MADRID / La fuerza de ‘Médée’ abre la temporada del Teatro Real
Madrid. Teatro Real. 19-IX-2023. Maria Agresta, Enea Scala, Nancy Fabiola Herrera, Jongmin Park, Sara Blanch. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección escénica y escenografía: Paco Azorín. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Cherubini: Médée.
La apertura de la nueva temporada del Teatro Real se ha hecho con una propuesta ambiciosa y no exenta de cierto desafío: la Médée de Cherubini, que además se representa en este coliseo por primera vez en su historia. Este título que conoció mucho éxito en Alemania durante la segunda mitad de XIX gracias a la traducción y adaptación del director Lachner, revivió en su versión italiana arreglada para Maria Callas en 1953, convirtiéndose, como todos saben, en uno de sus caballos de batalla. Sin embargo, la versión francesa original, estrenada en el Théâtre Feydeau el 23 de ventoso del año V, o sea, el 13 de marzo de 1797, no corrió la misma suerte.
No nos resistimos aquí a hacer una pequeña digresión respecto a dicho teatro: su origen está en el privilegio que obtuvieron el peluquero de María Antonieta y el violinista Giovanni Viotti para explotar óperas cómicas tanto italianas como francesas. Así se fundó en 1789 (vaya ojo) el Théâtre de Monsieur, por estar bajo la protección del hermano del rey. Claro, llegada la Revolución y con el traslado de la familia real a Versalles, el teatro tuvo que salir de las Tullerías para ir a parar en 1791 al emplazamiento que le daría nombre posterior, porque en ese momento aún se llamaba “de Monsieur”. Duró muy poco tal nomenclatura, porque la huida de Varennes puso en aún peor situación a la monarquía, así que en ese mismo año de 1791 tomó ya el nombre de Théâtre Feydeau. No pretendemos llenar esta reseña de fárrago histórico, pero quizá sí es importante explicar en qué momento se estrenó esta Médée y qué contexto la rodeó.
Es precisamente la peculiar situación de los teatros parisinos lo que explica el género híbrido al que pertenece Médée, además de la fortísima influencia de la reforma de Glück en la ópera francesa finisecular, en pos de una mayor linealidad de acción y una mayor adecuación de la música a los sentimientos. En 1789 se abolieron los privilegios de los cuatro teatros bajo protección real: no sólo cualquier ciudadano podía abrir su teatro, sino que ya no había obligación de respetar los géneros obligados en cada uno de ellos. Cherubini, que era director del teatro Feydeau y de su troupe desde 1792, no era ajeno al influjo de la alargadísima sombra de Glück, de modo que, a pesar de respetar la convención de los diálogos hablados de la opéra-comique, eligió un tema trágico lleno de pasiones violentas que permiten números musicales de gran fuerza vocal y orquestal, línea que siguieron compositores como Méhul o Lesueur.
Médée tuvo un éxito muy grande pero efímero: la crítica del estreno alabó tanto la música como el libreto y la interpretación, sobre todo del coro. Sin embargo, tras treinta y siete representaciones, desapareció. Hubo una causa objetiva, que esconde lo que quizá sea la razón principal. Parece ser que los actores-cantantes de la troupe, aunque elogiados por sus primeras prestaciones, no estaban lo bastante habituados a interpretar tragedias, puesto que su cometido habitual estaba en la opéra-comique. Pero la realidad es que, por mucho que se apreciaran las cualidades de la obra tras el estreno, las viejas costumbres eran muy fuertes y pronto se empezó a considerar que la orquesta era demasiado ruidosa para una opéra-comique, que había exceso de disonancias, que las intervenciones orquestales eran muy largas y que las armonías eran muy complicadas, llegando a calificarla como ejemplo de “terrorismo musical”. Entiéndase “terrorismo” como relativo a la Terreur instaurada por Robespierre. Así que en un acto de reacción típicamente revolucionario, en 1798 se llevó a cabo lo que se denominó como “reforma termidoriana”, defendida de manera muy activa por Grétry, para volver a una mayor simplicidad musical y también una mayor ligereza argumental.
En cuanto a Médée, se trata sin duda de un tema osado en un momento en que la glorificación de Marianne como la representación de esa República nutricia -que naturalmente, se pretende que sustituya en el imaginario a la Virgen María- y de los aspectos maternales de las mujeres como parte de la moral republicana tenían un peso enorme en la vida pública. Efectivamente, los revolucionarios no eran feministas, e incluso la tan loada Olympe de Gouges, que en los actuales libros de texto ha cobrado tanto relieve como Robespierre, consideraba que la influencia de lo emocional en la fisiología de las mujeres las predisponía a someterse al patriarcado. Aunque el tema de Medea era recurrente en la ópera francesa desde el siglo XVII, una vez más y a pesar del entusiasmo inicial, se consideró en exceso trágico y tremendista para el género de la opéra-comique.
