MADRID / Hermosa fusión de Fantasías: las Goldberg por Alard
Madrid. Teatro Fernando de Rojas. 28-IV-2024. Círculo de cámara 23-24. Benjamin Alard, clave. J.S. Bach: Variaciones Goldberg BWV 988.
Las Variaciones Goldberg son, no creo que haya mucha discusión al respecto, no solo una de las mayores creaciones del Cantor en su producción para teclado, sino una de las obras esenciales en toda la historia de la música para tecla. Es improbable que Bach llegara a imaginar la enorme popularidad que alcanzaría este cuarto volumen de su “Clavier-übung” (algo que puede traducirse como “Ejercicios” o “Práctica para teclado”) publicado en 1741 con el título “Aria con diferentes variaciones para un clavicembalo de dos teclados. Compuestos para disfrute de los amantes de la música por Johann Sebastian Bach, Compositor de la Corte Real de Polonia y del Elector de Sajonia y Maestro de Capilla en Leipzig.”
Puede especularse largo y tendido sobre la razón de esa popularidad, extremada en nuestros días, además, por la introducción de su aria inicial en el cine, en las siniestras manos de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos. La razón última, seguramente, no es otra que el hecho de ser una combinación bellísima de las más diversas atmósferas, que nos lleva desde la senda, amable y suavemente melancólica de la mencionada aria inicial hasta la apabullante brillantez de las variaciones 28 y 29, pasando por el emotivo lamento de la inefable variación 25 (una pieza capaz de conmover al más resistente y, muy probablemente, el centro de gravedad, en lo que a carga emocional se refiere), la brillante grandeza de la obertura francesa (variación 16) o la melancólica, cantable y exquisita variación 13 (otro de los puntos álgidos en cuanto a carga expresiva). Todo ello más allá de una demostración inconmensurable de talento en la explotación variada de una línea de bajo (la del aria inicial) desde los más diversos acercamientos (danzas, variaciones canónicas, fugas, obertura francesa, variaciones de brillante virtuosismo…). Sí, el Cantor dio lo mejor de su fantasía en esta partitura impagable, que se disfruta sin pestañear en todo su recorrido.
El año pasado, el organista y clavecinista francés Benjamin Alard (Rouen, 1985) interpretó las Goldberg en el Festival de Granada. Lo hizo en el clavecín Pleyel que fue de Landowska y más tarde de su discípulo Rafael Puyana. El clave en cuestión pertenece a eso que los anglosajones llaman revival harpsichord, que en español se puede traducir como clavecín redivivo y que, quien esto firma, encuentra más apropiado describir como “clavecín con pretensiones de piano”. Seamos claros: cualquiera que haya puesto sus manos en un clave para acercarse al repertorio barroco sabe que clavecines como el mencionado Pleyel son, para ese propósito, un espanto, y le recuerdan a uno la ácida afirmación de Sir Thomas Beecham cuando, preguntado por su opinión sobre el sonido de los clavecines, sentenció aquello de que le parecían “dos esqueletos copulando sobre un tejado de metal”.
Chascarrillos beechamianos aparte, el “experimento” que llevó a cabo Alard en Granada, y que quien firma estas líneas no pudo escuchar, tenía, en todo caso sentido, aunque fuera meramente informativo, porque Landowska fue pionera en registrar esta obra en 1933. Bueno es, sin duda, que quienes no conozcan dicho registro, se puedan hacer una idea (aunque desde parámetros interpretativos diferentes) de cómo sonaba “aquello”. Otra cuestión es que, a fuer de sincero, quien firma estas líneas preferiría que las grabara en un instrumento como el que hemos escuchado hoy: un clave alemán de dos teclados, inspirado en un original de Christian Vater de 1738 (el original que ha sobrevivido de Vater es de un teclado), al que se ha dotado con dos juegos de cuerdas de ocho pies, uno de cuatro y registro de laúd. No solo porque un instrumento similar, coetáneo de Bach y de un constructor compatriota del compositor, pudo haber sido conocido o tocado por Bach, sino porque la belleza de su timbre le hace vehículo idóneo para que la fantasía inacabable contenida en la música llegue en toda su riqueza.
