MADRID / Excelente labor de Pablo González y Francesco Piemontesi con la Dresdner Philharmonie
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 24-I-2024. Ibermúsica 23-24. Dresdner Philharmonie. Director: Pablo González. Solista: Francesco Piemontesi, piano. Obras de Mozart, Mahler y R. Strauss.
Empieza el año 2024 del ciclo de Ibermúsica con sendos conciertos (dentro de una gira española que comprende también Barcelona, Alicante y Santander) de la Filarmónica de Dresde, orquesta con larga historia (fundada en 1870) y cuyos podios visitaron ilustres compositores como Brahms, Chaikovski, Dvořák y Strauss, y en la que han ejercido titularidad, en el siglo XX, maestros de la talla de Paul van Kempen, Carl Schuricht, Kurt Masur y, más recientemente, Rafael Frühbeck de Burgos (entre 2004 y 2011), justo después de hacerlo quien ha regresado a dicha titularidad desde la temporada 2019/20: Marek Janowski.
Como señaló Clara Sánchez en su siempre informativo parlamento inicial, hacía muchos años, treinta, que la orquesta germana no visitaba el ciclo de Ibermúsica. Lo hizo entonces con Yuri Temirkanov como invitado al frente, y precisamente a su memoria (el director ruso, uno de los más asiduos del ciclo de Ibermúsica, falleció el pasado 2 de noviembre) se dedican estos dos conciertos, en un gesto tan lógico como elogiable. Temirkanov visitó por última vez el ciclo en 2020, cuando él y su orquesta (la Filarmónica de San Petersburgo) acudieron a llenar el hueco creado por la suspensión de la gira prevista de la Sinfónica de la Radio de Baviera tras el fallecimiento de su titular, Mariss Jansons. El director en la ocasión de esta gira española es Pablo González (Oviedo, 1975), contando como solista con el pianista suizo Francesco Piemontesi (Locarno, 1983), al que ya tuvimos ocasión de escuchar el pasado año, en este mismo ciclo, con la Orquesta del Festival de Budapest e Iván Fischer.
El primer programa se abría con una de las joyas de los últimos conciertos pianísticos de Mozart: el nº 25 en do mayor K 503. Escrito en 1786, el K 503 es uno de los más brillantes del genio, desde el rotundo, intenso inicio, con muy efectivo juego de silencios, hasta la luminosidad del allegretto final. Hace ya algún tiempo que Francesco Piemontesi causó al firmante una excelente impresión justamente con su grabación de este concierto (junto a la Scottish Chamber y Andrew Manze). Digamos inmediatamente que la confirmó en este primer concierto con la orquesta de Dresde. El suizo posee la belleza de sonido, la riqueza de inflexiones, el legato, la nitidez de articulación, la elegancia de un fraseo fluido y expresivo, y el gusto e imaginación en la cantidad y calidad los adornos, introducidos siempre con la dosis justa para proporcionar variedad sin saturar ni distorsionar, ingredientes todos ellos muy necesarios en la construcción de una interpretación mozartiana convincente.
Tuvo intensidad y brillo, pero sin perder nunca la elegancia, el animado primer tiempo, culminado en una cadencia primorosamente dibujada. Dibujó un andante ligero, respondiendo a una idea, que parece más que apropiada, para una velocidad más cercana al allegretto que al adagio. Lució con particular fortuna el cantable del pianista en este tiempo, al igual que el precitado exquisito gusto para adornar, sin perder nunca finura y equilibrio, la reiteración de un motivo determinado. Espléndido, ágil y luminoso el allegretto final, también vivo, lleno de fantasía y vitalidad. El éxito, bien merecido, fue grande, y el suizo regaló una deliciosa interpretación de la undécima variación (Adagio cantabile) del último movimiento de la Sonata K 284 “Dürnitz” del propio Mozart.
González dirigió, con el mando claro y preciso que le caracteriza, un acompañamiento que, como la mayoría de las interpretaciones actuales, toma nota de algunas pautas de lo históricamente informado (vibrato limitado de la cuerda, baquetas duras en el timbal, trompetas -aunque no trompas- naturales, con un contingente de cuerda 8/6/6/4/3), y un cuidado balance sonoro. Acompañamiento de adecuada intensidad y plausible conexión con el solista.
Se abría la segunda parte con el Adagio de la Décima Sinfonía de Mahler, único movimiento completado de la inconclusa sinfonía. Partitura que, como señala certeramente Javier Pérez Senz en sus notas, mira al futuro (con ese flirteo con la atonalidad) sin dejar atrás el pasado. Un Mahler que transpira dolor y desolación, por lo que su interpretación guardaba un hilo emocional con la obra que cerraba el concierto, esa partitura magistral que es el poema sinfónico Muerte y transfiguración de Richard Strauss. Apunta también con acierto Pérez Senz que los poemas sinfónicos straussianos (y ello es aplicable a Muerte y transfiguración sin duda alguna) son pruebas fascinantes del nivel de virtuosismo, perfección, transparencia y equilibrio de una gran orquesta, y, en efecto, de la técnica y personalidad de un director.
González, creo haberlo dicho ya en más de una ocasión, es uno de nuestros mejores maestros. Su trabajo en la Sinfónica de RTVE fue modélico, y la razón de su cese en la misma sigue siendo para el firmante un misterio inexplicable, por ponerlo de forma suave. Ayer evidenció una vez más su gran talla profesional, con un mando firme, claridad de gesto y, sobre todo, una solidez conceptual y de construcción envidiable, junto a una sensibilidad modélica. Bastó escuchar el excelente, matizadísimo dibujo de las violas, en el adagio mahleriano, el impecable equilibrio de las voces, pero también la transparencia conseguida, para apreciar la encomiable intensidad de una interpretación que transmitió con nitidez el desgarro, dolor y desolación antes aludidos, culminado todo ello en un final de notable tensión emocional. Consiguió también González crear la atmósfera inquietante en el inicio del poema straussiano, nuevamente matizado con exquisitez. Manejó con habilidad y atinada expresión las transiciones, contrastes y tensiones, consiguió la intensidad apropiada del allegro molto agitato, edificó el clímax con inteligencia y dibujó un final muy adecuadamente sobrecogedor. Lástima que, tanto en Mahler como el Strauss, el aplaudidor impaciente de turno destrozara la magia de unos segundos de silencio que se hacen tan necesarios al final de ambas obras.
La Filarmónica de Dresde de hoy, por su parte, se mostró como una formación muy estimable, en la que brillaron especialmente la madera (excelentes solistas de oboe, flauta, clarinete y fagot) y ciertas secciones de la cuerda, con excelente prestación de violas y cuerda grave, de sonido lleno, bien empastado. Los violines ofrecieron una sonoridad bonita pero no siempre consiguieron la densidad y redondez deseables. Muy correctos, aunque no deslumbrantes, metales, con las trompas marcando quizá el punto menos fuerte. La agrupación, que queda a una distancia considerable de la legendaria Staatskapelle de la misma ciudad, superó la mencionada prueba de fuego straussiana de forma más plausible que brillante, y algunos de los intrincados (y dificilísimos) pasajes straussianos, especialmente en la segunda transición al allegro molto agitato, pudieron haber tenido un ajuste más redondo. Éxito grande y merecido, en cualquier caso, en el que hay que destacar especialmente la excelente labor de González. Lo agradecieron director y orquesta con una muy lírica, serena y bien recreada interpretación de la segunda de las Danzas Eslavas Op 72 de Dvořák.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martin – Ibermúsica)