La versión que tenemos oportunidad de escuchar en el Teatro Real es precisamente la francesa, pero con recitativos añadidos por el director y clavecinista Alan Curtis, recortando el número de diálogos para agilizar la acción y utilizando el acompañamiento habitual en las tragédie-lyrique (como ven, no hay manera de salir del híbrido). Es sin duda la decisión más lógica y coherente hoy en día.
Paco Azorín firma tanto la dirección como la escenografía y hay que reconocer una cualidad innegable a esta última: que lo mismo vale para Médée que para Orfée (aux enfers o con Euridice), que para Elektra o Zaza. Una caja negra con paredes cubiertas de hileras de focos a ambos lados y una estructura metálica vista en medio que contiene una escalera y un ascensor al que a veces se añade una plataforma cerrada que, lógicamente, sube y baja. Y telón-veladura distanciador, que no hay manera de quitárselo de encima últimamente. Bien, todo eso deja mucho lugar a la imaginación y muchas posibilidades abiertas. Azorín decide utilizar un tiempo mítico, es decir, que abarca presente pasado y futuro, con justificación antropológica de por medio. El vestuario lleva a voluntario despiste: las coralistas ataviadas con unos trajes de inspiración masculina en tonos cálidos y empolvados de satén o similares que hacen pensar vagamente en la Dietrich, mientras Dirce lleva un bonito vestido vagamente helénico y Médée… pues unas veces parece la quinta jequesa de Qatar disgustada porque llega la sexta (¿guiño a la ópera de Abu Dabhi con quien se lleva a cabo la coproducción? A ver cómo se lo toman), otras efectivamente un personaje de tragedia y otras una guerrera suicida (casi me callo con lo de los guiños). Los hombres del coro, de soldados, que es lo que son, o de antidisturbios, que el tema de los uniformes ya es un fijo. El asunto de la violencia contra los niños impregna esta concepción teatral: los hijos de Médée y Jason, omnipresentes, se convierten en los verdaderos protagonistas de la obra. A veces su presencia y acción se justifica y a veces, no, como cuando se pelean porque su padre quiere casarse con una mujer que no es su madre. Tampoco se entiende muy bien por qué de repente aparecen en el patio de butacas para que Médée se dirija a ellos. Resulta curioso que se cambiara el cartel alusivo a los infanticidios cometidos en España el año pasado por parte de madres que se pudo ver en el estreno joven, por otro mucho más diluido que recoge un dato de la OMS referido al número de asesinatos de niños por parte de “padres, madres y cuidadores”. Igual se quiso salvaguardar la sensibilidad de unas cuantas autoridades presentes en la sala (desde sus Majestades los Reyes hasta la Presidenta del Congreso), pero la realidad es que quedó menos adecuado aunque mucho más políticamente correcto. La mejor idea de esta puesta en escena, a juicio de quien suscribe, es el desdoblamiento de Médée, que cuenta con una actriz que representa a su “yo” malvado o loco y que poco a poco va intercambiando su conciencia con su alter ego, pero la realización no siempre resulta convincente. Si el primer acto peca de cierto estatismo, en el segundo sacamos a relucir toda la panoplia disponible: proyecciones, humo, fuego, pétalos, ceremonia ortodoxa, lo que produce cierta confusión debido a un exceso de informaciones superpuestas. Un montaje muy complejo con ideas interesantes, pero cuya realización completa queda un tanto inconexa.
En cuanto a la música, sí, está bien, ¿que Beethoven declaró su admiración y que Weber encontraba mucho interés? Claro, porque sin duda hay mucho oficio (cosa que cualquier profesional que no sea un snob valora en su justa medida) y porque sin duda Cherubini imprime un dramatismo musical a esta tragedia muy grande, de forma incluso un tanto desaforada, lo cual no podía sino complacer a esos primeros románticos. ¿Es una ópera redonda? Pues no. Casi ningún número es enteramente satisfactorio. Hay mucho material interesante, pero cuando no alarga en exceso la llegada a un punto culminante para no alcanzarlo nunca, deriva por un derrotero armónico que le hace perder fuelle. Pero es la época, es un momento de búsqueda y de indefinición en muchos aspectos y este título tiene su valor precisamente como uno de los ejemplos más interesantes de ese periodo, sin el que tampoco se entenderían genialidades posteriores. Muy interesante esa obertura, que recuerda al mejor Gluck y también a Haydn -influencias audibles a lo largo de toda la partitura, como en ese “Dieux et déesses tutélaires”, tan próximo a La Creación– y que prefigura a Rossini y a Schubert y también muy destacables del citado trío “Dieux…” del primer acto y el aria de Neris en el segundo, con oboe y fagot obligados. Realmente ese fantástico uso de los instrumentos de lengüeta resulta familiar a ciertas obras de Haydn y revela gran maestría. La influencia de Mozart también es palpable en el aria de Dirce y en el último dúo. Y atención al dinamismo melódico y rítmico de los acompañamientos, tan pendientes de la acción dramática. Sin duda es esa adecuación música-texto lo que más pudo complacer a esos geniales autores posteriores a Cherubini.
