue grande, no obstante, y el argentino regaló una bien cantada y matizada interpretación del Intermezzo op. 118 nº 2 del propio Brahms.
También es de ambiciosas dimensiones y abundante y rica orquestación el poema sinfónico Una vida de héroe op. 40 (1898) de Richard Strauss, colosal composición en seis episodios interpretados sin solución de continuidad que constituye sin duda uno de sus más brillantes logros en el género. Más allá de si se trata de una obra de tintes autobiográficos o no, es una partitura de impactante y excepcional intensidad narrativa, con excelente manejo de la técnica del leitmotiv.
Y aquí es donde casi dio la impresión de que asistíamos a un concierto con una orquesta y director diferentes. Gergiev sacó a relucir todo su talento, su contagiosa energía, su control de planos y su inteligencia en el dibujo de esta gran narración sinfónica, en la que todos los elementos quedaron planteados con exquisita claridad y diferenciación. Tuvo grandeza épica el primer episodio (El héroe), con una bella y grande sonoridad de cuerda y trompas, y acidez el segundo (los adversarios del héroe), en el que brillaron todos y cada uno de los solistas de viento madera.
En el tercero (la compañera del héroe) emergió la figura de Nasturica. Uno se explica muy bien por qué las audiciones para violinistas de orquesta están salpicadas de los endemoniados pasajes de Strauss. El comienzo del Don Juan y los temibles y largos solos de esta Vida de héroe ponen a prueba al más pintado. Nasturica los despachó con insultante facilidad y absoluta perfección, además de ayudar significativamente a su director en el liderazgo de su sección y de la orquesta entera. La capacidad del rumano es tan sobrada que en alguna ocasión, sin dejar de tocar, se permitió volver la cabeza para lanzar alguna mirada, digamos que penetrante, hacia algún compañero de sección que tal vez se había distraído momentáneamente.
Imponente el cuarto episodio (el héroe en la batalla), en el que brillaron de forma muy especial las trompetas, y de rico colorido el quinto (las obras del héroe en la paz), que contiene numerosas citas del propio Strauss (muy evidentes las de Don Juan y Zaratustra, pero también hay de Till Eulenspiegel, Muerte y transfiguración, Macbeth, Don Quixote y hasta canciones y su ópera primeriza Guntram) y que constituye tal vez la parte en la que el posible carácter autobiográfico parece más patente. Sereno y cantable en su mayor parte el último (la retirada del héroe y su consumación), es significativa la recuperación del solo de violín y la fanfarria final, otra alusión al comienzo de Zaratustra, que culmina en un fortissimo que apabulla en su ataque pero emociona por transmitir sin embargo una singular sensación de paz en el diminuendo final.
La orquesta pareció, de principio a fin, transfigurada respecto a lo que habíamos escuchado en la primera parte. Una cuerda magnífica y un viento, tanto madera como metal, brillante y matizadísimo desde el primer al último instrumentista. Así lo entendió el público, que pese a lo avanzado de la hora (la obra de Strauss estaba comenzando al filo de las nueve de la noche), aplaudió con calor, de forma destacada y merecida al concertino Nasturica, hasta que obtuvo un hermoso regalo: el scherzo de El sueño de una noche de verano de Mendelssohn, en el que la cuerda volvió a mostrar su capacidad de articular con empaste y precisión la florida escritura de Mendelssohn, y en el que la solista de flauta, que ya se había lucido en Strauss, destacó de forma especial.
Concierto, en fin, con una primera parte correctísima aunque más gris, y una segunda realmente magnífica, bien demostrativa de la excepcional calidad de sus intérpretes. Uno simplemente se queda, tal vez, con un solo interrogante tras esta estupenda interpretación. ¿De qué serían capaces orquesta y director si tal vez el ritmo de actuaciones fuera algo menos frenético y pudieran ensayar aún un poco más?
Rafael Ortega Basagoiti
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