MADRID / Ligeti. El fantasma de Bartók y la carga de la vanguardia
Madrid. Teatro Fernando de Rojas. 26-XI-2023. Círculo de cámara. Círculo de Bellas Artes. Cuarteto Diótima. Obras de György Ligeti.
Cien años de Ligeti. El ciclo Círculo de cámara lo celebra con un concierto cuya lógica es palmaria: los dos cuartetos de cuerda del compositor húngaro y piezas allegadas. Impresiona todavía hoy el cuarteto ‘Metamorfosis nocturnas’, concluido en 1954, cuando el compositor no había cumplido los treinta y desarrolló aquí lo que su compatriota Kurtág consideraba el posible Séptimo Cuarteto de Bartók. Este cuarteto es en un solo movimiento; en rigor, se compone de diecisiete episodios internos que se unen por sutiles transiciones, no mediante estrictas modulaciones. Si el joven autor pretendía continuar y trascender el legado de Bartók, lo consigue mediante un clarísimo amor por la obra de éste, cuando han pasado ocho, nueve años de su muerte en el exilio ultramarino. Ha terminado la guerra, ha transcurrido el tiempo de limpiezas nacionales (étnicas, las llaman), hay un equilibrio europeo y una guerra fría. Hungría, que estaba en el bando perdedor según su costumbre inveterada, cae en pleno glacis soviético y se le imponen hasta sus manías estéticas. No solo hay que cumplirlas estrictamente, incluso hay que adelantarse a ellas. Por ejemplo, prohibiendo que se toque una obra como Metamorfosis nocturnas, un hermoso cuarteto lleno de imaginación artística de quien iba a exiliarse pronto de aquella asfixia. Fue el momento más intenso y bello de esta velada en la que el Cuarteto Diótima mostró el arte del drama musical (el drama no solo como conflicto, sino como itinerario) y de la conjunción de artistas en uno solo. Aquí hubo belleza y hubo actuación artística, porque el discurso tenía su lado expresivo; humano, pero no humano en demasía. Era belleza, sí. La belleza no es (diría yo) un arma de dos filos; pero los que la invocan a menudo ondean al menos esos dos filos. Así que, seamos prudentes en los calificativos. El Curteto Diótima daba belleza de la mejor ley, aquella en la que no se llora ni solo se piensa, aquella que te deja tocado y en suspenso. Algo así.
Comenzaba el recital con Balada y danza para dos violines, y Andante y Allegretto para cuarteto, ambas de 1950. El joven Ligeti en pleno aprendizaje en un país destruido, como casi todos los de Europa Central. Bellas páginas que motivan el Cuarteto de 1954. Una brevísima pieza tardía, Homenaje a Hilding Rosenberg, para violín y violonchelo, evocaba los homenajes póstumos de Stravinsky. Solo que el profesor Rosenberg estaba vivo en ese año 1982, era un regalo por su aniversario nonagésimo. Poética densa, que no es tanto regreso a los orígenes como muestra el hartazgo de los propios vanguardistas (hartazgo de sí mismos, podríamos decir, salvo en casos como la empresa familiar de Stockhausen) en la década de los ochenta.
El Cuarteto de 1968 es una espléndida muestra de búsquedas ingeniosas, cinco breves movimientos que parecen cinco temperamentos y en los que abundan algunos de los lugares comunes de la vanguardia de posguerra, como la obsesiva búsqueda de esquivar la frase; no hay frases, ni siquiera se apuntan, hay notas tenidas en alguno del los instrumentos que permiten el paso a esos hallazgos gramaticales que tanto gustaban a las huestes de los nacidos en la década de hace cien años. Uno de ellos, y que afecta a la música de la segunda mitad del siglo XX, no solo a la vanguardia, es lo que podríamos llamar el inopinado fortissimo. Este tipo de fortissimo era uno de los mecanismos que permitían esquivar o al menos disimular la ausencia de ideas. Es insistente a lo largo de muchos años; no se salva ni Tippett, aunque sí Britten, éste del que se supone que Boulez sugirió con su habitual sutileza brutal que no era un compositor. Hay movimientos, como el llamado Come un mecanismo di precisione (esto ya dice mucho), una ingeniosa secuencia de pizzicati de todo tipo en algo más de tres minutos, una gran búsqueda sonora que hoy sí vemos inane, tal vez no en 1968: fragmento para ver, el audio solo puede llamar a confusión. Con el Cuarteto de 1968 pasamos, en efecto, a hablar de gramática y de hallazgos ingeniosos, no de drama o su contrario, la pura diversión sonora. Ni Ortega hubiera previsto tal deshumanización del arte, prese a que la celebraba. A esa discusión reducía la música la vanguardia europea de posguerra. Parece mentira que esta acumulación de tópicos la haya compuesto el autor del Réquiem de tres años antes. Qué vieja queda la vanguardia, vista hoy. Era un buen salvavidas para mentes ingeniosas y carentes de talento artístico como Stockhausen, para dogmáticos inquisitoriales como Boulez (que comprendió que ya vivía bien con su Martillo o su Pli, y se convirtió en el mejor director de orquesta), pero que Ligeti cayera en ello solo se explica porque llegaba del Terror oficial. Para caer en lo que Dutilleux llamaba el terrorismo de Darmstadt.
En cualquier caso, se trataba de un concierto de gran interés. Nos mostraba dos aspectos de un compositor que pasa por ser uno de los siete u ocho vanguardistas nacidos entre Maderna y Stockhausen (siempre él, caramba). Que conste que el Cuarteto de 1968 no ofende (no todas las obras de esta generación pueden presumir de lo mismo), incluso es interesante ver cómo nos plantea, cómo se resuelve el más difícil todavía. La Vanguardia empieza a ser tocada como pieza de museo. Al contrario que, qué sé yo, Debussy o Janáček, incluso Zimmermann, que fue más lejos que todos ellos siendo ocho, diez años mayor. El Cuarteto Diótima no solo cumplió con su deber, es que dio una lección artística en todo momento, incluidos los momentos (digamos) peligrosos.
Santiago Martín Bermúdez