MADRID / La heterodoxa libertad de Igor Levit

Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 8-V-2021. XXVI Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Igor Levit, piano. Obras de Beethoven.
Apenas cumplidos los 34 años, el joven Igor Levit (Nizhni Nóvgorod, 1987) es uno de los grandes fenómenos mediáticos mundiales del teclado. Nacido en Rusia y nacionalizado alemán, su personalidad es bien acusada en lo radical de sus planteamientos. Más allá de que se compartan o no sus actitudes extramusicales en conciertos (como la soflama anti-Trump durante un concierto en Bélgica tras la elección del anterior presidente de Estados Unidos), Levit se acerca a la música con ideas convencida y definitivamente libérrimas, y ya ese mismo punto de partida puede despertar tanto entusiasmo como rechazo. Desde el punto de vista técnico, se antoja buen dominador de los recursos del instrumento, aunque a quien esto firma le pareció que queda a alguna distancia de la asombrosa maestría pianística que muestran Trifonov o, en una generación anterior, quien nos visitó hace muy poco (Volodos), por no hablar de ilustres compatriotas (es un decir, puesto que Levit declara no sentirse ruso) como Sokolov.
No es ninguna sorpresa comentar que los pianistas tocan ‘como son’, porque al final, lo que un músico lleva a su interpretación no es otra cosa que su propia personalidad. El asunto de la libertad interpretativa extrema está siempre abierto y daría combustible para un debate, valga el juego de palabras, muy encendido. No parece procedente repasarlo en detalle en el ámbito de esta reseña, sin perjuicio de que me ocupe del asunto en otro marco y momento. Toca ahora analizar lo que este artista nos ha ofrecido en la velada del Ciclo de Grandes Intérpretes. En el programa, presentado también el pasado año en el Festival de Granada, nada menos que las tres últimas sonatas de Beethoven. Obras de la época crepuscular del compositor, en un período en el que su salud sufrió empeoramientos significativos, y en el que convivían creaciones visionarias como la Missa Solemnis o la Novena sinfonía. Mucho hay también de visionario en estas páginas, especialmente en la futurista última, pero también hay mucha experiencia vital, mucha tensión en la que le precede, especialmente en los dos tiempos finales.
Ese gran sabio que es Alfred Brendel decía, creo que no sin razón, que el intérprete se ve abocado a una situación esquizoide: la de sumergirse en la música lo justo para que tenga el punto de intensidad emocional necesario, pero no excesivo, para evitar que la propia personalidad del intérprete acabe difuminando la del compositor, que, al fin y al cabo, es el creador principal. Cierto es, sin duda, que la música solo se materializa cuando el intérprete da vida a las notas de una partitura que de otra forma no deja de ser algo inerte. Pero no es menos verdad que conviene intentar no perder de vista el marco dibujado por el compositor. Beethoven no era tan minucioso como Bartók, por poner un extremo de puntillismo en la indicación incluso de duraciones de sus partituras, pero tampoco era Louis Couperin escribiendo unas cuantas notas para sus Preludios sin medida… y allá se apañen ustedes.
Sin embargo, Levit considera, y así lo ha manifestado en entrevistas previas, que Beethoven deja mucho campo para tocar su música libremente, llegando a afirmar que “no se puede hablar todo el día de libertades y cuando se trata de aplicarlas a la creación artística, actuar como si viviéramos en una prisión”. Tan rotunda afirmación del joven alemán ya avisa de que su acercamiento al mundo beethoveniano va a distar de ser comme il faut, y que más bien se va a permitir libertades más que acusadas, estén en la partitura o no. Naturalmente, quienes busquen algo diferente (sin entrar a considerar si la ‘diferencia’ tiene o no sentido, coherencia e interés) lo encontrarán en este singular pianista. Quienes, por el contrario, esperen algo más convencional, pegado a la tradición o, al menos, en la línea de algunos grandes maestros del teclado, pueden haber sentido una mezcla de decepción y hasta de irritación.
