MADRID / La muerte marca el camino

Madrid. Auditorio Nacional de Música. 08/10/2020. Les Arts Florissants (Miriam Allan, soprano; Hannah Morrison, soprano; Mélodie Ruvio, contralto; Sean Clayton, tenor; Edward Grint, bajo). Tenor y director: Paul Agnew. Gesualdo, Libro V de Madrigales.
Arranca la mas extraña, excepcional y rocambolesca de las temporadas de Universo Barroco que el Auditorio Nacional de Madrid recuerda en sus más de treinta años de vida útil. Poca duda cabe de que, en una situación tan surrealista como la que se nos ha venido encima, con un virus potencialmente mortal repartiendo pena y miseria, y una clase política que mientras tanto se dedica a jugar al balón prisionero, el Centro Nacional de Difusión Musical necesitaba hacer una apuesta fuerte con la que convencer al limitado público (entiéndase ‘aforísticamente’, por supuesto) de lo necesario que es mantener el tipo y seguir al pie del cañón con nuestros vicios de siempre.
Es por ello que una inauguración a cargo de Les Arts Florissants suponía el reclamo ideal con el que comenzar una travesía tan sumamente difícil como la que depara este nuevo y estrafalario curso. La respuesta del público se tradujo a la altura de las circunstancias, con una Sala de Cámara, que en estos tiempos resulta más acogedora que el galeón sinfónico que se encuentra al otro lado del complejo, al límite de su nueva capacidad ajedrezada. Oscuridad presente y luz cenital mediante, a las que sólo interrumpían el interior del órgano Blancafort que preside la sala, hizo solemne aparición la floreciente muestra que, por qué no decirlo, chocaba con la costumbre de ver a William Christie capitaneando batallones para hacer justicia a Lully, Haendel y Charpentier.
Lo que uno no podía prever del todo, es que aún así aquello fuera sólo el comienzo de un espectáculo de proporciones bíblicas. Porque cuando el príncipe di Venosa es el protagonista de la sesión, créanme que puede pasar absolutamente de todo. Uno detrás de otro, los solistas florissants discurrieron prácticamente sin despeinarse por cada uno de los pequeños monumentos que componen la quinta de las colecciones madrigalísticas gesualdianas, sin por ello hacerlo de puntillas o como el que pasa las páginas de un periódico hasta los deportes. Cada madrigal en el que se detenían se convertía en una portentosa obra de arte viviente, de la que desgarraban hasta el tuétano.
Era impresionante ver como disparaban las voces cada motivo (aunque no siempre con la misma puntería) al que luego seguía su imitación, como engarzaban en perfecta homofonía cuando era el texto (y no la mera voluntad del autor) el que lo exigía tiránicamente, como cuidaban cada matiz sonoro con pulso de orfebre italiano y sobre todo, por encima de cualquier otra veleidad, como torcían, retorcían y estrangulaban una armonía tan dolorosamente fascinante que hace que Bruckner o Mahler parezcan dos borrachos en un curso rápido e intensivo. Y por qué no decirlo, hasta ver a Paul Agnew contoneándose mientras se desvivía porque todo el mundo llegase a las cadencias al mismo tiempo (público incluido) resultaba un festín para el espectador.
En mi caso particular, a la salida del auditorio (escalonada y sin aglomeraciones, no sea que…) me perseguía un pensamiento recurrente con respecto a la muerte, que tiene la extraña costumbre de aparecer cada vez que me topo con la música del más excelente criminal que la historia de la música dio a conocer. Es curioso ver como en la escritura del madrigal la palabra que mas te apetece escuchar es “morte” o cualquiera de sus variantes cercanas. Porque sabes que es ahí donde Gesualdo va a poner la pica en Flandes, donde va a incrustar ese acorde que te va a encoger el pescuezo, o esa relación tonal que ni sabías que era legal, todo para dar un sabor especial a ese último aliento. Y es después cuando, reflexión sobre reflexión, llego a la conclusión de que Agnew y sus acólitos han conseguido no sé si lo que querían, pero por lo menos lo que debían.
Javier Serrano Godoy
(Foto: Elvira Megías)