MADRID / Excepcional Mahler de Fischer con la Sinfónica de la Radio de Baviera
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 29-XI-2022. Ibermúsica 22/23. Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Director: Iván Fischer. Ramón Ortega Quero, oboe. Mor Biron, fagot. Radoslaw Szulc, violín. Giorgi Kharadze, violonchelo. Obras de J. Haydn y Mahler.
Podría perfectamente repetir hoy las premisas de las que partí en la reseña del concierto que el domingo ofrecieron en el Teatro Real la formación bávara y el director húngaro: cuando se junta un programa precioso con intérpretes extraordinarios, la cosa no puede rodar mal. Y, naturalmente, no lo hizo.
Por casualidades de la vida, la última vez que escuché en directo a Zubin Mehta, que debió haber dirigido este concierto que comento ahora (como también el del domingo), lo hice en este mismo ciclo de Ibermúsica, con la Filarmónica de Israel, de la que el director indio se despedía tras más de cuatro décadas como su titular. Y en aquella ocasión (septiembre de 2019, reseñada en estas páginas) Mehta interpretó en primer lugar la misma obra que abría el programa de hoy: la Sinfonía concertante para oboe, fagot, violín y violonchelo de Haydn.
Como señalé en su momento, y reitero ahora, es una obra curiosa y no habitual. El para entonces (1792) veterano Papá Haydn era por su propia maestría capaz de hacer funcionar perfectamente una combinación compleja y algo abigarrada como la de violín, chelo, oboe y fagot, dentro de un entramado concertante con orquesta. Lo hace, además, con su chispa sonriente y refrescante habitual. Conseguir un discurso equilibrado, con papeles solistas de parecida enjundia, adecuados a instrumentos tan dispares, y lograr que además en todo ello se respire un equilibrio que se escucha perfectamente natural y por ello parece fácil (aunque de fácil no tiene nada), con la luminosa vitalidad y humor tan propios de la producción haydniana, está al alcance sólo de genios como el suyo.
Llevarlo a la práctica tampoco es sencillo, porque los papeles solistas no son fáciles y sí expuestos. Pero los cuatro solistas de la orquesta son… como la orquesta misma: extraordinarios. Desde el granadino Ramón Ortega Quero, de precioso sonido, exquisita matización y nítida articulación, hasta el violonchelista Kharadze, pasando por el fagotista Biron (que lució una envidiable agilidad y afinación) y el concertino Szulc, que ya nos había asombrado el domingo con su intensa actividad en las obras de Strauss.
Al contrario que Mehta en su día, evidentemente anclado (como tantos otros de su generación) a eso que los británicos llaman “Big-Band Haydn”, el húngaro Iván Fischer lució anoche su vena más próxima al historicismo (por algo fue discípulo y asistente de Harnoncourt). Fischer hizo justo lo que debía: reducir el contingente de cuerda a dimensiones más razonables (8/6/4/2/2) y manejar el discurso alejándose de excesos postwagnerianos: acentos no limados, levedad de arcos, austeridad de vibrato y cuidadísimo —una constante en toda la labor de Fischer — equilibrio y balance sonoro. Lo hizo siempre el maestro húngaro con sobriedad gestual, dejando notoriamente que los cuatro solistas fueran quienes lideraran el discurso, y solo marcando lo que debía y con el énfasis justo para resaltar acentos o inflexiones.
La interpretación tuvo en las manos de solistas, orquesta y batuta, toda la refrescante y sonriente frescura que puede esperarse de esta música deliciosa, con una estupenda cadencia del cuarteto solista en el primer tiempo, y sacando el mejor partido de ese recurso ‘inesperado’ de Haydn al introducir un recitativo en el violín durante el comienzo del Allegro con spirito final. El éxito, como cabía esperar, fue grande, y los solistas (no es fácil encontrar una propina para tan singular combinación) regalaron un arreglo bastante libre y moderno de la Passacaglia de la Suite en Sol menor HWV 432 de Handel.
La segunda parte estaba íntegramente ocupada por una de las sinfonías más escuchadas y populares de Mahler, la Quinta (junto a Primera y Novena, la más frecuentada en los ciclos de Ibermúsica, y escuchada anteriormente en febrero de este mismo año a Jonathan Nott con la Orquesta de la Suisse Romande).