Ivor Bolton mantuvo un tono de corrección no exenta de cierta irregularidad a lo largo de la representación, con momentos bastante cuidados y otros en los que parecía no prestar excesiva atención a las necesidades de los cantantes, como el aria final de Médée, donde faltó un poco más de flexibilidad. Y, dado el dramatismo de la obra, podía haber extremado las dinámicas en algunas ocasiones, particularmente en las intervenciones puramente orquestales.
La orquesta respondió a su director y cumplió bien su cometido, con algunos pequeños desajustes en la sección de cuerdas. Bien el fagot solista, que tiene un compromiso muy grande en esa aria citada y bastante bien el oboe, aunque la batuta de Bolton, implacable, no les dio mucha posibilidad de frasear con la expresividad que habríamos deseado. No termino de entender la inclusión de las trompas naturales en una orquesta en la que son los únicos instrumentos originales. Si es para dar un toque de “autenticidad”, mejor lo dejamos; si es por una cuestión puramente tímbrica, tendría su lógica, pero casi llama más la atención como algo metido a fortiori que como algo que realmente aporte.
Maria Agresta encarnó una Médée llena de matices, que van desde la seductora hasta la vengadora implacable, con una muy bella voz más de lírica plena que de dramática, pero perfectamente apta para el papel. Quizá le falta un poco de peso en los graves del último acto, pero tuvo el buen gusto de no apretar con registro de pecho. Hubo alguna pequeña caída en la afinación rápidamente subsanada e hizo gala de unos hermosos agudos en una partitura realmente diabólica, llena de brutales quiebros interválicos en las frases. Supo sacar todo el jugo a las constantes repeticiones del texto con un ampliio juego de dinámicas.
Sara Blanch estuvo simplemente soberbia como Dirce. No podemos sino lamentar que su personaje tenga una brevísima intervención en el segundo acto para desaparecer, porque su aria “Hymen, viens dissiper”, muy deudora de las arias de concierto y las óperas serias de Mozart y también con un muy bello acompañamiento de flauta travesara, fue interpretada con una autoridad técnica, estilística y expresiva absolutamente pasmosas. Su voz, aún de ligera pero con cuerpo y un bellísimo color un tanto oscuro en el centro, es perfecta para el repertorio que exige una coloratura sin mácula pero una gran extensión. Además, su dicción fue la mejor de la noche junto a la de Nancy Fabiola Herrera, aunque no abundaré en este aspecto, que tampoco la prosodia es para tirar cohetes. Fue un placer escucharla en Il turco a finales de la pasada temporada, lo ha sido ahora y esperamos renovarlo en el Real muchas veces.
El papel de Jasón es muy exigente y muy ingrato, para qué vamos a decir otra cosa: un registro tirante, un personaje sin luces ni sombras, intervenciones relativamente breves y comprometidas y casi siempre, a modo de comparsa pero con una escritura de protagonista. El tenor Enea Scala le echó todo el arrojo necesario y solventó su cometido con galanura. La línea de canto adolece de cierta falta de regularidad, pero, insistimos, tampoco la escritura ayuda, muy al contrario. Una emisión un tanto forzada afeó el timbre por momentos y un vibrato algo descontrolado resultó un poco molesto en algunas intervenciones.
Muy bien Nancy Fabiola como Neris, que se llevó uno de los aplausos de la noche tras su aria del segundo acto. De todos es conocida la bella voz de la canaria, que se mantiene en un fantástico estado de forma y que cantó con su habitual elegancia y entrega, dibujando una nodriza llena de emoción. Bien el bajo coreano Jongmin Park como Creonte, aunque su emisión, un tanto entubada, no permite que su voz brille de acuerdo con el volumen que puede alcanzar. El Coro Intermezzo actuó con la solvencia que se le conoce y sólo se puede reprochar algún desajuste en el último acto, provocado más bien por cierta falta de precisión desde el foso. Sin duda, todo se irá colocando en su sitio en las próximas representaciones.
Ana García Urcola
(fotos: Javier del Real)