MADRID / Homenaje de Martha Argerich y Nelson Goerner a Pollini: belleza quintaesenciada
Madrid. Auditorio Nacional. 1-IV-2024. XXIX Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Martha Argerich y Nelson Goerner, dúo de pianistas. Obras de W.A. Mozart, Debussy, Milhaud y Rachmaninov.
Si no me falla la memoria, fue con ocasión del último recital de este ciclo, el ofrecido por el asturiano Martín García, cuando se anunció que el recital siguiente, que estaba previsto ofreciera Maurizio Pollini, debía cancelarse por la precaria salud del milanés, y que, en su lugar, actuarían Martha Argerich (Buenos Aires, 1941) y Nelson Goerner (San Pedro, 1969). Probablemente ni ellos mismos imaginaban que, además de sustituir al ilustre maestro italiano, el concierto se iba a convertir, tras el fallecimiento de Pollini hace apenas diez días, en homenaje póstumo a su figura. Tampoco lo imaginaba quien firma estas líneas y tiene ahora ante sí la no fácil tarea de describir para ustedes lo vivido ayer en el auditorio nacional.
El programa ofrecido también llegó con más urgencia incluso que la noticia del concierto en sí, apenas hace una semana. Hace ahora un par de años que el dúo Argerich-Goerner visitó el ciclo del CNDM, con un programa en el que figuraron Mozart, Debussy y Rachmaninoff. En la primera parte del concierto que se comenta se añadió a ellos Milhaud y se cambiaron las obras elegidas de los dos primeros autores.
Abrió el fuego la Sonata para piano a 4 manos K 381 de Mozart, que Argerich ha ofrecido en distintas ocasiones con compañeros ilustres, desde Pires a Freire pasando por Economou, y que reemplazó en esta ocasión a la K 448 para dos pianos que ofreció en 2022. Si entonces el dúo nos ofreció la Suite en blanc et noir de Debussy, también para dos pianos, la elegida en esta ocasión fue la Petite suite del mismo autor para piano a 4 manos. Novedad esta vez la inclusión de otra suite, Scaramouche, de Darius Milhaud, para dos pianos, por la que Argerich también ha transitado hace tiempo con distintos compañeros. La segunda parte del recital la ocupaba la misma obra que en el concierto del CNDM de 2022: la versión para dos pianos de las Danzas sinfónicas de Rachmaninov.
Más allá de que sea cierta o no (algunos afirman que no; otros, como Peter Jost en el prólogo a la edición Henle de las obras de Mozart para piano a 4 manos, defienden que podría no ser tan descabellada) la afirmación de Leopold de que hasta que el joven Mozart escribió sus primeras obras para piano (o clave) a cuatro manos, nadie había hecho tal cosa, lo que es poco discutible es que el genio salzburgués fue decisivo en el despegue del formato. La Sonata K 381 es un poco posterior a sus primeros empeños. Escrita en torno a 1772, estaba claramente pretendida para ser ejecutada por Mozart junto a su hermana. Es una música refrescante, luminosa, llena de elegancia en el Andante central y de contagiosa vitalidad en los movimientos extremos. Una verdadera delicia desde la primera a la última nota.
Lo es también la Petite suite del aún veinteañero Debussy, una página amable, directa, contemporánea (1889) de elegantes partituras como las dos Arabesques, y muy poco anterior a una de sus obras más conocidas, la Suite Bergamasque. En sus apenas trece minutos de curso, estamos ante música nada densa, grácil, bellísima, con sugerente tinte evocador, no exenta de rico colorido, uno que quizá explica el posterior arreglo orquestal de Henri Büsser.
También breve, apenas nueve minutos, es la Suite Scaramouche que Darius Milhaud escribió en 1937 a petición de Marguerite Long, para dos de sus alumnas, y que en realidad está basada en piezas compuestas con anterioridad con otros fines. Es imposible no dejarse llevar por el sonriente, juguetón impulso del Vif inicial, más allá de lo que llame o no la atención el uso de la politonalidad tan querida del autor. Más serio y solemne, pero igualmente sencillo y directo, el Modéré central. La Brazileira final (marcada Mouvement de samba) es de un encanto irresistible en su ritmo y desenfado, y se ha convertido, con buena razón, en propina favorita de los dúos de pianistas en este tipo de recitales. De hecho, fue la segunda que este mismo dúo ejecutó en el concierto comentado del CNDM.