Leonard Bernstein, en aquel magistral artículo de los 60 (Mahler, His time has come, High Fidelity vol. 17 nº 9, septiembre 1967), trazaba un preciso retrato del compositor bohemio: música de extremos, y de opuestos, en la que pueden darse la mano perfectamente lo vulgar y lo refinado, lo íntimo y lo aparatoso, lo triste y lo eufórico. No es fácil retratar esos extremos, llamémosles expresivos, sin sobrepasarlos, pasando del extremo al exceso. Y el exceso puede llamarse (tantas veces en el maltratado Adagietto, como bien apunta Pedro González Mira en sus precisas notas) un edulcoramiento exagerado (aquello que refería el inolvidable José Luis Pérez de Arteaga con expresión ilustrativa: una monumental torre de mantequilla bañada en toneladas de azúcar) o una apoteosis decibélica estruendosa en muchos momentos, especialmente en los movimientos segundo, tercero y, muy especialmente, quinto.
En el lado opuesto reside otro peligro: el de la frialdad analítica, que casa mal con la riqueza de contrastes, con ese ‘abarcarlo todo’ que tanto obsesionaba a Mahler en sus sinfonías. Iván Fischer, como acostumbra en sus interpretaciones de esta música, que conoce al dedillo, aplicó su bien trabajado manual: cuidada construcción, exquisito balance sonoro, minuciosa atención a matices, detalles e inflexiones de tempo (constantes en Mahler), sabia gradación dinámica y creación de tensiones, con unos clímax admirables, en los que la gran exaltación y la poderosa intensidad jamás apabullaban ni impedían apreciar el todo. Dice bien González Mira cuando señala que la apoteosis final puede resultar hasta fatigosa cuando los decibelios se desmadran y la intensidad lo puede todo. Pero cuando se traduce todo como lo escuchamos aquí, esa apoteosis cobra todo el sentido, genuinamente triunfal, que seguramente Mahler tenía en la cabeza.
Hablé con extensión en la reseña del concierto del Real sobre la orquesta. Innecesario repetirme, por tanto: una formación excepcional, de las mejores del mundo, en todas y cada una de sus familias, y en todos y cada uno de sus solistas. Formidable el solista de trompeta ya desde el inicio de la obra (y también en el final del primer movimiento, apianado de forma sobresaliente), como luego todos los metales (trombones, trompas, tuba). Absoluta precisión en los ataques, empastados de manera perfecta. Cuerda de bellísimo sonido, lleno, redondo, ensamblado con precisión y capaz de poderosos tutti y de sutiles pianissimi. La cuerda grave lució en toda la velada, pero de manera muy especial en el segundo tiempo, cuyo clímax resulto espeluznante.
Sensacional el joven solista de trompa (traído por Fischer a la primera fila del escenario; por algo Mahler lo designa como corno obbligato en la partitura) en el Scherzo, coronado por Fischer con un final magistralmente elaborado, nuevamente con el punto justo de exaltación. No cayó el maestro húngaro en la tentación de la mermelada para el famosísimo Adagietto, pero no creo que puedan ponerse reproches a su elegante y genuina expresividad y a la emocionante traducción de la tierna elegía que contiene. Un discurso natural, expresivo, de espeluznante final, con una cuerda grave simplemente maravillosa.
El movimiento final fue una auténtica lección de Fischer y la sensacional orquesta bávara (el mínimo roce del trompa en los primeros compases es un accidente nimio en el contexto de una prestación excepcional) de cómo penetrar y desentrañar las espesuras mahlerianas para presentar la apoteosis final como lo que es, el triunfo de ese coral (que sonó majestuoso en los metales) que se insinuaba ya en el segundo movimiento y que, en sí mismo, es todo un testimonio de grandeza, de una grandeza que alcanza su culminación en un final que ayer sonó con la brillantez justa para exponer un júbilo apasionado, pero no enloquecido.
Magnífica interpretación de un estupendo director al frente de una orquesta formidable. No podía rodar mal la cosa. De hecho, lo hizo divinamente.
Rafael Ortega Basagoiti