Beethoven, es cierto, vive mucho de los contrastes. Sin contrastes, sin choque de tensiones, sin que (entiéndaseme bien) ‘pase algo’ no hay un Beethoven posiblemente convincente. La música de Beethoven, y muy especialmente la de este último Beethoven, no puede llegarnos como algo simplemente bonito, en el sentido más edulcorado o superficial del término. Nos debe llegar como algo en el que al oyente se le remueve su propio interior en un juego de tensiones en el que hay contrastes abruptos y fuerte temperamento, sí, pero también sutiles interrogaciones, reflexión, dudas, dolor, emociones profundas, a menudo (como en ese arioso de la op. 110) estremecedoras y hasta un cierto misterio. Todos estos elementos conviven en una música de intensidad excepcional que puede hasta resultar desconcertante.
El Beethoven de Levit transcurrió con arreglo a su plan libérrimo, absolutamente heterodoxo, muy proclive a alimentarse de contrastes dinámicos y agógicos extremos, llevando lo que de fantasía hay en las partituras hasta el límite, pero sin tanta atención a las medias voces, a los sutiles recovecos e inflexiones que también demanda este Beethoven crepuscular. En el discurso de Levit hay, claro está, momentos de gran belleza e intensidad. Las tuvieron la primera variación del Andante, molto cantabile ed espressivo en la op. 109 (que sufrió el criminal asalto de la asesina del móvil, que, en el colmo del despropósito, abandonó su localidad con el altavoz puesto y el cómplice del atentado hablando a voz en grito), y (en reacción que personalmente me pareció milagrosa, porque muchos hubieran pasado las de Caín para volver a concentrarse) el estupendo leggiero en la segunda variación de ese mismo movimiento. Afortunado igualmente el inicio del Adagio de la op. 110, con un recitativo de emotiva elocuencia (también aquí atentó otro terrorista del móvil). Muy logrado también el clima de misterio en el pasaje final de la op. 111, con los pasajes de largos trinos excelentemente ejecutados y acertadamente apianados.
Aunque no puede dejar de apreciarse la rotunda convicción y determinación que el alemán muestra en su discurso, hay también, sin embargo, frecuentes excesos que, al menos para el que suscribe, restan consistencia y fluidez al mismo. Encontramos algunos ejemplos en el primer tiempo de la op. 109, la última variación del tiempo final de esta, el primer movimiento de la op. 110 (en el que el dibujo de fusas a menudo quedó un tanto confuso de articulación, tal vez víctima parcial de un tempo demasiado vivo para la indicación moderato cantabile) o el final de esta misma sonata, en la que Beethoven demanda primero el mismo tempo (allegro ma non troppo) que, en la exposición inicial de la fuga, y más tarde, al principio del pasaje donde emplea figuras más breves (semicorcheas), especifica meno allegro antes de retomar después el tempo inicial. Levit planteó ese pasaje final como una exaltación de arrollador desenfreno a una velocidad vertiginosa. Sin duda una explosión temperamental de gran impacto, aunque probablemente no del gusto de todo el mundo.
El éxito, digámoslo inmediatamente, fue arrollador, aunque Levit decidió no ofrecer propina alguna. Quien esto firma no es capaz de definir en qué medida el encanto mediático-escénico jugó su papel en tan calurosa recepción, aunque es evidente que Levit maneja con suma habilidad las situaciones escénicas. Otro cualquiera hubiera abroncado a la primera delincuente del móvil. Él hizo un gesto mínimo de frustración, pero después se volvió al público y dijo: “Llevo tanto tiempo echando de menos al público, que incluso amo cosas como la que acaba de ocurrir”. Y lanzó un beso a la autora del desatino. La ovación fue de época.
Una velada, pues, singular, de un pianista singular, con un discurso singular a partir de las partituras de un genio excepcional. Inmerso por completo en la heterodoxia, que ese discurso de Levit haya resultado del gusto general, es otra cuestión.
Rafael Ortega Basagoiti