MADRID / ‘Lear’: por fin esta insuperable ópera de Reimann
Madrid. Teatro Real. 26-I-2024. Bo Skovhus, Ángeles Blancas, Erika Sunnegardh, Susanna Elmark, Lauri Vasar, Andrew Watts, Andreas Conrad. Ernst Alisch, Sixto Cid. Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Asher Fisch. Puesta en escena: Calixto Bieito. Aribert Reimann: Lear.
Cuando Aribert Reimann estrenó Lear en 1978, lo hizo arropado por los mejores nombres: Fischer-Dieskau, Ponnelle, Albrecht, Nationaltheater Munich, álbum de 3 LP en Deutsche Grammophon… ¿Quién da más? Aquel compositor de poco más de cuarenta años, excelente pianista acompañante y autor de Lieder (ambas actividades son la base de su dominio como músico para la voz) se reveló en ese momento como gran operista, con un acierto como Lear tras dos óperas muy estimables, Traumspiel y Melusine. Lo que no podíamos prever, aunque sí desear, es que después viniera el compositor de obras como Las troyanas, El castillo, Medea…
Adaptar a Shakespeare tiene mucho peligro. El peligro de no estar a la altura, que es enorme. Tal vez por eso ha tardado tanto un compositor en darnos un Rey Lear de ese nivel. Verdi no llegó a componer un Rey Lear, pese a que era un proyecto antiguo sobre el que siempre volvía; quién sabe, podíamos habernos perdido Otello o Falstaff.
Como ya escribí alguna vez, es probable que Verdi entreviera que le era necesario otro lenguaje para Lear. Wagner les había quitado la venda de los ojos a los operistas; a cambio, les había impuesto anteojeras. Quedaba la lección: el cantábile continuo, con o sin orquesta sinfónica en el foso. Es muy posible, sí, que Verdi entendiese que Lear era cosa del futuro. Y después de todo, ¿acaso nos acordamos de la ópera Le Roi Lear, de Henry Litolff, última década del XIX? Reimann encargó el libreto a Claus Henneberg, que usó una traducción alemana antigua del original de Shakespeare, lo que preserva el lenguaje antiguo; y procedió a disminuir efectivos, tanto personajes como presencias de la soldadesca y la corte, algo que en las representaciones, desde antiguo, se suele economizar: las masas ya eran cosa del cine. Quedaron las tramas de Lear y sus hijas frente a su reflejo, el conflicto familiar de Gloucester y sus hijos. Ambos padres han pecado de soberbia, ira y han juzgado sin pruebas. Lear se fía de las adulaciones de Goneril y Regan, y su sentido de la omnipotencia, la hybris, le impide comprender el verdadero sentimiento de Cordelia. La hybris de Gloucester se da en fiar demasiado de las pruebas falsas del bastardo Edmund, sin escuchar a Edgar, que en rigor se muestra demasiado prudente, huye demasiado pronto, deja con demasiada facilidad el campo libre al intrigante (¿necesidades de guion en el bardo?), actitud que contrasta con su valentía final al defender a los dos viejos caídos en un hondo agujero de desgracias. Así, la causa perdida de ambos padres será la Némesis de la respectiva hybris de cada uno. Y ambos serán al final, ya que no felices, sí clarividentes, desde el que enloqueció (Lear) hasta el que fue cegado literalmente (a Gloucester le arranca los ojos la propia Regan).
Toda la década de los setenta ocupó a Reimann la composición de Lear para Fischer-Dieskau, quien le había pedido el papel. Ambos grabaron muchos Lieder para EMI, entre ellos series enteras de piezas poco menos que desconocidas, y esa intimidad artística debió de animar a la gran estrella que era el barítono a pedirle a su acompañante y excelente músico una ópera para él, que había interpretado y grabado todos los repertorios, desde Rigoletto hasta el Dr. Schön. El resultado es la obra que nos conmocionó de nuevo ayer, y que un teatro como el Real tenía pendiente. Se iba a haber visto esta producción en 2020, pero hubo que suspenderla, como saben ustedes por lo que pasó ese año en los escenarios, los hospitales y las calles. Nos llega por fin esta obra en la que el canto se interrumpe siempre, en la que los conjuntos se desmienten en su discurso para plantear sentidos nuevos en la situación, en la que las escenas están separadas por intermedios orquestales en los que lo violento pone en marcha el total tímbrico, pero sin que el tutti se apropie de la plenitud del discurso; al contrario, hay camerismo, hay partes que entran y dejan su sitio a otras, y hay crecimientos inevitables que llevan a la muestra del total de los instrumentos; o bien, pasajes de lírica tensión, siempre desprovistos de línea identificable, pero con definiciones instrumentales concretas, que son paisaje, que pueden sugerir canto (sin serlo, los que cantan son los personajes, y aunque la orquesta lo es, ha renunciado a lo sinfónico, estamos lejos de Wagner). En fin, esos intermedios constituirían ya una suite orquestal por sí mismos.
