MADRID / Luces y sombras en el ‘Giulio Cesare’ de Andrea Marcon
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 23-V.2021. Ciclo Universo Barroco del CNDM. Haendel: Giulio Cesare. Emöke Baráth, soprano (Cleopatra), Beth Taylor, mezzosoprano (Cornelia), Carlo Vistoli, contratenor (Giulio Cesare), Carlos Mena, contratenor (Tolomeo), Juan Sancho, tenor (Sesto Pompeo), José Antonio López, barítono (Achilla). La Cetra Barockorchester Basel. Director: Andrea Marcon
En su encomiable recorrido por la producción operística de Georg Friedrich Haendel, el ciclo Universo Barroco, tras abordar títulos tan señeros como Tamerlano, Alcina, Ariodante, Orlando o Serse, tenía que recalar, antes o después, en Giulio Cesare, el mayor monumento operístico del sajón y uno de los dramas indispensables de la historia de la música. Los mimbres con los que, a priori, se había tejido la versión anoche escuchada invitaban al optimismo —un optimismo en todo caso contenido—; sin embargo, el resultado final supo a poco: luces y sombras, como se ha descrito en el título.
Lo sombrío —crepuscular, me atrevería a decir— comienza por el sustento musical: la orquesta. No habrá que repetir aquello de que lo apretado de los presupuestos exige limitar los efectivos o que las dimensiones de la sala sinfónica del Auditorio Nacional no benefician precisamente este tipo de acercamientos con escaso personal. Y no hay que repetirlo, porque se ha escuchado a formaciones de parecida plantilla sonar con potencia y llenar el amplio espacio (desde Il Pomo d’Oro hasta The Sixteen). Por lo tanto, la causa habrá que buscarla en otro lugar, para mí desconocido. La orquesta, en efecto, sonó apagada, plana, sin brillo ni color, difusa y con escasa proyección. Hubo un constante desequilibrio entre los instrumentos agudos y los graves, que casi no se escuchaban. Al margen de que, por lo general, en las óperas de Haendel, se privilegia una estructura en trío, donde las dos partes de violín suenan al unísono, con el eventual concurso de las violas, completando la estructura los bajos y la voz, es la primera vez que recuerdo esta falta de balance tan acentuada. Por momentos uno estaba tentado de gritar: ¡más bajos! Un contrabajo, un par de violonchelos y un fagot adicionales habrían permitido resolver la papeleta.
Las intervenciones solistas tampoco fueron para echar cohetes, con unas pifias muy poco presentables de la concertino en la encantadora Se in fiorito ameno prato. Y es que se desperdiciaron gran parte de los incontables momentos que Haendel proporciona para el lucimiento (¿por qué no hacer una cadencia con la trompa en la soberbia Va tacito?). En el lujurioso orgánico que Haendel proporciona para que Cleopatra seduzca a Cesare (V’adoro, pupille) la viola da gamba y el arpa eran elementos decorativos, dada la ausencia de sonido.
Otro grave problema fue la dirección. Andrea Marcon pareció tener prisa en terminar: ágil, cuando no veloz, limpio y aseado, pero completamente plano, sin dinámicas, acentos, profundidad… Es una verdadera lástima que una composición que ofrece tantísimas oportunidades dramáticas se desperdicie de semejante manera.
En el reparto hubo de todo. Carlo Vistoli hizo un buen Cesare: tiene técnica y mucho temperamento. Hizo muy bonitas las arias líricas y se manejó bien con la coloratura —meritorio, dadas las velocidades que imprimió Marcon—, pero un servidor, que ha escuchado muy buenos contratenores en el papel (desde Andreas Scholl a Lawrence Zazzo) está convencido de que este papel solo puede abordarse con garantía por una mezzo de categoría (¡ay, Sarah Connolly!). Lo mejor del reparto, a mucha distancia, las dos féminas. Emöke Baráth, quien debutó hace nueve años como Sesto, hizo una Cleopatra excelente, sensible, expresiva, matizada, proporcionando todo su contenido a uno de los mejores —es más variado con seguridad— roles femeninos de Haendel. Con su bella voz y su excelente técnica (agilidades sin esfuerzo aparente), se situó muy cerca de la insuperable Sandrine Piau, la mejor Cleopatra de la historia. Beth Taylor, de timbre muy bonito, hizo una Cornelia estupenda, más juvenil y con menos peso y oscuridad de lo habitual. Emocionante su Priva son d’ogni conforto.
Mi admirado Juan Sancho no tuvo su noche. Tras sus soberbios Bajazet (Tamerlano) y Grimoaldo (Rodelinda) parecía destinado a rematar gloriosamente con este Sesto pasado a tenor en las representaciones de 1725 su trilogía Borosini. No pudo ser, quedando solo en una interpretación aseada. Por otra parte, si uno dedicase su tiempo en repasar los incontables papeles de Haendel aptos para contratenor, con seguridad el que menos casa con la personalidad musical de Carlos Mena es Tolomeo, que, por una vez, exige un histrión y no un profesional tan serio como el vitoriano. José Antonio López, para concluir, hizo un buen Achilla: bien cantado, con bello timbre y muy bien actuado.
Uno, que pudo presenciar el glorioso Giulio Cesare de la gira que Jacobs y la Freiburger Barockorchester hizo en 2008, ya puede morirse tranquilo. El resto del público madrileño tendrá que aguardar mejor ocasión.
(Foto: Rafa Martín)
Javier Sarría Pueyo