Alard, lo ha demostrado en muchas ocasiones, tiene a Bach como centro principal de su atención. Esta partitura, como tantas otras de su autor, es una suerte de autopista con poquitas señales de tráfico: apenas da indicación de tempo (pocas excepciones: variación 7 al tempo di Giga, Variación 15 – Andante, Variación 16 – Ouverture, en clara referencia a una obertura francesa, Variación 22 alla breve y Variación 25 – Adagio) y por supuesto (la obra estaba destinada al clave de dos teclados) ninguna en cuanto a dinámica. El francés, siempre con exquisita sensibilidad, gusto y cuidado equilibrio, entiende que por esa autopista hay que transitar con bastante libertad… pero sin difuminar en exceso la fantasía que contiene con la que él mismo aporta, porque ello escondería la belleza, inmensa, de lo que el propio Bach dejó escrito. Un pecado que no hay que dejar que ocurra. Circule por la autopista con libertad, y hasta cambie de carril si le apetece, pero no se salga del arcén, para entendernos.
El clavecinista francés, poseedor de unos dedos tremendamente ágiles, fáciles de articulación, nunca, ni en los pasajes más complejos, forzado (es pasmosa la facilidad con la que este hombre despacha los escollos más enrevesados), se acercó a su interpretación (de memoria) concentradísimo, y dibujó esa zarabanda inicial del Aria con serenidad, elegancia, libertad en el dibujo de adornos (enriquecido en las repeticiones), incluso con traducción diferente del mismo signo de adorno en la partitura, y con un fraseo planteado con esas sutiles inflexiones que son imprescindibles en un instrumento no dotado de variedad dinámica (más allá de la que dan los registros mencionados) para conseguir una línea de expresión que escape por igual de la monotonía expresiva y de la rigidez metronómica.
Jugó estas bazas Alard siempre con grandísima sensibilidad. Los tempi parecieron los justos demandados por la expresión que la música reclamaba. El firmante puede concebir un punto más de reposo en esa aria inicial o en la mencionada variación 13, pero el tempo desplegado en ambas fue, en todo caso, perfectamente plausible. Y tanto las brillantes variaciones citadas (28 y 29) como las danzas (la giga de la variación 7), la obertura francesa (variación 16) o el mencionado clímax de la variación 25 (adagio) llegaron con un tempo cuya elección pareció idónea.
También la baza de los registros fue jugada con inteligencia, variedad e imaginación. A menudo con los teclados sin acoplar, haciendo uso separado de los dos juegos de 8 pies, uno para cada mano, cambiando en las repeticiones o incluso en determinadas culminaciones de frase, utilizando con gran efecto el registro de laúd, y reservando la plenitud de los tres juegos (los dos de 8 y el de 4) para los momentos más brillantes (la mencionada obertura francesa, por ejemplo, aunque no fue el único).
El resultado fue un desfile de bellezas, una tras otra, mientras el público, con alguna mínima excepción tosedora, seguía aquello sin perder ripio. No había que perderlo, sin duda, porque a las ya mencionadas habría que añadir todas las demás, y quizá, de manera especial, la bellísima variación 12, la hermosa serenidad de la 15, la elegante brillantez de la 20, la espectacular 23 o el hermoso canto de la 24.
La de Alard fue, sí, una interpretación fantástica, en la doble acepción del término: la de algo magnífico y la de “relativo a la fantasía”. Porque la fantasía es inherente a esta partitura colosal, y Alard supo trasladarla con toda su sensibilidad e imaginación, combinando de forma magistral y con fino equilibrio su propia fantasía con la de su admirado Bach. Una velada sensacional, de un excepcional intérprete de Bach, a quien solo le pediría que, a la grabación que ya hizo en un instrumento (el de Pleyel) de mero interés documental, añada esta interpretación tan magnífica en otro como el que hemos escuchado hoy, que se ha mostrado como vehículo ideal para la belleza de la obra. Eso, además, ayudaría a muchos a entender porqué aquellos “clavecines con pretensiones pianísticas” quedaron en buena hora desterrados para este repertorio, en beneficio de los originales de la época o de las copias de buenos constructores inspiradas en aquellos originales. Algo en lo que tuvo mucho que ver un cierto Gustav Leonhardt, una leyenda que quien suscribe no se cansa de admirar.
Rafael Ortega Basagoiti