MADRID / Incandescente concierto de Tamestit y Currentzis
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 30-III-2022. Temporada de La Filarmónica. Antoine Tamestit, viola. Orquesta de la SWR de Stuttgart. Director: Teodor Currentzis. Obras de Shchetynsky, Widmann y Shostakovich.
La última visita del director griego nacionalizado ruso Teodor Currentzis (Atenas, 1972) a Madrid con SWR de Stuttgart, de la que es titular, fue apenas diez días antes de la declaración del estado de alarma por la pandemia (luego vino, en abril de 2021, con su orquesta, MusicAeterna). Sacudió entonces al personal con impactantes y radicales interpretaciones de Muerte y transfiguración de Richard Strauss, y la Primera sinfonía de Mahler. Su siguiente visita con la SWR, prevista para 2021, no tuvo finalmente lugar por culpa del continuado ataque vírico.
Este año todo parecía circular con normalidad (mascarillas aparte) para el esperado retorno de Currentzis y su orquesta alemana. El programa anunciado incluía además el atractivo de un violista extraordinario (Antoine Tamestit, encargado del Concierto para viola de Marko Nikodijevic) y abría la incógnita de costumbre con el maestro greco-ruso: ¿qué haría Currentzis con la Primera de Brahms?
Pero en los tiempos convulsos que vivimos, siempre hay lugar para sorpresas inesperadas. Y la invasión de Ucrania por Rusia ha convulsionado al mundo, también, naturalmente, al musical. Ha habido artistas muy conectados con el dictador ruso (el caso de Gergiev, que nos visitó poco antes de que comenzara el conflicto, es paradigmático) y reacciones que creo injustificadas contra la cultura rusa en general. También ha habido reacciones comprensibles de corazón dividido por parte de artistas que tienen conexiones fuertes con ambos países o, simplemente, deploran y condenan la citada invasión. Currentzis, alumno en su día de Iliá Musin, uno de los más ilustres docentes de dirección orquestal de nuestros días, que enseñó, entre otros a Gergiev, Bychkov y Temirkanov, decidió, a la vista de los acontecimientos, cambiar el programa de la gira que les ha traído a Madrid (y antes a Colonia y Barcelona), y los llevará en los próximos días a Dortmund, Hamburgo, Viena, Friburgo y finalmente a su sede, Stuttgart.
El nuevo programa, según declaración del director contenida en el programa de mano y leída micrófono en mano por un presentador de La Filarmónica justo antes del concierto, propone “la interpretación de las obras de un compositor ucraniano, un alemán y un ruso. De esta forma, el director y la orquesta dan su respuesta a la situación actual para hacer un llamamiento musical por la paz y la concordia.”
Abría el programa la composición titulada Glosolalia, del ucraniano Oleksandr Shchetynsky (Járkov, 1960). El propio compositor expone que el título se refiere a la primera acepción de la palabra (“don de hablar idiomas”), y comenta que está escrita con técnica dodecafónica y basada en una única serie. Con una formación reducida de cuerda (solo primeros atriles) y abundante percusión, la obra se inicia de manera misteriosa, con un punto inquietante, hasta alcanzar un clímax que el propio Shchetynsky describe como salvaje, donde viento y percusión se comportan con estridencia, y el pianista percute en su instrumento violentos clusters. El final retoma el misterio dibujado en el inicio. Glosolalia, premiada en su día en el concurso de composición Kazimierz Serocki de Polonia, tiene en sus muchos momentos ciertas resonancias de un caos agresivo, como si se rozara la segunda acepción de la palabra, la de “lenguaje ininteligible” con “secuencias rítmicas y repetitivas”. Currentzis, que ayer lucía una indumentaria más convencional que en algunas ocasiones previas, dirigió con absoluta precisión gestual y con la intensidad a que nos tiene acostumbrados esta partitura que no deslumbró.
Lo hizo, bastante, la siguiente: el Concierto para viola del clarinetista y compositor alemán Jörg Widmann (Múnich, 1972), encargo del solista Antoine Tamestit (París, 1979) estrenado por él mismo el 28 de octubre de 2015, y que también lo interpretó ayer. La estética de Widmann es más atrevida e imaginativa que la de Shchetynsky, y su Concierto para viola escapa por completo a la concepción de lo que consideramos una pieza concertante convencional. Como señala Tamestit con acierto en el programa de mano, la obra es “muy visual”. Yo incluso iría más lejos: es una obra para ver, con un muy acusado componente escénico. Es, en realidad, eso que ahora se llama una performance. Uno no se imagina escuchando esta obra en disco. Se imagina presenciando todo el componente teatral que tiene. El solista no comparece en escena para el clásico saludo antes del inicio, que el director efectúa, para sorpresa de los espectadores, en solitario. Se produce entonces la entrada del solista, que camina con lentitud, incluso con pasos adelante y atrás, mientras ejecuta la partitura. Pero ese comienzo, en otro detalle singular, no tiene notas, sino pequeños pero sonoros golpes de percusión. Los dedos de la mano derecha golpean sobre la barbada, los de la izquierda sobre el mástil de la viola, a diferentes alturas, obteniendo apagadas resonancias de las cuerdas.
