MADRID / Fascinante e intensa densidad
Madrid. Fundación March. 19-II-2020. Ciclo “Beethoven: El cambio permanente”. Alexander Lonquich, piano. Obras de Ives y Beethoven.
Tan fascinante como intensamente denso, bien podríamos decir que hasta lo apabullante, el cierre del estupendo ciclo “Beethoven: el cambio permanente” que con tanto acierto ha diseñado Miguel Ángel Marín en la Fundación March. Se me vinieron ayer esas palabras a medida que analizaba y digería la experiencia artística vivida ayer en el auditorio madrileño de la Fundación. Como de costumbre, vivimos primero la entrevista que Juan Lucas realizó para Radio Clásica, en esta ocasión a José Luis Téllez, bien conocido musicólogo e ilustre y veterano colega en Scherzo. Llevó Téllez a la charla un tan esperable (para cualquiera que haya seguido mínimamente sus ideas y escritos) como apasionado entusiasmo por la obra que abría el programa, la Sonata Concord de Charles Ives, obra raramente ejecutada y cuya escucha en vivo, por consiguiente, adquiere carácter excepcional. Grabaciones aparte, ciertamente lo era para quien esto firma. Es probable que para quienes escucharan su erudita disertación sobre la misma y no poseyeran, al menos, rudimentarios conocimientos de armonía, igual algunos detalles técnicos, explicados con detallada precisión técnica por Téllez, resultaran algo ajenos, aunque desde luego la rendida admiración por lo que supone la obra y lo que transmite quedó bien evidente incluso para el más lego. En efecto, la Sonata Concord es una ambiciosa y singular partitura de una personalidad que, permítaseme la redundancia, era también verdaderamente singular como la de Charles Ives.
Una obra que tiene mucho de filosófico (sus cuatro movimientos llevan los nombres de personajes asociados al trascendentalismo) y que, como señala Luis Gago en sus excelentes notas, constituye un “caleidoscopio de elementos en constante fricción”. Caleidoscopio que, me permito modestamente añadir, incluye el tránsito por distintas atmósferas y sorprendentes, abruptos contrastes incluso en el lenguaje, ora visionario, futurista, anticipador de cosas que llegarán “formalmente” muchos años después (Téllez mencionaba los “clusters”[1]), ora melódico, incluso en algunos momentos vulgar, que incluye citas a otros autores (muy explícita la del motivo fundamental de la Quinta de Beethoven, repetido además con casi obsesiva insistencia). Música sobre la que Ives se explayó en un extensísimo ensayo (publicado por separado) y en el que, además de sesudos pensamientos y explicaciones varias sobre la obra, lucía también su desconcertante humor, bien destacado ayer por Téllez y Lucas en la charla previa y por el mencionado Gago en sus notas[2]. Y sí, también en buena medida desconcertantes son esos contrastes, esos juegos sonoros que dejan al oyente finalmente apabullado ante la sorprendente riqueza, atrevimiento y complejidad de un discurso largo (más de 45 minutos) y denso, de los que reclama una bien reflexionada absorción.
Lonquich (según relata Gago, Aimard hizo no hace mucho algo parecido, combinando esta sonata con la Hammerklavier beethoveniana) quiso ligar esta obra con las Variaciones Diabelli de Beethoven, obra que tiene, al menos, paralela densidad e intensidad, y que sigue hoy asombrándonos en su más que amplia idea del concepto “variación”, pero jugando, como lo haría Ives, con sorprendentes contrastes de atmósferas, humor incluido, incluso trayendo a colación cosas que, aparentemente, no tienen nada que ver en el contexto, como la juguetona variación XXII sobre el “Notte e giorno faticar” del Don Giovanni mozartiano, pero dejándonos páginas como la enigmática variación XXX o la interrogadora, nostálgica, casi nocturnal (algún dibujo incluso apuntando a las florituras de aliento belcantista que años después Chopin plantearía en algunos de sus Nocturnos) variación XXXI; incluso la libérrima concepción del minueto conclusivo (var XXXIII) que de tal apenas tiene el nombre. Cuando uno llega a esta trigésimo tercera transformación (término que en realidad parece más apropiado que el de variación propiamente dicha) del simpático y elegante vals de Diabelli, se pregunta… qué queda de aquel. Y en realidad, no queda nada, porque ha sido devorado en el camino por el apabullante torrente de ideas beethovenianas.
