MADRID / Inolvidable magisterio mahleriano de Chailly
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 2-X-2022. Orquesta Filarmónica de la Scala. Director: Riccardo Chailly. Obras de Beethoven y Mahler.
Se abrió la presente temporada de Ibermúsica con la visita, recuperada tras el forzoso aplazamiento del pasado enero por culpa del coronavirus, de la Filarmónica de la Scala, bajo la dirección de su titular, Riccardo Chailly, en el año en que se cumplen cuarenta desde que Claudio Abbado fundara esta formación. En los atriles, las primeras sinfonías de Beethoven y Mahler, comienzos tan diferentes, pero tan fascinantes, de dos de los ciclos sinfónicos más importantes de la historia.
El inconveniente de programar dos partituras tan diversas (con requerimientos de plantilla igualmente distantes) es que o se opta por dejar a media orquesta de brazos cruzados durante medio concierto (multiplicado por tres: el número de conciertos que dan en la gira española) o acaba tocando la sinfonía de Beethoven más gente, bastante más, de la acostumbrada.
Ocurrió en esta ocasión lo segundo. La orquesta italiana presentó una plantilla para Beethoven con un contingente de cuerda de 14 primeros violines, 8 violonchelos y 6 contrabajos. Desde mi localidad podía contar mal los segundos violines y las violas, pero calculo que serían 14 (o tal vez 12) y 10 respectivamente. En cualquier caso, mucha cuerda para una sinfonía como la Primera del gran sordo. Con las maderas a dos, como está prescrito en la partitura, el desequilibrio estaba a priori servido.
Sin embargo, asomó el gran maestro que es Chailly, con pocas dudas uno de los mejores directores del planeta en estos momentos. Y ya en esta sinfonía gobernó con mano diestra los equilibrios y planos, controló de manera magistral los contrastes, esos sin los que Beethoven no se entiende, y aligeró texturas hasta lograr, en la medida de lo posible con la orquesta que tenía a su disposición, que el equilibrio fuera idóneo y la articulación y empaste de una cuerda lejos de lo excepcional, resultara generalmente conseguido pese a tempi que se movieron en lo animado.
Calibró el maestro milanés cada regulador, cada grado de la dinámica, cada acento, con precisión e intención oportunas, construyendo un Beethoven que vibró en el primer tiempo, cantó con leggierezza y encomiable belleza en el segundo, sonrió con nervio en el muy vivo Menuetto, en realidad un scherzo, en cuyo trío (al tempo demandado desde el podio) se pudo apreciar algún pasaje más confuso de la cuerda, y concluyó con envidiable y vitalista energía en un cuarto de envidiable trepidación.
La Primera de Mahler es, claro está, un asunto completamente diferente. La plantilla a tope (aunque, curiosamente, no tan incrementada en la cuerda, ya suficientemente nutrida antes), y música, como tan bien describió el inolvidable Bernstein en aquel maravilloso artículo de los sesenta, de extremos, caleidoscópica en ambientes y colorido, y hasta aparentemente (o no tan aparentemente) caótica en su mezcla de herencias y raíces diversas.
Chailly es un mahleriano consumado y, de hecho, creo que su última visita a este ciclo, con esta misma orquesta, ocurrió poco antes de la pandemia con otra sinfonía de Mahler, la Sexta. Lo escuchado ayer bien puede resumirse en una frase: lo que un magnífico director de orquesta es capaz de conseguir con una orquesta no excepcional, cuando se dominan los recursos técnicos y musicales y se tiene una comprensión profunda y cabal del complejo, riquísimo, pero también a menudo desconcertante lenguaje mahleriano.
No es, la Filarmónica de la Scala, una orquesta sinfónica excepcional ni mucho menos. Es una formación notable, pero, para situarnos, no la creo mejor, en ninguna de sus familias, a la Nacional, en su actual estado de forma. La cuerda muestra un empaste plausible pero su sonido no tiene la presencia de otras centroeuropeas (ni de la española citada), aunque la cuerda grave, especialmente los violonchelos, sí ofrecen un sonido de gran belleza. La madera y el metal son solventes, sin duda, pero tampoco excepcionales.
Y ahí entra en juego Chailly. Creando una atmósfera de contagioso magnetismo, ya desde el susurrado ppp inicial del primer movimiento, con una construcción impecable del mismo hasta un clímax de enorme impacto y un final igualmente rotundo. Atrás quedaron, olvidadas, las imperfecciones de los trompetas en sus pasajes iniciales en eco, en los que el ajuste fue mejorable.
Vibrante, enérgico, el segundo tiempo, un Ländler manejado con nervio, con un trío cantado con preciosa intensidad expresiva, el punto justo de rubato, para dotarlo de un lirismo alejado de sensiblería. Excelente, dicho sea de paso, el trompa solista en la transición del Ländler al trío.
El tercero, esa marcha fúnebre construida sobre el Frère Jacques en modo menor, tuvo en muchos momentos esa dosis de amarga melancolía que ya presenta (en esta ocasión de manera excelente) el contrabajo solista, y que Mahler se ocupa bien resaltando luego en la partitura con la indicación Mit parodie. Asomó también, con el debido color, la charanga de la banda Klezmer, en otro de esos contrastes tan mahlerianos y que tan bien maneja Chailly.
El cuarto, en fin, nos trajo una explosión de energía, pero siempre en el contexto de un edificio sólidamente construido. Qué fácil es caer en la textura gruesa o en el caos sonoro y qué difícil que todo suene coherente, en su sitio, siempre bajo el mando firme y nítido del maestro, muy expresivo, pero de oportuna y cristalina claridad gestual. De nuevo, siempre cuidada atención a cada indicación (y Mahler es especialmente prolijo en este aspecto). Hay que destacar la bellísima realización del segundo tema, sobre el que Mahler precisa Sehr gesangvoll. Motivo muy lírico y que, en efecto, reclama, como la indicación, el canto. Sacó aquí el maestro el máximo y mejor partido de la cuerda a su disposición.
Y aunque las violas, protagonistas en el inicio de la coda, pudieron también haber sido más precisas en su empaste, la conclusión fue trepidante, de una intensidad realmente poderosa, irresistible, pero nunca desordenada ni confusa. El auditorio, que complace ver lleno, se vino abajo en un éxito clamoroso de la formación italiana, pero, sobre todo, de su magistral director titular, uno de esos maestros que uno querría ver a cada rato. Concierto extraordinario, de los que se recuerdan.
Rafael Ortega Basagoiti