Casi inmediatamente se produce el primero de muchos diálogos con instrumentistas: percusión, cuerdas (en una formación de atípica desproporción: cuatro violines, tres violas, tres violonchelos y ocho contrabajos), arpas. El solista alterna sus pequeños golpes percutidos con una larga perorata en pizzicato. Otra de las características del concierto es que el solista se mueve por las distintas familias instrumentales de la orquesta, teniendo hasta tres atriles en lugares diferentes de la misma. Mantiene con ellas diálogos sugerentes (así el que tiene con la flauta baja, con patentes resonancias orientales) o hasta histriónicos (como el sostenido con la tuba). Partitura, pues, llena de curiosas combinaciones tímbricas, con momentos de agresiva estridencia, y con un componente escénico imparable, no solo por el movimiento, sino incluso por detalles como la sincronización de golpes de arco, utilizado a modo de sable, que, en perfecta sincronización con el percusionista de turno, harían pensar que estaba golpeando el gong con el arco.
En su último movimiento es donde escuchamos el sonido más convencional, y donde Tamestit, que había ofrecido una demostración apabullante del dominio de su instrumento, deslumbró con la belleza de su sonido, la perfección de sus armónicos, la inverosímil flexibilidad y agilidad de su arco, en el tramo más doliente y triste de la obra, en el que ya ocupa sobre el escenario la posición en la que clásicamente encontramos a los solistas de cualquier obra concertante. Currentzis, él mismo actor y proclive a dotar de intensidad escénica a sus interpretaciones, puso de su parte no sólo una dirección precisa, atenta y contrastada, sino una complicidad absoluta con Tamestit para asegurar que ese componente visual llegara con la intensidad que lo hizo. El final, en un desvanecimiento adelgazado hasta quedar literalmente evaporado, encontró poco después una entusiasta recepción por parte del público. La obra, la interpretación, el formidable solista y la no menos intensa dirección, indudablemente, habían entrado por los oídos… y por los ojos. Y de qué manera. El portentoso violista francés, tras las encendidas ovaciones, ofreció una hermosa fusión de una nana popular ucraniana combinada con un arreglo para viola de la Sarabande de la Segunda suite para violonchelo de Bach.
La segunda parte la ocupaba una de las sinfonías más populares de Dmitri Shostakovich: la Quinta. Merece la pena leer, en el programa de mano, la inequívoca declaración de Shchetynsky, el compositor de la comentada Glosolalia, titulada Mi Shostakovich, en la que confirma (como tantos otros, empezando por Sanderling y terminando por Rostropovich) que el compositor ruso encarnaba una lucha silenciosa, desde su frecuentada amarga ironía, contra cualquier forma de totalitarismo. En efecto, la Quinta sinfonía de un Shostakovich que sentía el aliento cercano de la amenazante represalia estalinista tras las críticas del régimen a su Lady Macbeth de Mtsensk, nos lleva desde un ambiente de doliente misterio y luego desgarro en el primer movimiento a la amarga sonrisa del segundo, el sereno dolor del tercero y el triunfalismo del último. Triunfalismo que suena, seguro que intencionadamente, artificial, y tras el que subyace, indudablemente, una intensa amargura y contenida rebelión.
Currentzis no ofreció dudas. Su gestualidad se mantiene en un despliegue, sí, tan teatral, desgarbado y desinhibido como de cristalina claridad para sus músicos. Tan diáfano como nítidas son las ideas musicales que alberga su cabeza. Su Quinta de Shostakovich transcurrió así por aguas de rotunda intensidad dramática desde del contundente inicio. Dicho con crudeza y tensión el allegro non troppo, con descarnada amargura el pasaje Largamente y con espeluznante pianissimo el retorno final al moderato en el primer tiempo. Tuvo energía, determinación, y ese reflejo sardónico obligado el allegretto, planteado con un impulso rítmico contagioso, y con un manejo magistral del rubato.
Sencillamente espeluznante el Largo, construido como un gran arco hasta su desgarrado clímax, con una tensión de las que ahoga. Acertó Currentzis al no ahorrar brillantez al allegro non troppo final, y aún más al rodear el aparente y efectista triunfalismo de una crudeza que resaltaba la amargura escondida en su mismo artificio. El festín que aparentaban los rotundos y exaltados acordes parecieron lo que probablemente Shostakovich quería que fueran: un triunfo en el que nadie creía, porque en realidad triunfaba la reprimida amargura que había detrás.
En todo momento, la respuesta de la Orquesta de la SWR fue excelente, incluso mejor que la escuchada en su última visita. La interpretación apabullante del maestro greco-ruso fue recibida con entusiasmo por el público. El regalo llegó, también con un componente algo teatral, pero con comprensible contenido emotivo. Parte de la orquesta abandonó sus instrumentos para ejercer de coro, y entre todos ofrecieron una singular pero muy expresiva interpretación del coral Jesús, alegría de los hombres de la Cantata BWV 147 de Bach. No era mal colofón para el mensaje de paz que director y orquesta pretendían transmitir con este concierto. Un concierto incandescente, y sin duda, para el recuerdo. Como termina su antes citada nota el compositor ucraniano Shchetynsky, “la belleza es la luz que vence a las tinieblas.”
Mención aparte para los espectadores tardones, y a los criminales del móvil, que obligaron a Currentzis a esperar para comenzar sus interpretaciones, tanto al principio como en la segunda parte.
Rafael Ortega Basagoiti