Programa pues, que constituyó todo un -retomo el término- denso, fascinante caleidoscopio de sensaciones, lenguajes, ideas y atmósferas. Uno de esos viajes que demandan del oyente intensa y atenta concentración, tanta como saboreada digestión posterior. Pero si esfuerzo demanda del oyente, el ímprobo que exige al intérprete es absolutamente extraordinario. Y ese ímprobo esfuerzo de Lonquich ayer me trajo a la memoria alguno de otro gran pianista hoy muy (creo que desafortunadamente) marginado pero que tenía una personalidad fascinante: Anatol Ugorski, que tampoco conocía límites en ese tipo de empresas (me acordé particularmente del ruso por la majestuosa parsimonia de su aproximación a la variación I de las Diabelli, alla marcia maestoso). Por mucho que no figure en los grandes circuitos o tenga una presencia bastante discreta, el alemán es un pianista extraordinario, de un rigor envidiable, capaz de desentrañar con exquisito acierto la complejísima trama rítmica, sonora y expresiva de Ives y de afrontar luego con completa frescura, como si no hubiera lidiado antes con un verdadero miura, la apabullante intensidad de las Diabelli, donde, siempre dueño de un sonido lleno y hermoso, fue tan capaz de los pesantes ff en la variación mencionada con la misma facilidad con que desplegó una exquisita pulsación leggiera cuando Beethoven así lo demanda (como en la variación II) o un asombroso control del contraste dinámico súbito (var V).
Siempre todo ello, al servicio de un discurso de modélica carga expresiva, como en la mezcla de ironía y enigma (var IX), la tensión de los silencios y el contraste (XII) o el mencionado carácter interrogador de la mencionada XXXI, además de la sonriente XXII antes citada, por solo poner un puñado de ejemplos. Ante tan denso y agotador programa, bien se hubiera disculpado la ausencia de propinas pese al grandísimo éxito. Pero el infatigable Lonquich quiso cerrar la velada de la mejor forma, y no podía haberla mejor que la del bellísimo Intermezzo Op. 118 nº 2 de Brahms, dibujado con sutil intimidad y elegancia, con un espléndido canto nostálgico en esa voz intermedia que el compositor de Hamburgo manejaba con tanta maestría. Magnífico ciclo, y, como apunté al principio, magnífica, fascinante, densa e intensa conclusión del mismo.
Rafael Ortega Basagoiti
(Fotos: Fundación Juan March)
[1] Para los no familiarizados con el asunto, literalmente significa “racimo” de notas. En el caso de la Sonata de Ives, el segundo movimiento, titulado “Hawthorne”, demanda la ejecución de acordes con tal cantidad de notas que para su ejecución simultánea el pianista debe emplear una suerte de “barra” de madera de casi 40 cm (exactamente 14 pulgadas y tres cuartos, según indica la partitura) con la mano derecha. Para algunos otros, como el acorde fa-sol-la-si-do, seguido de otros descendentes, igualmente de cinco notas (en el mismo movimiento), el autor sugiere el empleo de la palma de la mano el puño.
[2] Inefable el siguiente párrafo: “Estos ensayos a modo de prólogo fueron escritos por el compositor para aquellos que no pueden soportar su música, y la música para aquellos que no pueden soportar sus ensayos; el conjunto está respetuosamente dedicado a quienes no pueden soportar ni una cosa ni la otra”. Humor, sí. Y provocación, también.