MADRID / Gran y sabio maestro Achúcarro
Madrid. Auditorio Nacional. 16-II-2021. XXVI Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Joaquín Achúcarro, piano. Obras de Brahms.
Hace más de veinte años, justo cuando declinaba el siglo XX, escribía quien esto firma un trabajo sobre la obra pianística de Brahms para un ciclo de la Fundación Cajamadrid, y decía lo siguiente al hablar, en concreto, de la sección marcada por Brahms como Andante molto en el segundo movimiento de la Sonata Op. 5: “… nos lleva desde la más cruda tristeza, que anticipa sus últimas obras, a un clima de triunfo irresistible, arrebatador (en un prolongado, sereno y maravilloso crescendo), en el que de nuevo subyace la orquesta, para luego dejarse llevar por un retorno a la paz, a la infinita tranquilidad del tema inicial, que ahora nos traen esos acordes arpegiados conclusivos en pianissimo. Impresionante coda para una de las composiciones más bellas de Brahms y de toda la literatura pianística del romanticismo”.
Como la vida tiene a veces curiosas casualidades, lo primero que hizo el eternamente joven maestro Achúcarro cuando compareció en el escenario del auditorio nacional, fue justamente tomar el micrófono para resaltar el hecho de es ese segundo movimiento de la Sonata op. 5 el que contiene el centro de gravedad de la obra, y el clímax justamente en el crescendo mencionado, y luego destacar la conexión única con el breve pero significativo intermezzo que Brahms sitúa entre el Scherzo y el allegro moderato final, que, como dijo con acierto el artista anoche, es una suerte de mirada atrás con una fúnebre reelaboración del material del Andante. Me complace coincidir con el criterio del gran Achúcarro, porque, en efecto, es asombroso que el veinteañero Brahms construyera esta tremenda sonata con música de tanta intensidad, pero es casi más asombroso que, lejos de centrarse en la bravura (aunque en lo referente a esta, haberla, hayla), fuera capaz de escribir algo tan estremecedoramente emocionante como lo contenido en ese movimiento que, en el trabajo mencionado, describí (y sigo haciéndolo ahora), como de una belleza irresistible. Es como si el joven hamburgués, además de la fogosidad, pasión e ímpetu propias de su edad, hubiera sido capaz de un asombroso (en ese momento) ejercicio de introspección y de reflexión, de retrato del dolor. Y es muy lógico que la partitura impresionara a Schumann, porque es música de una enorme solidez, pero, sobre todo, demuestra una madurez y una intensidad emotiva verdaderamente formidables.
Hecha esta introducción, tengo que decir que cuando vi el programa, ofrecido en el año en que Achúcarro cumplirá 89 añitos de nada, lo primero que pensé fue: hay que ser muy de Bilbao para meterse un programa como este con casi 89 tacos, y abrir boca nada menos que con la op. 5 de Brahms, cuyo contundente comienzo es como despacharse de aperitivo un Villagodio de calibre regular. Luego venía el contraste (también resaltado por el maestro, ahora sin micrófono porque al aparato le dio por no conectarse bien) con el último Brahms (op. 119 nº 1, op. 118 nº 1 y 2, op. 117 nº 2) y con el intermedio (Rapsodia op. 79 nº 2). Pero claro, del mismo Bilbao es Achúcarro, y anda listo el que crea que se va a arredrar. Se lanzó a tumba abierta sobre el contundente inicio de la Sonata, y como ese Brahms primerizo era tan condenadamente vertical en su escritura, hubo sus roces, claro está. Pero daba igual, porque desde el principio fue evidente eso que tantos han destacado del vasco: el sonido. Y el sonido estaba allí, redondo, hermoso, lleno, matizado, capaz de mil colores y de una intensidad expresiva de primera. Y, al fin y al cabo, lo más mollar del Villagodio estaba por llegar. Y llegó.
Lo hizo en un segundo movimiento magistralmente dibujado por Achúcarro, que reservó lo más granado de su fortísimo para el clímax descrito al principio, que nos llegó así en toda su impactante plenitud. Una interpretación con la enorme sabiduría de un maestro como Achúcarro, pero tras la que había toda una combinación de amor por esa música, de profundo sentimiento por la misma y por esa relación con el intermezzo ulterior. Estremecedor. El Scherzo recuperó la jovialidad con soltura, el intermezzo apareció, de nuevo con gran intensidad, como esa retrospectiva ominosa sobre el andante previo, y el Allegro final encontró de nuevo al vasco con una frescura verdaderamente insólita para una partitura tan exigente. No extrañará a estas alturas que la recepción del público fuera extraordinariamente cálida. La interpretación y la cercanía del pianista admirado y querido lo merecían.
El segundo bloque del recital se centró, como hemos comentado, en el último Brahms, ese que, como bien señaló el pianista vasco, expresaba la tristeza de otra forma, en un contraste tan interesante como evidente. Si en la primera ocasión había un dolor desgarrado, una combinación de dolor con pasión y hasta con rebeldía, en este último Brahms habita un dolor diverso, el de la aceptación resignada y serena de un final cada vez más cercano. No hay lugar para el efectismo. Lo hay para el susurro, la insinuación de las voces intermedias, la evocadora e insistente nostalgia, y una sensación rara de una paz de casi inalcanzable dimensión. Un Brahms que exige de nuevo una madurez y sensibilidad exquisitas, y que solo será convincente en manos de quien sepa cuidar de manera especial la peculiar atmósfera sonora que dibuja el compositor de Hamburgo. Y ahí estaba de nuevo Achúcarro, desde la atalaya de sus años, y desde la maestría en el cuidado del sonido, para lucir, en efecto, esa sensibilidad exquisita y desgranar, una tras otra, interpretaciones de sobrecogedora intensidad emotiva de cada una de las piezas antes mencionadas.
La velada se cerraba oficialmente con ese punto intermedio que es la segunda de las Rapsodias op. 79, desgranada con elegancia y con el punto justo de impulso, sin exageración. El éxito fue realmente grandioso, y el vasco, despachado el menú en su totalidad como el que no quiere la cosa, obsequió como delicioso postre dos obras de Debussy (el último de los preludios, del segundo libro, Fuegos artificiales, y el famoso Claro de luna) y el delicioso canto del primer Intermezzo op. 117 de Brahms. Lo que se dice un comienzo por todo lo alto el de este XXVI Ciclo de Grandes Intérpretes, con un gran maestro en la plenitud envidiable de una sabia madurez. Bravo.
Rafael Ortega Basagoiti