Y es también, en buena medida, el impulso rítmico un ingrediente esencial en la última gran obra de Sergei Rachmaninov, sus Danzas Sinfónicas, escritas en 1940 en su exilio norteamericano. Nació en su concepción original orquestal casi en paralelo con la versión para dos pianos del propio autor, que la estrenaría dos años después, nada menos que con Vladimir Horowitz como compañero. Un arreglo en el que, como señalé en su momento, los pianos ambicionan, como cabría esperar, una sonoridad mucho más ampulosa, que evoque la considerable orquestación (incluyendo un generoso grupo de percusión) del original.
Quien esto firma ha escrito, desde hace muchos años, sobre Martha Argerich. Más allá de que haya podido conseguir o no transmitir con un mínimo de fidelidad lo que la argentina supone en el piano de los últimos sesenta años, debo reiterar lo dicho con ocasión de la visita mencionada de este mismo dúo. Argerich es una artista de colosal dimensión, con un gancho especial, y muy comprensible, para el público. Como hace dos años, la cosa fue muy patente por la larguísima y cariñosa ovación de bienvenida que el público obsequió ayer al dúo. Señalé entonces, y me disculparán que repita ahora, que la argentina es un verdadero fenómeno de la naturaleza, digno de estudio, y que quienes se afanan en encontrar fuentes de energía tal vez hicieran bien en estudiar a la argentina, poseedora de una que aparentemente no se acaba, pasen los años que pasen. Voy más allá: desafía todos los principios de desgaste conocidos, como ayer tuvimos nuevamente ocasión de comprobar. Su temperamento arrollador, su fuerza, su vitalidad contagiosa no solo parecen inmunes al paso del tiempo, sino que hasta hay momentos en que se diría, para asombro de cualquiera, que hasta crecen. Argerich fue siempre un verso libre, y esa libertad parece ahora mayor que nunca, pero también más centrada, más, como también apunté en aquel momento, capaz de destilar la esencia de la música sin renunciar a esa libertad.
Comenté entonces, y no veo razón alguna para no recordarlo ahora, que sigue en posesión de una agilidad inverosímil (no sé las veces que me pregunté, a lo largo de la velada, cómo es ello posible), de una exquisita claridad de articulación y de un sonido primoroso, generado a través de un equilibrio envidiable en sus movimientos. Sigue también, cómo no, siendo dueña de una electricidad contagiosa.
Goerner, por su parte, siempre ha lucido una técnica excelente, y ya fue evidente, en el concierto que he recordado varias veces, que tiene una conexión muy especial con Argerich. Especial y entrañable. Lo fue entonces y lo fue ayer. Se repitió la misma puesta en escena: salieron de la mano, y paseaban por el escenario saludando atrás y adelante, a izquierda y derecha, mientras departían amigablemente. Se repitió también el simpático anecdotario con las banquetas regulables. Ambos tuvieron con ellas sus más y sus menos, siempre con humor y despertando inevitablemente la sonrisa (o la risa) cómplice del público, cuando el asiento amenazaba negarse con tozuda insistencia a aceptar la altura prescrita por los pianistas. Llegó incluso a comparecer, en cierto momento, un asistente, pero Goerner había conseguido entretanto gobernar al rebelde asiento.
Más allá del anecdotario, fue tan deslumbrante como cautivadora, desde el mismo inicio de la sonata mozartiana, la complicidad y perfecta fusión de ambos. Con Argerich a cargo de la parte II (la región grave, para entendernos), el allegro inicial despegó con un tempo muy vivo, más rápido (cuando yo les digo que la energía no solo no va a menos, sino que casi camina en sentido contrario, es por algo) del que otras veces le hemos escuchado (que dista de ser lento). Rotundo, enérgico, un ejercicio de luminosa y urgente vitalidad, un impulso irresistible resaltado desde el decidido, impactante crescendo… ¡sobre el segundo compás! Lo que siguió fue un volcán de alegría, perfectamente compenetrado, un diálogo de pasmosa fluidez y perfecta fusión sonora, en el que, si hubiéramos cerrado los ojos, y más allá de la evidente inverosimilitud física, hubiéramos creído estar escuchando a un solo pianista, eso que probablemente, sea el desiderátum de cualquier dúo. Inefable la deliciosa y amable elegancia de un andante ligero, exquisitamente cantado por Goerner y maravillosamente acompañado por Argerich, con ambos dibujando preciosos matices en la segunda parte. El Allegro molto final nos devolvió, faltaría más, al borde mismo de la silla. Volvió la urgente exaltación y la explosión de luz, una apoteosis de frescura impulsada con un motor, sí, de insólita juventud.
