MADRID / Ibermúsica: Esplendorosa Filarmónica de Berlín para un cierre dorado de temporada
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. Ibermúsica. 3 y 4-V-2023. Orquesta Filarmónica de Berlín. Orfeó Català. Solistas: Louise Alder, soprano; Wiebke Lehmkuhl, contralto; Linard Vrielink, tenor; Kresimir Strazanac, bajo. Director: Kirill Petrenko. Obras de Mozart y Schumann.
Volvía la Berliner Philharmoniker a Madrid con Ibermúsica, dentro de una gira española situada en torno al Europakonzert que la orquesta germana ofrece anualmente el primero de mayo desde 1991. Esta vez, el marco de alto significado cultural elegido para ese evento europeo fue la Sagrada Familia de Barcelona (concierto retransmitido por la 2 de TVE) y el primer programa de la escala madrileña de la gira subsiguiente se centró en las obras mozartianas ofrecidas en el templo diseñado por Gaudí: Sinfonía nº 25 en sol menor K 183, Exsultate Jubilate K 165 y Misa de la Coronación K 317. Concierto que, además, suponía el debut en el ciclo del actual titular de los berliner, el ruso Kirill Petrenko (Omsk, 1972), así como de los cuatro solistas vocales de la misa mozartiana.
La Sinfonía nº 25 es la primera de las únicas dos (la otra es la bien conocida nº 40) escritas por Mozart en esa tonalidad, y se hizo muy popular tras su utilización, de gran impacto, en el inicio de la película Amadeus. Obra de asombroso ímpetu dramático para ser el fruto de un chaval de apenas diecisiete años, ya desde la urgencia e inquietud que transmite el ritmo sincopado del comienzo, y que impregna también el allegro final e incluso, en cierta medida, el menuet. Por su parte, el motete Exsultate jubilate, fruto contemporáneo de la sinfonía, es música de gran luminosidad y exigente en el virtuosismo vocal. Música que no deja lugar a dudas sobre el carácter de alegre exaltación que intenta transmitir el texto. Por su parte, la Misa en do mayor K 317, más conocida como Misa de la coronación, es una obra maestra de condensación (apenas media hora) en la que devoción, solemnidad, exaltación y recogimiento transcurren con una facilidad e ingenio extraordinarios. Obras todas bellísimas de principio a fin en este primer programa.
Que escuchar a Mozart por una orquesta de lujo como es la filarmónica berlinesa tenga el mayor atractivo para muchos, entre los que me cuento, no debe ser óbice para constatar una relativa decepción desencadenada por esa elección de programa en algunos aficionados, manifestada a quien esto firma por más de uno, que esperaban tener la ocasión de escuchar a esa formidable formación en alguna partitura que permitiera, por así decirlo, mayor disfrute de sus posibilidades sinfónicas en obras a gran escala, léanse los Richard Strauss, Mahler, Bruckner, Shostakovich o tantos otros. Quede recogida esta otra perspectiva, con total respeto para lo que pueda opinarse en uno u otro sentido. Otro asunto más delicado es el hecho, que afecta a quienes estén abonados a ambas series de Ibermúsica (ignoro si el número es significativo), de que la mitad del segundo concierto fuera idéntica a la del primero: Sinfonía nº 25 y Exsultate jubilate, quedando la Cuarta Sinfonía de Schumann como única novedad en esa segunda comparecencia. Esto no tiene pinta de haber sido manejado con especial fortuna por quienes desde Berlín han organizado la gira.
Petrenko dirigió a la Nacional como invitado hace quince años (junio de 2008, con las Danzas sinfónicas de Rachmaninoff y Hary Janos de Kodaly, más el Concierto para violín de Sibelius con Julian Rachlin como solista), sin que tal actuación causara entonces especial impacto. El ruso es maestro entregado, con nervio y energía indudables. Claro en el gesto, expresivo con batuta, manos y cara (su mirada, su sonrisa, es de una expresividad contagiosa), es director que sabe bien lo que quiere y cómo conseguirlo. Se puede o no coincidir con su planteamiento, pero caben pocas dudas sobre la medida en que consigue materializar lo que tiene en la cabeza. Se acerca a Mozart desde postulados próximos a eso que se ha dado en llamar “tercera vía”. Un Mozart con aristas, alejado de edulcoramiento alguno, que en más de un aspecto puede recordar a algunos aficionados algún que otro detalle digno de Harnoncourt. Hay acercamientos a la corriente historicista patentes en algunos detalles: tempi muy ligeros, baquetas duras en el timbal (en la Misa), acentos acerados e incisivos, muy evidentes en unos juegos forte – piano de singular agresividad y extremo contraste, poco vibrato, y arcos ligeros. No ahorró plantilla de cuerda (12/10/8/6/4) en la sinfonía, completada con las 4 trompas (número inusual en esa época) prescritas por Mozart, más las parejas de oboes y fagots. En todo caso, y como señaló en su día oportunamente el citado Harnoncourt, la dimensión de los conjuntos mozartianos variaba considerablemente en el número, de forma que tampoco puede decirse con fundamento que el desplegado en esta ocasión, y menos en una sala tan grande, fuera excesivo.
