MADRID / Explosión de música y danza con Fahmi Alqhai y Antonio Ruz
Madrid. Auditorio Nacional. 27-II-2024. Gugurumbé. Las raíces negras. Música de M. Flecha, G. Fernández, P. Camacaro, S. de Murcia, X. Monsalvatge y anónima. Arreglos de F. Alqhai. Cantaora: Alba Carmona. Soprano: Nuria Rial. Danza: Patricia Guerrero y Ellavied Alcano. Guitarra flamenca: Dani de Morón. Accademia del Piacere. Compañía de Antonio Ruz. Dirección musical: Fahmi Alqhai. Coreografía y dirección de escena: Antonio Ruiz.
Y el mundo cambió para siempre. Cuando allá por los siglos XV y XVI Europa, con el protagonismo esencial de Portugal y la Corona de Castilla, desbordó sus fronteras, ampliando planetariamente los límites del mundo conocido, se pusieron en marcha multitud de fenómenos que, para bien y para mal, transformaron la realidad de aquellos hombres y todos sus descendientes. Fue la primera globalización de la historia, la primera vez que se interconectaban (casi) todos los puntos del planeta. Y la economía, la política, el derecho, la sociedad, la cultura –el hombre, en suma– se transformaron radicalmente. La música, naturalmente, no pudo quedar al margen de dicha transformación y la circulación, las influencias, el mestizaje afectaron a melodías, aires y ritmos, que volaron –a veces en complejos periplos– de un continente a otro.
Coincidiendo con el medio milenario de la primera circunnavegación del globo, la de Magallanes y Elcano, Fahmi Alqhai –resumo en su nombre todo el equipo de Accademia del Piacere– ideó, conjuntamente con el coreógrafo Antonio Ruz, un espectáculo que trataba de plasmar todo aquello, indagando en las raíces del flamenco y las influencias de la música transoceánica y popular en el barroco europeo. La mala suerte hizo que aquel nefasto 2020 quedara marcado por otro fenómeno más propio del pasado que del presente, lo que afectó fatalmente a su difusión. Ayer, por fin, en la temporada en que Accademia del Piacere es residente del Auditorio Nacional, llegó a Madrid.
A estas alturas, nadie duda de que la Accademia reúne a un grupo de músicos de contrastada solvencia en todos los sentidos. Tampoco que Alqhai, su director, que lleva en su alma el mestizaje cultural, suele transitar y explorar las vías del mestizaje en la música. Y que le gusta asumir riesgos. Y arriesgada es la propuesta de un espectáculo que quiere ahondar en las raíces negras del flamenco. “Partiremos de las fuentes musicales históricas llegadas hasta hoy”, escribe en su apretada y acertada síntesis de presentación Juan Ramón Lara. Y así, musicalmente, salta del siglo XVI al presente, incorporando obras de Flecha, Murcia, Montsalvatge, Camacaro… y populares, que lo popular es importantísimo en todo esto. Con frecuencia, en arreglo del propio Alqhai. Visualmente, la danza -flamenca y contemporánea, pero, sobre todo, flamenca- pasa a un primer y dominante primer plano.
¿Se logra, finalmente, aclarar aquello de las raíces? Sinceramente, no lo sé. Ahora bien, purismos y conceptos aparte, lo que vimos y oímos anoche en el Auditorio –paradójicamente, con una escenografía muy sobria, esquemática a más no poder, la escena casi desnuda– fue una auténtica locura, una explosión de buena música y buena danza espléndidamente ejecutadas, una trepidante sucesión de ritmos y melodías, un fascinante maridaje de timbres y estilos. La indiana amulatada chacona (Cervantes), precedida de las negrinas de Flecha, era seguida por los fandangos de Santiago de Murcia y las jácaras y bulerías creadas por los propios intérpretes, la Canción de cuna para un negrito de Montsalvage era seguida por la música anónima peruana del siglo XVIII. Y el espectador, inevitablemente, se sintió atrapado y arrastrado desde el primer e inquietante taconazo en la semipenumbra de Patricia Guerrero y la inmediata respuesta del pie descalzo de Ellavled Alcano hasta la festiva interpretación colectiva de la Tonada el Congo con que concluyó.
La cristalina voz de Nuria Rial se acompasaba con el canto desgarrado de Alba Carmona, el melancólico timbre de las violas de gamba (Alqhai y Rose) se convertía en telón de fondo de una guitarra flamenca (soberbio Dani de Morón) enfrentada, por otra parte, con la guitarra barroca (Blanch), mientras la percusión (Diassera) puntuaba y acentuaba el discurso musical. Y al frente, de forma relevante, estuvieron unas inmensas bailarina y bailaora, las citadas Ellavled Alcano y Patricia Guerrero –justificadísimo Premio Nacional de Danza– que, literalmente, se vaciaron en el escenario, firmando una actuación inolvidable. Cuando los once músicos más el coreógrafo Antonio Ruz bailaban repitiendo machaconamente los equívocos versos finales de la tonada del códice Martínez Compañón –“el palo de la jeringa, derecho, derecho va a su lugar”– hacía mucho tiempo que la magia había saltado del escenario al público y todos estaban –estábamos– cantando y bailando con ellos.
Manuel M. Martín Galán
(fotos: Elvira Megías)