MADRID / Jurowski y la LPO nos introducen en plena refriega
Madrid, Auditorio Nacional, 28-XI-2019. Obras de Elgar y Shostakovich. Nicola Benedetti, violín. London Philharmonic Orchestra. Director: Vladimir Jurowski. Ibermúsica, serie Arriaga.
Siempre es una buena y provechosa experiencia reencontrarse con ese maestro que es Jurowski, fiel a su cita con Ibermúsica al frente de su bien consolidada, equilibrada, robusta y maleable London Philharmonic. Uno y otra han dado nuevamente pruebas de su profesionalidad, de su vigor y de su rectilínea manera de ver y reproducir la música. Hablamos aquí del segundo de los conciertos celebrados, que, como el primero, estuvo conformado por la unión de una obra con solista de violín, en ambos casos salida de la pluma de un inglés, y una gran sinfonía del siglo XX.
Ya sabemos que el director moscovita, nacido en 1972, es artista muy dotado y camaleónico, en sazón, claro criterio, firme de gesto, eléctrico o persuasivo, según los casos, que planifica con lógica, que resalta las voces importantes, que combina colores y que mantiene unas muy personales ideas respecto al tempo y a la acentuación. Austero y severo, suele ofrecer una expresión facial seria, de suma concentración. Una cara de pocos amigos, para entendernos. Que viene contradicha por la suavidad de los modales y lo armónico de los movimientos. Es músico de muy sólida formación, que exhibe una batuta sinuosa. Maneja la mano izquierda con mesura, pero son segura pulsación, que le permite una constante y flexible palpitación rítmica. Su figura enteca, su pelo al viento, su adustez le conceden un aire de dominador tranquilo y sereno. Se sitúa en el podio con un aplomo impresionante e inmediatamente absorbe toda la atención.
En sus interpretaciones late un deseo de apartarse de lo consabido, de lo trillado, de lo tradicionalmente aceptado, de ahí que lata en ellas por lo común algo nuevo y refrescante. Aun cuando a veces puedan sorprender ciertas elongaciones, retenciones, amaneramientos o tempi aparentemente caprichosos; que muchas veces, es cierto, tienen su razón de ser. En ese sentido, ha ido más lejos que su padre, el también director Mikhail Jurowski, un profesional de talla aunque más profesoral y académico, más al viejo estilo. Otro hijo, Dmitri, también es director, aunque de menor relieve. Un relieve que hemos apreciado de nuevo en el hermano mayor en su bien pensada, excelentemente planificada y resuelta Sinfonía nº 11 de Shostakovich, una de esas obras histórico-descriptivas que nadan un poco entre dos aguas y que nos muestran la doble cara de un compositor que parecía cantar las gestas de la revolución bolchevique pero que deslizaba también entre sus pentagramas sutiles mensajes críticos hacia el régimen que a él, como a otros artistas, tenía maniatados.
La extensa Undécima Sinfonía vendría a ser por tanto, y lo subraya María Santa Cecilia en sus bien orientadas notas, una suerte de alegato contra cualquier poder oprobioso. Así lo debe de entender Jurowski, que desplegó desde el principio todo el inmenso arsenal de efectos contenidos en una soberana instrumentación, en un sugerente manejo de los timbres, en las a veces chirriantes voces, en los inacabables y horrísonos fortísimos. Sin descuidar, y eso es de agradecer, los instantes de íntimo recogimiento, de estática contemplación y poniendo la máxima atención en el servicio a los permanentes ostinati rítmicos y tímbricos, que dominan la obra y se hacen sentir ya desde el principio en esa inquietante descripción de una tragedia por venir que se desarrolla a lo largo del primer movimiento: La Plaza del Palacio de invierno.
Introducidos en el paisaje, todo fue coser y cantar para un batuta tan cambiante y flexible como autoritaria; tan fogosa y furibunda como capaz de ensimismarse en el lirismo dolorido de tantos pasajes. Una visión por momentos tremendista –a tenor de lo que exigen los pentagramas- y, sin embargo, casi delicada para tocarnos la sensibilidad. Una interpretación, desarrollada, como se prescribe, sin una sola interrupción, en la onda propia de un gigantesco poema sinfónico. Más arrebatada aún y ya es decir, que la que nos ofreció hace unos años, también para Ibermúsica, Semyon Bichkov al frente de la Concertgebouw.
Previamente, para completar una sesión tan maratoniana como la del día anterior, se nos brindó el inacabable Concierto para violín de Elgar, inmerso en la tradición postromántica que partía del escrito por Brahms, aunque sin la economía de medios y de la capacidad de síntesis del hamburgués. Elgar repite hasta la saciedad los mismos rasgos temáticos en una perenne reelaboración, en unas idas y venidas que se nos antojan eternas pese a la belleza intrínseca de algunas de las frases y a la meditada poesía que puede desprenderse de ellas. Nos aburrimos un poco aunque a aliviarnos contribuyera poderosamente la actuación de la joven y esbelta violinista escocesa de ascendencia italiana Nicola Benedetti, una aventajada seguidora de la escuela de Menuhin.
Dio pruebas, una vez más, tañendo su magnífico violín francés de mediados del siglo XIX, de elegancia en la exposición de los temas, destreza en su desarrollo y comentario, vigor y precisión en los ataques, espléndido dominio de las dobles y triples cuerdas sin dejar de mantener en todo momento un control muy sutil del arco y de cuidar un sonido no exento de cuerpo, de bellos reflejos y una cuarta cuerda de impresión; en una partitura de extrema dificultad para el solista, que encontró aquí una colaboración de primera clase de parte del tutti y de la batuta. Regaló al final lo que parecía ser un arreglo de un tema popular escocés.
Arturo Reverter