Cuestión diferente es la decisión, que no recuerdo haber visto con frecuencia, de situar a la orquesta ocupando la mitad trasera del escenario, dejando libre un espacio de varios metros hasta el borde del mismo. Quien firma estas líneas no estaba seguro de que tal ubicación favoreciera especialmente la buena proyección del sonido o el balance de volúmenes tras lo escuchado el primer día, sin que terminara de adivinar la razón de tal ubicación, al menos en la primera parte, en la que el posible argumento de asegurar la proximidad del coro no procedía, dado que su intervención se limitaba a la segunda. Volveré sobre el asunto en el comentario sobre el segundo concierto.
La Sinfonía nº 25 tuvo en las manos del maestro ruso todo el vibrante impulso y alto voltaje que esa música urgente demanda desde el inicial allegro con brio. La cuerda de la orquesta berlinesa es, no se me ocurre mejor descripción, un milagro de inverosímil precisión en el empaste. Responde con una perfección que parece imposible a la mayor exigencia de agilidad y claridad, con absoluta precisión y belleza en los matices y con una sonoridad tan poderosa como bella, empezando por unos contrabajos que hacen temblar los mismísimos cimientos de la sala. Petrenko, cabe suponer que, naturalmente, con toda la intención, decidió dar en la sinfonía una preminencia a esas cuatro trompas que pareció, al menos a quien esto firma, excesiva, aunque también esto admite cierto matiz tras la escucha del segundo día. No diría que hasta el extremo de tapar los dibujos de la cuerda, pero ciertamente creo que hubiera sido de agradecer un punto más de modulación en su volumen. Más, teniendo en cuenta que, dentro del excelente nivel general, no fue su nivel de ejecución (ausentes sus solistas más conocidos, Stefan Dohr y Sarah Willis) lo mejor de la tarde.
Al mencionado milagro de la cuerda, para la que se acaban los calificativos, se añadió el de la pareja de oboes, presidida por un Albrecht Mayer sencillamente portentoso. Bastó escuchar sus largas notas en el inicio de la sinfonía, tras la interrupción de las inquietantes sincopas iniciales de la cuerda, para adivinar lo que nos iba a deparar la tarde de la mano de un solista excepcional: perfecto de entonación, precioso el timbre y de una exquisitez realmente maravillosa en el matiz. Se dibujó por la batuta un andante animado, de nuevo exquisitamente cantado por la cuerda, y en el que no se respetó la repetición prescrita de la segunda parte. Enérgico, firme, muy harnoncourtiano, el minueto, con el acento fp tan acentuado que (muy en la línea de lo que el fundador del Concentus Musicus hacía en esta misma obra) apenas se escuchaban las apianadas notas inmediatamente posteriores. Delicioso el trío, en el que oboes (Mayer introdujo incluso adornos en la repetición) y fagots brillaron nuevamente por encima de las trompas. El allegro final, también impregnado de las nerviosas síncopas del inicio, recobró la dramática y enérgica urgencia del mismo. Tampoco en ese movimiento se ejecutó la repetición prescrita de su segunda mitad.
El Exsultate jubilate contó, como en Barcelona, con la soprano británica Louise Alder (Londres, 1986) como solista. Alder tiene una voz hermosa, bien timbrada, de presencia suficiente aunque no deslumbrante (sobre todo en el registro grave), pero sí sabiamente manejada en el flato, con un vibrato justo y una envidiable capacidad de matiz. Y, sobre todo, posee una sobresaliente agilidad, algo imprescindible para manejar con garantía una partitura como la de este motete, de alta demanda en bastantes pasajes rápidos, que son aún más exigentes teniendo en cuenta que la batuta no favorece precisamente los tempi caídos. Se lució nuevamente la maravillosa cuerda berlinesa, desde la perfecta respuesta a la agilidad demandada desde el podio, hasta el canto sensible de las violas (con nuestro compatriota Riquelme en el primer atril) en el andante. Precioso, exultante, el conocidísimo Aleluya final.
Parámetros similares adornaron la Misa de la Coronación, planteada con idéntico orgánico de cuerda al de la sinfonía, salvo las violas, obviadas ahora por el compositor. A la pareja de trompas, oboes y fagots, se añadió otra de trompetas, timbales y tres trombones. Interpretación vibrante, movida, enérgica, vitalista, muy rica en contrastes, de decidida rotundidad en muchos momentos (inicio del Kyrie, algunas partes de Gloria y Credo, por ejemplo), pero también de canto sensible (Crucifixus, Agnus, este admirablemente expuesto por Alder). La orquesta se mostró excelsa a lo largo y ancho de la interpretación, nuevamente presidida por una cuerda sencillamente primorosa. ¿Es posible un dibujo más hermoso de los violines sobre las palabras Et in spiritum sanctum en el Credo? Jubiloso el Dona nobis pacem final, aunque el firmante hubiera favorecido un punto menos de velocidad que la arrolladora empleada por Petrenko en ese allegro con spirito de la conclusión. Formidable la prestación de un Orfeó Català más que nutrido (no llegué a contar las voces, pero no creo equivocarme mucho si calculo que se aproximarían a los 70-80). Teniendo en cuenta lo escuchado, hubieran podido emplear un contingente con 15-20 voces menos sin merma del nivel y con beneficio para el balance global, en todo caso muy logrado por una cuidada dirección… y porque el poderío sonoro de los berliner está en una clase aparte. En todo caso, una verdadera maravilla de coro: redondo, empastado, jamás estridente, sonoridad preciosa y estupendo matiz, respondiendo perfectamente a las demandas de Petrenko.