El impresionante barítono danés Bo Skovhus, magnífico actor además, es ya baqueano en el papel de Lear; lo ha paseado, lo ha grabado, y ahora lo borda en su interpretación tensa, en su presencia permanente, en su vocalidad poderosa y al mismo tiempo clara. No son su presencia ni su línea las de un viejo que enloquece, pero la propuesta crea una verdad dramática tan enérgica que el resto del elenco ha de seguirlo, porque la complicidad entre el muy rico foso, la dirección al detalle y al sentido total del israelí Asher Fisch, imponen una lógica de “obligado cumplimiento”. Ángeles Blancas en Goneril es la primera en seguir esa lógica lírica y dramática, con esa voz que ha transitado por el lirismo y que siempre supo unirlo con la dimensión de soprano dramática (su temprana Reina de la noche, por ejemplo) que ha conjugado Fanciulla con Adriana, Juïve con Emilia Marty… Hay no poca complicidad entre Skovhus y Blancas, precisamente en su mutua exclusión hostil. Une mucho el odio en escena. Goneril es capitana de las hermanas oportunistas, pero no necesita mostrar exceso de crueldad, eso se lo deja a Regan, línea espléndida de la soprano sueca Erika Sunnegardh. Cordelia, generosa a la larga, y demasiado parca en palabras al principio (ay, imprudente joven, tú pusiste en marcha sin pretenderlo el mecanismo de la soberbia, de la hybris de tu papá, acaso pretendías dejar en evidencia a tus hermanas, y ya ves…), es el clásico papel que quisiéramos oír y ver más; aquí nos compensa la línea exquisita de Susanne Elmark.
Hay que destacar las magníficas prestaciones del trío de machos extraviados de la casa Gloucester: el contradictorio y a la larga patético cometido de Lauri Vasar como el Conde (patético de pathos, no en el sentido británico), el éxito simulador de Andreas Conrad como Edmund, y ese otro protagonista de esta ópera que quiere tener varios, el Edgar de Andrew Watts, tenor lírico y de repente falsetista, contratenor en su tránsito de hijo de conde a vagabundo marginal como arme Tom, el pobre Tom. Contraste con Lear. La línea vocal de Watts no es la locura, es el disimulo ante la persecución paterna por un delito no cometido; la locura es la de Lear, y es que las desdichas de este rey imprudente, que divide el reino y con ello induce el caos, se reflejan en los dramas de otros y provoca la tragedia de todos. Ernst Alisch, que no canta pero que recita y ve lo que los demás no ven, es otro de los componentes de este Lear insuperable, y su personaje, el bufón, el loco, ya era esencial en Shakespeare. Finalmente, el anciano errante de Sixto Cid, excelente en su cometido, cierra el capítulo de las desolaciones sobrevenidas, con su toque de lucidez que lo emparenta con el loco.
Una orquesta en la que familias y colores habituales se ven obligados a hacer espacio a timbres y percusiones poco corrientes, resulta virtuosa en manos de Asher Fisch, y crea tanto el poematismo a veces brutal de los intermedios como la base, la alfombra mágica sobre la que vuelan los cantos de cada personaje. El desfile de voces que tanto nos impresionan en esta tragedia no sería posible sin ese foso del que surge la magia del paisaje en que las desdichadas situaciones tienen lugar.
La puesta en escena de Calixto Bieito acude a una economía de medios que puede sorprender: las tablas que parecen primero las de Fort Apache; pero esas tablas, tras el imprudente reparto del reino, se vencen y se cruzan, y sugieren una escenografía en la que transitan coro y personajes, creándose una polifonía de voces y de colores, todo con gran agilidad. Los figurines nos dicen que estamos aquí y ahora, pero los de los protagonistas nos sugieren que estamos en muchos momentos a la vez, y que el tiempo es una convención; no la desdeñemos por eso. El teatro es convención, también; y con obras como Lear, de Aribert Reimann, se elevan a la categoría de verdad. Artística, esa verdad. ¿Cuál mejor?
Vi un Rey Lear de Bieito hace muchos años, con José María Pou, un hermoso espectáculo, creo recordar que más violento; pero, claro, aquí la violencia la pone Reimann. Vi un Lear hace cuarenta y un años, Komische Opera, Berlín, enero 1983, dirección de Harry Kupfer. Reimann tiene suerte. Ha merecido el mejor momento de los mejores.
La violencia es conmoción, es la manera en que se manifiesta Némesis. Némesis no es venganza, no es justicia, es el terremoto provocado por la ruptura del equilibrio. Es el desorden de la búsqueda del reequilibrio. Cuando Lear muere ha comprendido. Cordelia lo ha sostenido, como en una Pietà; pero después es él quien sostiene a Cordelia, muerta: nueva Pietà. Por fin, la sonrisa de la comprensión, y felizmente está ahí la muerte y tendrá los ojos de él, esto es, la muerte mirará contigo.
Santiago Martín Bermúdez
(fotos: Javier del Real)