MADRID / La magia inalcanzable de Sokolov
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 28-II-2022. XXVII Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Grigory Sokolov, piano. Obras de Beethoven, Brahms y Schumann.
Tras el aplazamiento del recital (María João Pires) que tenía que haber iniciado el XXVII ciclo de Grandes Intérpretes, le tocó el turno al excepcional visitante que repetía —bendita repetición— por vigésimo cuarta ocasión: Grigory Sokolov. Culminaba con ello una intensa gira por España que, desde el 12 de febrero, le ha llevado a ocho ciudades en apenas dieciséis días.
A estas alturas, sobra probablemente una nueva descripción de las características de Sokolov. En parte por conocidas, y en parte porque cualquier descripción parece pobre. Enmarcar a alguien que, por excepcional escapa a cualquier marco, deja siempre la sensación de cortedad, y hasta de una rigidez que, además de estéril, es injusta. Con Sokolov hay dos cosas que se cumplen de manera sistemática: el protocolo y la magia. En el protocolo tuvimos ayer lo de siempre: el físico rotundo, si acaso algo más pronunciada la curvatura de la parte más alta de la columna dorsal (eso que en términos técnicos se llama cifosis), el camino decidido pero no precipitado hacia el piano, severo el ademán, el saludo de fugaz reverencia, el asiento rápido y el comienzo casi inmediato. En el camino, la intensa concentración, la ausencia absoluta de aparato y efectismo, la labor musical quintaesenciada. Nada más, y nada menos.
Y en el final, dos salidas a saludar, siempre con media vuelta casi militar para saludar a los espectadores que le ven desde atrás, y luego el comienzo de lo que los veteranos llaman, con razón, la tercera parte del concierto: las propinas, en número inmutable de seis. También sabemos que cuando en una de esas salidas no hay ‘media vuelta’ para saludar a los espectadores de atrás… es porque se viene la siguiente propina. Por lo demás, la concentración habitual, la iluminación mitigada, sin rastro de fatiga ni del mareo que sufrió en el primer recital de la gira y que por fortuna se resolvió sin incidencia.
Luego está el asunto de la magia. No encuentro otra palabra que describa mejor lo que consigue Sokolov, esa especie de hipnosis que ejerce sobre la audiencia, que se sumerge, consciente y encantada, en las aguas musicales del ruso, para acabar profesando, convencidos, su absoluta adhesión a lo ofrecido, incluso aceptando que, en ocasiones, el bautismo pueda resultar singular, atípico o inesperado. Lo que consigue Sokolov es, sí, un mágico mosaico de bellezas, presentado con un imán al que nos adherimos sin resistencia. Una mezcla de tantos ingredientes que escapa a cualquier marco, que es imposible abarcar en una descripción con aspiraciones de fidelidad. Como pasaba, sí, con Richter, o con algunos otros grandísimos artistas.
El crítico, al menos este que suscribe, se ve en un verdadero apuro para no repetirse, porque después de tantos años y tantos recitales, sigue teniendo que reiterar su asombro ante el sonido, la solidez de criterio, el control inverosímil, inhumano, de la pulsación, la prodigiosa claridad de la articulación, la diferenciación de voces, que parece casi imposible, el perfecto manejo del pedal y la asombrosa consecución de que aquello que tan concienzudamente ha sido trabajado llegue a nuestros oídos con esa mezcla inalcanzable de consistencia y espontaneidad, de rigor y emoción, de energía y sensibilidad. Viene aquí la otra palabra clave de esta reseña: inalcanzable.