Destacó en el cuarteto solista (ahora ubicado tras la orquesta, justo delante del coro), la antes mencionada Alder. Tras ella, fue quizá el tenor Vrielink, de voz más bonita que con presencia importante, el mejor de un cuarteto más suficiente que deslumbrante. Más inadvertidos la mezzo Lehmkuhl y, sobre todo, el bajo Strazanac, probablemente el de menor entidad del grupo. Éxito grandísimo para todos, y también muy especial para, procede repetirlo, el formidable coro catalán.
El segundo día, con primera parte idéntica, deparó no obstante alguna sorpresa. La ubicación de la orquesta fue esta vez “la normal”, es decir, ocupando el espacio disponible desde la proximidad al borde del escenario, sin esos metros libres dejados el día anterior. Como había sospechado, la cosa cambió, y bastante: mejoró sensiblemente el balance global, la proyección del sonido y la forma en la que pudo escucharse a Louise Alder en el motete mozartiano. Para mayor beneficio, las trompas fueron en la sinfonía un punto menos prominentes, y también más redondas en su prestación, respecto a lo escuchado el día anterior. El resto siguió dejando sobradas razones para la rendida admiración.
La segunda parte se ocupaba con la Cuarta de Schumann, última en numeración pero segunda en el orden de composición, aunque revisada con cierta profundidad diez años tras su estreno. Obra de gran cohesión en su continuo retorno a material previo, buena parte de él enunciado desde el inicio, es página de gran efusión, con transiciones estupendamente construidas y episodios de remanso lírico que demandan de la batuta una dosis considerable de flexibilidad. Hay que dotar de serenidad al comienzo y a la Romanza, de exaltado brío a buena parte del primer movimiento y especialmente del último, sobre todo en su tramo final, y también de una energía decidida al scherzo, salpicando el cantable trío y el recuerdo a la Romanza con el contraste apropiado.
Petrenko, amigo de la viveza en los tempi, y sin olvidar además otros guiños a esa “tercera vía” apuntada antes para Mozart (vibrato en absoluto generoso, por ejemplo) dibuja con más cuadrada perfección que calmada recreación poética o con generosa agógica el lento inicio de la obra, y también la Romanza. Parece encontrarse más en su salsa en la apasionada exaltación del Lebhaft del primer movimiento (y del último), la energía del Scherzo o la transición de éste al movimiento final, matizadísima, dotada de indudable tensión, y con un tremendo crescendo como puente hasta el inicio de ese Lebhaft final. Consigue el ruso, qué duda cabe, una urgencia muy especial en ese movimiento último, bien que a costa de que, partiendo de un tempo bastante vivo, la aceleración que Schumann demanda primero pidiendo Schneller (más rápido) y finalmente Presto para la arrebatada coda iniciada en la cuerda grave, se inició de hecho algo antes. Pero Petrenko sabe muy bien que dispone de la que es probablemente la más perfecta o una de las más perfectas máquinas orquestales del planeta. Y la exprime a conciencia. Cabían pocas dudas de que tal aceleración, que hubiera puesto al borde del precipicio a muchos grupos orquestales, iba a ser superada por los berliner con sobresaliente. Obvio es decir que así fue. Si a lo largo de esta reseña hemos admirado repetidamente la prestación de la orquesta, lo escuchado en la coda schumanniana, llevada a una velocidad vertiginosa (mucho más rápida que la demandada por Rattle en su grabación, no tan lejana, con esta misma formación; Petrenko se acercó al frenesí casi enloquecido, y bastante menos preciso, que desplegaba Furtwängler en su registro legendario con la orquesta, bien que en aquel el impacto era casi incluso mayor porque el contraste que suponía con tempi previos más serenos, era más acusado), le deja a uno sin habla. Alto, altísimo voltaje para una lectura que fue, en lo que a la batuta se refiere, de menos a más, y que quedó culminada de manera formidable. Como lo fueron también, nada nuevo, las prestaciones del oboísta Mayer y del concertino Noah Bendix-Bangley (fichaje relativamente reciente de la orquesta) en la romanza.
Éxito nuevamente grandísimo para un cierre espectacular de la temporada de Ibermúsica. No cabe duda de que, escuchando a una orquesta así, dan muchas ganas… de volver. Y es que los berliner, definitivamente, están en otro nivel.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Monika Rittershaus)