MADRID / Imponente ‘Séptima’ de Mahler por Järvi y la Tonhalle
Madrid. Auditorio Nacional. 30-X-2024. Ibermúsica 24-25. Orquesta de la Tonhalle de Zúrich. Director: Paavo Järvi. Mahler: Sinfonía nº 7.
El segundo concierto de la visita de la Tonhalleorchester Zúrich a Madrid coincidió con el día en que España estaba sobrecogida por la tragedia acaecida como consecuencia de las riadas del martes. La formación suiza tuvo el bonito gesto de dedicar el concierto a la memoria de las víctimas e iniciarlo, en pie, con un minuto de silencio en su recuerdo.
Se ponía en los atriles una obra bien distinta de todo lo escuchado ayer, la Séptima Sinfonía de Mahler. Tiene, creo, gran acierto Arturo Reverter en sus excelentes notas, y coincido plenamente con él, cuando apunta hacia ella como una “composición tan difícil, tan trabada, tan original, tan experimental, quizá la más radical de Mahler desde un punto de vista estructural, arquitectónico, instrumental y armónico”. Coincidencia que extiendo cuando señala que sus cinco movimientos “nos revelan la riqueza de materiales que maneja el compositor, de la más diversa procedencia: elementos poéticos, autobiográficos –como siempre en él– irónicos, sarcásticos, trágicos… Una mezcolanza que contribuye a forjar una forma singular y a proporcionar interrogantes del más diverso signo”.
Como tantas veces, o quizá más que la mayoría de las veces, Mahler es aquí particularmente caleidoscópico, elusivo en cuanto a expresar con nitidez su mensaje último, algo que, además queda especialmente confirmado por un movimiento final que parece la culminación de un relativo (¿intencionado? diríase que seguramente) desconcierto. En lenguaje más llano, lo expresé en su momento como la sensación de estar ante un vaivén continuo, una sinfonía que juega al amago, al “parece que voy en esta dirección, pero finalmente voy en esta otra”. Amaga el bohemio con un comienzo oscuro a cargo de la trompa en si bemol (la llamada “tenorhorn”), y en ese momento, como en muchos de los siguientes, poco hace prever que la dramática oscuridad de ese inicio va a terminar en un final festivo (y en muchos momentos con ramalazos abierta, y sin duda, intencionadamente, vulgares), ni al scherzo, descrito en su día con acierto por el añorado José Luis Pérez de Arteaga como una parodia especialmente sarcástica del vals vienés.
El ritmo de marcha se presenta fatídico en el primer tiempo, y sereno, pero no exento de cierto tinte ominoso, en la primera de las músicas nocturnas (segundo movimiento), pero tras el Scherzo, bien definido por Reverter como fantasmagórico, sorprende por inesperado el poético, luminoso y sereno lirismo de la segunda de las músicas nocturnas (cuarto movimiento), cuya ternura está bien adornada por la (rara en el mundo sinfónico, por no decir abiertamente insólita) presencia de guitarra y mandolina entre la panoplia instrumental.
Y, sin embargo, nada de ello nos prepara para ese inesperado rondó del quinto movimiento. Decididamente jubiloso, pero a la vez es también un gran sarcasmo, con sus guiños a Wagner (los más evidentes de todos, en concreto a los Maestros Cantores). Sarcasmo jubiloso y festivo que supone la culminación del recital de amagos con un nuevo regate que evidentemente no se espera. Inesperado, y por ello, desconcertante, pero a la vez, dotado de indudable fascinación. Hay que recordar una vez más a Bernstein: “Mahler estaba dividido por la mitad, con el curioso resultado de que cualquier cualidad perceptible y definible en su música, encuentra también en ella la cualidad diametralmente opuesta.”
Obra, como todas las de su autor, de temible dificultad para la orquesta y para el director, porque a los escollos técnicos, las comprometidas exposiciones de muchos solistas y la intrincada textura, se suma un hilo conceptual no fácil de explicar. Qué quiso retratar Mahler en su particular y siempre caleidoscópica capacidad descriptiva está, a falta de pistas más concretas del propio autor, abierta a múltiples interpretaciones… y las ha tenido. Cita Reverter a Chamouard, para quien la obra, como las Lecciones de Tinieblas de Couperin “evoca el patetismo del hombre mortal sobre la tierra con sus dudas y sus preguntas, en primera instancia, para proclamar, a renglón seguido, la esperanza y la confianza en una vida mejor”. Sustituyan el patetismo del hombre mortal por la decadencia de la Viena finisecular o la cercana debacle europea (la obra es apenas 13 años anterior a la primera guerra mundial), y tendrán una hipótesis igualmente plausible… aunque el último tiempo siga siendo (¿intencionadamente?) desconcertante.
