MADRID / Goerne: concentración, enjundia y hondura
Madrid. Teatro de la Zarzuela. 5-II-2024. XXX Ciclo de Lied. Matthias Goerne, barítono, y Alexander Schmalcz, piano. Obras de Beethoven, Wolf, Reger, Schubert y Brahms.
Un recital unitario, sin pausas ni aplausos intermedios, con una hora larga de duración, constituyó el mejor encuadre para el arte de Matthias Goerne, ya antiguo amigo del público madrileño. En efecto, si hubiera que definir su arte interpretativo, cabría situar su esencia en la concentración. El barítono alemán es capaz de concentrar su discurso de modo que el receptor también se concentre y comparta esa suerte de gimnasia espiritual. Así, reconcentrados todos, vamos a la hondura que la música escarba en el verso y donde la enjundia vocal de Goerne condiciona su discurso. Esto explica que desde la sencillez un tanto naïve del Beethoven opus 48 (seis piezas de 1802) hasta la desgarrada endecha de Brahms y sus cuatro Cantos serios de 1898, el barítono sea capaz de construir una misma deriva, tal si él fuera el autor convocado. Es que tal ocurre con la música bien hecha: la muda partitura pasa a la voz cantante y al teclado y las cuerdas del pianista.
Si se busca un eje a dicha construcción, se lo puede hallar en Hugo Wolf, del que Goerne nos mostró ser cimero ejecutante cuando, hace décadas, encaró El jinete de fuego. En este programa incluyó cuatro números del Cancionero español, cuyo perno resultó “Condúceme a Belén, niño”, de clima incomparable y entendimiento total con el piano. El Wolf de Goerne, romántico tardío llevado a la exasperación verbal del recitado y a una ambientación gótica y fantasmal, es el quebrado quejido de un personaje que padece lo que canta y busca consolarse con el verbo. Es esta difícil síntesis la que, con la naturalidad de los grandes intérpretes, es capaz Goerne de ofrecérnosla.
Entre Wolf y el Brahms final hay un vínculo familiar y se da en la importancia de la recitación meditativa, los bruscos arrebatos del afecto que se hunde en la resignación y resurge en la desesperación. Para aquietar un tanto estas dobles tensiones, Goerne ha puesto un par de ejemplos tranquilamente académicos de Reger y un memorable Schubert, un Aller Seelen, honra fúnebre de efecto realmente estático y levitante.
Todo lo anterior fue servido por la enjundiosa voz de Goerne, un barítono bajo de timbre poderoso y emisión expansiva, capaz de sombríos y entintados graves y claros, íntimos y luminosos agudos. Alexander Schmalcz, por las suyas, se funde sugestivamente con la voz y revela un estudio compartido de las obras, la misma concentración elocutiva, el mismo equilibrio entre voz y piano, la misma noción estilística, la misma elocuencia de quien dice la música como el supremo artificio que alcanza a devenir el rostro de la naturalidad.
Blas Matamoro
(fotos: Rafa Martín)