MADRID / Giuseppe Guarrera y el dominio de todos los lenguajes
Madrid. Teatros del Canal. 15-X-2019. Giuseppe Guarrera, piano. Obras de Scriabin, Chopin, Ravel, Bach / Busoni, Debussy y Prokofiev
Está feo que uno lo diga, pero hay cosas que no se pueden silenciar si uno quiere informar al público melómano de Scherzo de lo que se cuece en las salas de conciertos. El ciclo de Grandes intérpretes es uno de los de referencia en Europa. Curiosamente (o acaso no), el ciclo de Jóvenes intérpretes llega a nivel semejante en muchas ocasiones. Muchas, no ya algunas. Y una de esas “muchas” fue el recital del italiano residente en Berlín Giuseppe Guarrera, en la sala roja de los Teatros del Canal de Madrid.
Después de la sorprendente pieza de Scriabin (veremos más abajo), cuando ya creíamos saber por dónde iba a transcurrir el recital, esto es, cuando vimos / oímos esa impresionante Barcarola de Chopin, pieza amplia, densa y de fingida ligereza, suponíamos que le habíamos tomado el punto a la velada. Pero llegó Ravel, llegaron tres piezas de los Miroirs (Oiseaux tristes, Une barque sur l’océan, Alborada del gracioso) y hubo que replantearse el sentido de todo aquello. La métrica y hasta el canto definieron la única página de veras decimonónica de la velada, mientras que con Ravel le llegó al turno a lo sutil, a lo sugerido, al toque delicado y sin embargo bien sonoro, a los cambios métricos y a lo que no se afirma, sino que se insinúa. Y aquí se vio la doble madurez de Guarrera: la plena densidad de Chopin, nada contundente, toda una construcción delicada; la claridad rotunda de Ravel, disimulada mediante el discurso de lo penetrante, nunca de lo afirmado. La segunda parte tuvo su continuidad, en este sentido, en las tres Estampes de Debussy (Pagodes, La soiré dans Grénade, Jardins sous la pluie), con lo cual ni Guarrera ni nadie pretenden identificar a Ravel y a Debussy, pero qué duda cabe de que ambos componían obras ajenas al mundo sonoro de lo categórico y preferían la alusión de lo que prefiere parecer tibio que terminante. Ahora bien, Debussy había llegado después del inicio de una segunda parte que arrancó Guarrera con la Chacona de Bach de la Partita nº 2, pero en recreación y desarrollo de Busoni. Incluir a Scriabin y a Busoni en un recital como éste indica algo importante del pianista: la ampliación de los repertorios, el maridaje de los mismos más allá de lo habitual y más cerca de darle a una velada un sentido que, sin ser unívoco, sea como guiño del siglo. El final del concierto reservaba la gran página para el virtuoso.
El virtuosos ya había aparecido desde el comienzo: Guarrera había desgranado la inusual obra de Scriabin con la gran seriedad, nunca gravedad, de quien se enfrenta a un desafío; aquí, la expresividad de una página amplia que se reclama chopiniana ya desde su título, tan solo con el dominio (perfecto, asombro a menudo) de la mano izquierda sola (Preludio y Nocturno para la mano izquierda, op. 98). Tal vez haya que recordar que esta obra no fue encargo de Paul Wittgenstein, es muy anterior. Scriabin, el visionario (lo fue de veras, esto no es un latiguillo), falleció en abril de 1915, y en ese momento Paul no estaba en condiciones de hacer encargos; además, la obra de Scriabin es la otra de esta tarde que pertenece aún del XIX, si bien asomándose de manera clara, y pese a invocaciones chopinianas, al porvenir que desarrollará la nueva centuria. En fin, la sola inclusión de Scriabin y Busoni ya indica algo importante en lo que se refiere a la elegancia de Guarrera en la elección de repertorios.
Sí, el virtuoso de las agilidades, del dominio de los valores inferiores y la agilidad, la carrera, ya había aparecido antes, pero se reservaba sobre todo para esa maravilla que es la Séptima Sonata de Prokofiev, una de las tres sonatas de guerra, una estética que no iba a poder mantener en tiempos posteriores (“esto no se puede cantar, camarada”). La velada culminó y concluyó, en efecto, con estos tres movimientos ágiles, uno de ellos introspectivo pero no romántico (y ahí se comprobó otra de las cualidades de Guarrera), y los otros dos ágiles, imparables, hasta el precipitado final. Uno de esos conciertos que podría haber estado sin menoscabo en la serie de los Grandes intérpretes.
Santiago Martín Bermúdez
(Foto: Kaupo Kikkas)