En aguas tan complejas, Paavo Järvi demostró una vez su enorme clase y preclara inteligencia. Construyó un discurso sólido, fluido, lógico, bien ordenado, para dibujar de manera coherente ese hilo conceptual en el que, sin definir un sujeto concreto para lo que se retrata, nos llega con nitidez que el asunto, en todo caso, va de una desgraciada y patética decadencia, sus vaivenes y oscilaciones y su esperanza, quizá utópica, o no, en un futuro mejor. O tal vez, un guiño de amargamente sarcástica resignación que se inclina hacia un júbilo en el que no se termina de creer, y que se dibuja por ello muchas veces de forma vulgar.
Con la inestimable ayuda de una orquesta que evidenció de nuevo su clase formidable (es, no tengo duda, de lo mejor que ha pasado por este ciclo, y eso la pone entre las mejores de Europa, con lo que ello significa), el maestro estonio sentó las bases desde esa llamada inicial de la precitada trompa en si bemol. Dibujó siempre con acierto y adecuada flexibilidad acentos, matices e inflexiones, tan abundantes en Mahler (que derrochaba indicaciones al respecto), con fino y bien empleado rubato, y siempre excelente manejo de las transiciones, tan importantes generadoras de la tensión adecuada, como la observada justo antes del subito allegro I en el primer movimiento, o la planteada (con ayuda de unos contrabajos y trombón excepcionales) en el retorno del Langsam inicial. La carga dramática de este movimiento quedó rotundamente afirmada en el decidido final.
Dentro de una interpretación que no me resisto a calificar de excepcional, fue quizá el segundo movimiento, la primera de las dos Músicas nocturnas, el que ofreció algunos de los momentos más bellos del concierto. Soberbios los dos solistas de trompa en el inicio, como luego lo estuvieron los clarinetes y el corno inglés, o el magnífico trio de fagots y contrafagots (matrícula de honor para todos ellos). Pero esos mimbres extraordinarios hay que saber manejarlos. Lo hizo Järvi con un fraseo y un dibujo del ritmo realmente formidables. Brilló también el precioso canto de los chelos (los dos solistas de esta sección, también estupendos), en una lectura de una claridad de texturas (otro mérito de la batuta siempre facilitadora y nítida del estonio) excepcional, pero dotada siempre de gran riqueza de contrastes y de ese sabor contrastante (qué estupendos sf y subito piano) que nos pinta una sonrisa que en realidad termina, como hizo el movimiento, evaporándose en una evanescente incógnita.
Pareció bastante ligero el Scherzo, con el compás llevado a uno, buen ritmo de danza, precioso en cuanto a la prestación de la cuerda (estupenda la concertino, Julia Becker). Pudo haber adquirido algo más de carácter grotesco con más acentuado rubato, pero en cambio tuvimos sarcasmo de sobra en los incisivos y bien resaltados acentos de los fagots. El caleidoscopio de Järvi mostró otra faceta más en una segunda Nachtmusik de ternura tan patente y bien cantada como aparentemente inesperada. Otra vez destacó el estupendo manejo del rubato, y otra vez brillaron los dos solistas de chelos, igual que los de mandolina y guitarra. Mostró el titular de la Tonhalle, una vez más, su fino manejo de las inflexiones de tempo, y su máximo aprovechamiento de la excepcional centuria que tenía a sus órdenes. El evanescente final de este tiempo, con un largo trino en pp de los clarinetes, de inverosímil levedad, habla por sí solo.
Las virtudes ya comentadas sobre inflexiones, rubato, acentos y contrastes, brillaron en un tiempo final en el que Järvi no ahorró desparpajo en su traducción de ese ambiente festivo, jubiloso y, para qué nos vamos a engañar, hasta vulgar en más de un momento. Incluso en un final de eficaz, pero también efectista, contundencia, que no hace sino ahondar en un desconcierto que, finalmente, se antoja pretendido.
El resumen no puede ser más sencillo: una interpretación magníficamente planteada y mejor traducida de una orquesta realmente excepcional con un director que merece la misma calificación. Imponente Mahler en un maravilloso concierto. No hubo propina. Simplemente, no procedía. Procedía paladear el manjar exquisito que acabábamos de disfrutar.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)