MADRID / L’Apothéose y Dorothee Oberlinger brindan un Telemann excepcional
Madrid. Auditorio Nacional. 6-III-2024. Universo barroco. L’Apothéose; Dorothee Oberlinger, flautas de pico; Laura Quesada, traverso; Josep Domenech, oboe; Eyal Street, fagot; Víctor Martínez, violín. Obras de Telemann.
En una de las primeras escenas de Manhattan (Woody Allen, 1979), los personajes de Diane Keaton y Michael Murphy hablan de una “Academia de los sobrevalorados”, y allí sale a relucir a las primeras de cambio el nombre de Gustav Mahler, seguido por Scott Fitzgerald, van Gogh e Ingmar Bergman, entre otros, para escándalo de Isaac Davis, el alter ego de Woody Allen interpretado por él mismo. Quien más, quien menos todos hemos fantaseado con algo parecido: hacer una lista o un club de compositores, escritores, artistas o cineastas considerados unánimemente por encima de su valía, y cuanto más consagrados o endiosados están, más divertido resulta el juego.
Déjenme que juegue por un momento a todo lo contrario, a enumerar -acotando el terreno a la música- una relación de compositores minusvalorados. Situaremos el asunto al nivel de los mortales, es decir, quedan fuera Bach, Haendel, Mozart y Beethoven, y abandonaré por un momento mi sectarismo barroco para no dar entrada sólo a músicos de ese periodo. Pues bien, en mi lista de compositores minusvalorados, que merecen situarse en el escalón inmediatamente inferior al de los dioses, habría que incluir -porque no se les suele situar allí- a Alessandro Scarlatti, Haydn, Mendelssohn, Fauré y el que nos importa ahora: Georg Philipp Telemann (ya estoy viendo a mi amigo Manuel de Lara rasgándose las vestiduras por haber situado al zafio de Telemann junto al delicado Scarlatti padre; también veo a Rafael Ortega asentir ante la inclusión de Haydn).
No se lo tomen demasiado en serio y recuerden que estamos en el terreno de la subjetividad más absoluta. Sin embargo, siempre me ha resultado llamativo, incluso en el propio medio de la música antigua, la poca atención que se le presta a Telemann. Desde luego no hablo en cuanto a grabaciones, que las hay a cientos y en general buenas, sino de su prestigio y de su presencia en los programas de los conciertos. En lo primero quizás juegue en su contra que fue uno de los compositores más prolíficos de la historia de la música y que se tiende a pensar que la cantidad tiene que estar necesariamente reñida con la calidad. Y en lo segundo, que no es un compositor demasiado popular; desde luego no es un desconocido, a todo el mundo le suena, pero fuera de los amantes de la música barroca no resulta fácil encontrar gente capaz de citar media docena de sus obras. Los propios “barrocófilos”, salvo excepciones, no terminan de tomarlo en serio porque no alcanza la profundidad y trascendencia de Bach, ni el genio de Haendel, ni tiene la chispa de Vivaldi, ni la relevancia histórica de Monteverdi. Y sin embargo, algunas de sus obras son ciertamente profundas -pienso en algunas cantatas y obras de cámara o en la Pasión de Brockes-, y, además de un enorme oficio, hay en su música sabiduría, gracia, ingenio y algo que pueden decir muy pocos: sentido del humor, rasgo que comparte con Haydn.
Pues bien, el concierto que nos ocupa -y ahora entenderán el preámbulo- estaba íntegramente dedicado a Telemann, hecho absolutamente insólito porque si ya suele ser raro toparse con una obra suya, es inaudito que se le dedique todo un concierto. Por ello no podemos si no agradecer a L’Apothéose que para su presentación en el Auditorio Nacional hayan elegido al compositor de Magdeburgo y que para la ocasión hayan confeccionado un programa de un atractivo indudable, que haría rendirse incluso al más escéptico en cuanto a su genio. Por si esto fuera poco, se trajeron a unos solistas y a unos refuerzos (el violinista Roldán Bernabé y el viola Kepa Artetxe) de auténtico lujo, con lo que los mimbres estaban dispuestos para una estupenda velada. Y así fue.
Telemann -de nuevo el paralelismo con Haydn- cultivó todos los géneros, ciertamente con no igual fortuna. Uno de los más destacables dentro de su producción es el del concierto, donde ensayó todo tipo de combinaciones instrumentales, algunas realmente originales, alcanzando quizás sus mejores logros en los dedicados a los instrumentos de viento. Con buen sentido, L’Apothéose ha confeccionado un programa en torno a estos conciertos, para explotar las virtudes del grupo y de los solistas invitados, que eran nada menos que la flautista Dorothee Oberlinger, el oboísta Josep Domenech y el fagotista Eyal Street.
Arrancó el concierto con la Conclusión en mi menor, pieza con la que termina la primera de las tres partes de la Tafelmusik, con justicia una de las obras más famosas del interminable catálogo telemanniano y de las más saqueadas por Haendel, que se inspiró en ella para varias de sus composiciones. Compuesta para dos flautas, cuerda y bajo continuo, en el concierto se sustituyó uno de los dos traversos por flauta de pico, hecho anecdótico que no afectó en absoluto al resultado, que fue sensacional, con las dos solistas -Oberlinger y Laura Quesada- perfectamente compenetradas y ofreciendo una prestación técnica sobresaliente. Una pequeña objeción: quien esto suscribe habría agradecido un poco más de rubato en algunos pasajes, algo extensible a otros momentos del concierto.