Casi produce rubor intentar el relato de lo vivido, pero es obligado hacerlo. Las Variaciones Heroica de Beethoven se abrieron con un contundente fortissimo y con algunos, inesperados roces en la ‘pre-variación’ a 4 y la exposición del tema. Después de todo, y aunque no lo parezca tantas veces, el ruso también es humano. Pareció singular el carácter otorgado a la interpretación, ocasionalmente con algún exceso de músculo (el poderío del ruso no parece mermar en absoluto con los años, por más que pase ya de los 70), en otras con inesperada contención (la variación VII hasta los tremendos ff de la segunda parte), con emocionante belleza en la VIII, severidad pero buen aire de improvisación en la XIV (en menor) y con una magnífica culminación en la XV y la fuga final.
Dados los antecedentes de lo escuchado en otras ocasiones, cabía esperar que la magia nos envolviera muy especialmente en los Intermezzi op. 117 de Brahms. Y en efecto, vaya si lo hizo. Fluido, nada lento el primero, sencillo y emotivo, nítido y evocador, con un più adagio de —me perdonarán la reiteración— inalcanzable intimidad y paz. Lírico, delicado, exquisitamente cantado en el segundo, en el que, disculpen de nuevo, la palabra inalcanzable se viene de nuevo a la cabeza, sobre todo en el espeluznante final. Maravilloso, en fin, el tercero, con una prodigiosa voz intermedia en el retorno de la sección principal.
La segunda parte se cubría con una de las partituras más llenas de fantasía de un compositor para el que la palabra era tan querida como descriptiva de muchos de sus pensamientos: la Kreisleriana op. 16 de Schumann. Y esa fantástica colección de fantasías volvió a ser, qué raro, otra epifanía de esa inalcanzable magia. Con el ruso viajamos desde el apasionado discurso inicial (con algún que otro roce que nos recordó nuevamente que también tiene accidentes, levísimos y rarísimos, eso sí) hasta la íntima melancolía final. En el camino, paladeamos el canto lírico, casi contemplativo, del segundo episodio, salpicado de exaltación en el Intermezzo I y de leggierezza y efusividad en el II, la muy libre ensoñación del cuarto, la evocación de la sección central del quinto, la serena poesía del sexto o el imperioso clima del séptimo, con el abrupto contraste hacia un final intimista. Y disfrutamos también de la energía, hasta contenida, del quinto, y hasta de la inesperada serenidad del último, que escapa en buena medida en su tempo a la indicación Schnell. Pero Sokolov plantea todo con una consistencia abrumadora. Y ese acercamiento fue adquiriendo, poco a poco, sentido, hasta llegar, de una forma natural, a la evanescente melancolía final. Hay, sí, en su visión, más melancolía que exaltación en ese último número, y tal sensación se esboza al principio y se manifiesta de forma más patente en esa casi evasiva conclusión. Difícil oponerse a ello.
Para entonces, el público que llenaba la sala estaba, algo nada nuevo, completamente rendido. Y vino entonces la tercera parte: seis nuevos capítulos para completar ese viaje por la magia inalcanzable: Brahms (enérgica, contrastada, extraordinaria Balada op. 118 nº 3), Rachmaninov (de maravilla en maravilla por tres Preludios de su op. 23, los nº 4, 9 y 1), Chopin (encantadora, tranquila Mazurca op. 68 nº 2) y una final que, aunque interpretada otras veces por el artista, quizá tenía ayer un significado especial, dadas las circunstancias que vivimos: el arreglo de Busoni del coral bachiano Ich ruf zu dir BWV 639. Sublimó aquí el ruso el viaje mágico por lo inalcanzable, recreando con paz, delicadeza y emoción todo lo que el órgano de la versión original permite dibujar. Era justo que la excepcional velada culminara con el maestro de maestros, con aquel cuya música inspira, probablemente como ninguna otra, lo que en estos días tanto añoramos: paz.
Dije al principio que la descripción de lo vivido es difícil. Pero quizá, si hay dos palabras que se acerquen a retratar con algo de fidelidad la experiencia, esas dos se han repetido de forma casi natural en esta reseña. Sí, lo que vivimos ayer con Sokolov fue un viaje por la magia inalcanzable de un arte sublimado.
Rafael Ortega Basagoiti