Cambiaron las tornas para la suite debussyana, con Argerich haciéndose cargo de la parte I (región aguda, para entendernos). Más allá de circunstancias que no es del caso comentar y que tal vez acentúen la sensación, el firmante debe confesar que casi se le acaban las palabras para describir fielmente lo escuchado. Sugerencia, evocación, sonoridades de belleza inalcanzable, elegancia extraordinaria, captación casi hipnótica de la atención del espectador… ¿es posible algo más delicadamente evanescente que el final del En bateu inicial? El Cortége subsiguiente, presidido por un tempo adecuadamente moderato, con ligereza, sin decaimiento, llegó expresado nuevamente con una sutileza sonora extraordinaria. Elegante, muy expresivo, pero sin perder ese sustrato de animación vital, el Menuet, culminado en un pppp de los que dejan la respiración en suspenso. Y, por último, delicioso Ballet final, una variada efusión de energía y refinamiento, con unos episodios magníficos en las distintas presentaciones del tempo di valse, siempre con un diálogo, un intercambio entre ambos artistas de una fluidez realmente asombrosa, y culminado en un final de exuberante exaltación.
La temperatura del entusiasmo estaba ya muy alta, y era de esperar que con la obra de Milhaud iba a despegar aún más. Así fue. Con Goerner en el primer piano y Argerich en el segundo, la fiesta del ritmo, el fulgurante intercambio despegó en el sonriente Vif inicial, desplegado, quizá no es necesario decirlo a estas alturas, con un voltaje de gran intensidad. Delicioso, muy expresivo, con una calma impregnada de cierta melancolía, el Modéré central, magníficamente cantado por ambos, otra vez con esa sensación, tan reiterada en la tarde, de estar escuchando a un solo pianista. La Brazileira que cierra esta breve suite, y que concluyó en clima de apoteosis, como segunda propina, la anterior comparecencia del dúo cumplió, como cabía esperar, idéntico papel ahora. Fue entonces, y fue ayer también, imposible resistirse a la exultante trepidación y a ese impulso rítmico de inevitable contagio. En dos palabras: una barbaridad.
Tras el descanso, la propia obra traía otros aires, porque las Danzas sinfónicas de Rachmaninov, de indudable poderío en el ritmo, tienen una dimensión y una grandeza genuinamente orquestal en su sonoridad (al fin y al cabo, es el mundo del que proceden) que demanda una traducción acorde con una escritura densa, vertical, pero de considerable colorido. Argerich y Goerner dominan la efusión, la brillantez, la energía y el perfecto empaste, se funden en perfecto uso del rubato, siempre de compleja coordinación, y despliegan una paleta dinámica de casi inverosímil anchura. Asombra la tremenda contundencia de algunos graves de Argerich (en el primer movimiento), capaces de remover el terreno, sin aparente aspaviento; recordemos, 82 años la contemplan) y nos gana el hermoso canto de Goerner en el poco rallentando-lento de ese primer tiempo, una transición admirablemente delineada. Elegante, efusivo, el canto del segundo, con una Argerich inspiradísima en el canto del vals. Electrizante, en fin, el tiempo final, un allegro vivace de tremendo impulso, con un muy expresivo remanso reflexivo y un vibrante retorno del tempo inicial, culminado con espectacular brillantez.
La apoteosis no se hizo esperar. El público que, desde mi localidad al menos, poblaba el auditorio con envidiable aforo, estaba más que comprensiblemente entusiasmado. Salidas reiteradas, deambular por el escenario, curiosos diálogos entre ambos, y dos propinas. La primera, el tercer número de Ma Mère l’Oye de Ravel, Laideronnette, Impératrice des pagodes, para piano a 4 manos. Con Argerich de nuevo en la parte I del teclado, tuvimos otra fiesta más del refinamiento sonoro y del alegre desenfado. Después de más salidas, más paseos y más diálogos, llegó la segunda y última, que también regalaron hace dos años: el sonriente y delicioso Bailecito de Carlos Guastavino, elegante, expresivo y lleno de un suave impulso rítmico y un seductor encanto nostálgico. Culminación preciosa de una de esas veladas que se recuerdan mucho tiempo. Argerich y Pollini, coetáneos, han sido maravillosos en su diferente acercamiento al piano. Pero Pollini hubiera, sin duda, sonreído ayer, agradecido, porque a buen seguro hubiera apreciado, desde esa diferencia, la belleza quintaesenciada del homenaje que este dúo extraordinario le ofreció ayer. Como lo hicimos, creo, quienes pudimos presenciarlo.
Rafael Ortega Basagoiti
[Fotos: Pablo Rubén Maldonado]