El Concierto para flauta de pico y fagot en fa mayor es uno de los múltiples ejemplos de obras concertantes para combinaciones poco habituales. Una de las mejores virtudes de Telemann fue precisamente escribir para todo tipo de instrumentos, que conocía perfectamente porque él mismo era capaz de tocar muchos de ellos. En este caso uno de los principales atractivos es precisamente el contraste tímbrico que Telemann pone de relieve mediante numerosos pasajes de contrapunto imitativo. En esta obra de notables dimensiones perteneciente ya a su etapa de Hamburgo, con algunos rasgos preclásicos, la parte de fagot es tremendamente exigente y fue solventada con suficiencia por Eyal Street. Excelente de nuevo Oberlinger, muy segura, y sensacional el acompañamiento de L’Apothéose, con unos trepidantes ritornelos en los movimientos más vivaces.
El Concierto para oboe en do menor TWV 51:c1 nos sumió en una atmósfera más oscura e inquietante con su abrupta disonancia inicial, convenientemente resaltada por ese enorme músico que es Josep Domenech, que se lanzó a una interpretación a tumba abierta, con unos vertiginosos tempi en los dos allegros, haciendo gala de un gran virtuosismo, y destacando las aristas de los dos inquietantes adagios. Total entendimiento con el resto de músicos, tejiendo una versión muy expresiva y arriesgada.
La segunda parte empezó con el exuberante Concierto para flauta de pico, oboe, violín y bajo continuo, una obra que que reunió a Oberlinger, Domenech y el violinista de L’Apothéose Víctor Martínez en las partes solistas, con Eyal Street enriqueciendo el continuo, tal y como haría durante toda la segunda parte. El espíritu camerístico de esta obra, que recuerda alguno de los quadri del autor, fue perfectamente recreado por los solistas.
Obra de mayor lucimiento personal, el Concierto para flauta de pico en do mayor TWV 51:C1 subió la temperatura de la velada merced al virtuosismo de Dorothee Oberlinger, que es en la actualidad -seguramente junto a Maurice Steger- la mejor intérprete de este instrumento (habría que decir más bien de estos instrumentos pues empleó tres flautas distintas a lo largo del concierto). Oberlinger es una ejecutante muy completa, que aúna excelencia técnica, gusto para el fraseo y claridad en el discurso, culminando una vibrante ejecución que encandiló al público, que ya para entonces empezaba a caer rendido ante los intérpretes y ante la música de Telemann.
Pero lo mejor estaba aún por llegar. Con buen criterio, Oberlinger y L’Apothéose dejaron para el final el Concierto para flauta de pico y traverso en mi menor, de cuya fama son en parte responsables Reinhard Goebel y Musica Antiqua Köln, que nos dejaron hace casi cuarenta años una versión casi insuperable. Y es que el mítico grupo alemán ha sido probablemente el principal artífice de la difusión de la música de Telemann, a quien consagraron tantos magníficos discos. Es esta una obra que resume a la perfección el estilo del autor que nos ocupa, mezcla de influencias italianas, francesas, del folklore polaco junto al contrapunto alemán, generalmente bastante aligerado. Aquí vemos su innata capacidad para crear una música noble, variada, atractiva y chispeante, no exenta de momentos de lirismo. El diálogo entre los dos instrumentos solistas fue impecable, de una gran belleza. Ya hemos hablado de las virtudes de Oberlinger, que por otra parte no necesita presentación, así que es de justicia ahora resaltar la categoría musical de Laura Quesada, miembro de L’Apothéose, que no desmerece a las mejores intérpretes de su instrumento por su sonido, seguridad e inteligencia musical. Los movimientos rápidos fueron electrizantes y el tercero, un largo de un lirismo arrebatador, fue recreado con gusto y delicadeza, con una maravillosa cadencia final del clavecinista Asís Márquez. Después del rústico presto final, como no podía ser de otra manera, la salva de aplausos fue atronadora.
En el mismo espíritu de ese final, todos los intérpretes juntos se arrancaron con una propina que nos trajo al Telemann más desenfadado, un concierto polonés de los varios que compuso inspirándose en la música de los campesinos polacos que pudo escuchar cuando en sus veintipocos era maestro de capilla en la corte de Sorau (actual Zary). Lleno de fascinación, afirmó que si podía escuchar la música que hacían los aldeanos durante una semana tendría ideas para el resto de su vida. Desde luego lo que escuchamos fue una obra plagada de sorpresas y toques de humor, con recursos tímbricos muy imaginativos perfectamente recreados.
No quiero terminar sin constatar la madurez que ha alcanzado L’Apothéose, una de las mejores formaciones de música antigua de este país, a la que hemos visto crecer en el FIAS y otros festivales y que demuestra estar preparada para afrontar programas ambiciosos como este junto a músicos de talla internacional. Bravo por ellos. ¡Y viva Telemann!
Imanol Temprano Lecuona
(fotos: Elvira Megías)