MADRID / Espléndido Brahms de Fischer, Isserlis, Eberle y la Orquesta del Festival de Budapest, con sorpresa final
Madrid. Auditorio Nacional. 16-V-2024. Ibermúsica 23-24. Budapest Festival Orchestra. Director: Ivan Fischer. Solistas: Veronika Eberle, violin. Steven Isserlis, violonchelo. Obras de Brahms.
Volvía al ciclo de Ibermúsica la Orquesta del Festival de Budapest, esa excelente formación húngara que se fundó hace poco más de cuarenta años por Ivan Fischer (Budapest,1951), su actual titular, y el prematuramente desaparecido pianista y director Zoltán Kocsis (1952-2016). El menor de los hermanos Fischer (a Adam le vimos no hace mucho en Madrid con la Sinfónica de Düsseldorf), que también la ha dirigido en todas sus actuaciones en el ciclo, es bien conocido y apreciado del público. Maestro con gran conocimiento, fuerte personalidad, intenso en sus maneras pero siempre sensible, coherente y bien armado en el criterio, proponía un monográfico Brahms de indudable atractivo.
Se optó, en el clásico esquema obertura-concierto-sinfonía, por sustituir la primera por dos de las Danzas húngaras, una al principio de cada parte del concierto, ambas de breve curso y no de las más conocidas: la nº 21, última de la serie (orquestada por el amigo y protegido de Brahms, Antonin Dvorák), para abrir el concierto, y la nº 14, orquestada por Albert Parlow, para iniciar la segunda parte. En ambos casos música deliciosa, llena de luz y aliento lírico. Nos llegaron en preciosas traducciones de Fischer y sus músicos, porque la orquesta lleva esta música en sus venas, y Fischer, como haría patente en el resto del concierto, construye el discurso con un dominio envidiable de respiraciones y rubato, de manera que sus frases llegan siempre elegantes, fluidas, naturales y con una lógica difícil de rebatir. Una delicia, vaya.
La pieza concertante era el Doble concierto para violín, violonchelo y orquesta, obra postrera (1887) en el catálogo orquestal de Brahms y singular, entre otras cosas, por plantear una combinación de solistas (violín y violonchelo) infrecuente en el catálogo de conciertos románticos con solista (no tan rara, como bien señala Álvaro Marías en sus pertinentes notas al programa, en la historia anterior a esa época). Brahms maneja con maestría la no sencilla fusión de timbres y tesituras, desde frases que un instrumento empieza y otro termina hasta unísonos dibujados con habilidad, con rasgos que en muchos momentos apelan más al ámbito de la música de cámara que al de la sinfónica, sin eludir climas intensos (como en el primer movimiento), pero que encuentran tal vez mejor acogida en el lirismo del segundo, con un tercer tiempo de sonriente vigor.
Los solistas de la ocasión eran, qué duda cabe, de garantías: la violinista alemana Veronika Eberle (Munich, 1988) y el violonchelista británico Steven Isserlis (Londres, 1958). Armados ambos con sendos Stradivarius, brindaron una hermosa versión de este concierto brahmsiano, más inclinada en la parcela solista al lado lírico que al vibrante, faceta que pareció más patente en el acompañamiento orquestal. Eberle lució sus conocidas virtudes: sonido lleno, de notable presencia, bien matizado, justo en un vibrato que no distorsiona ni distrae, sino que hace justamente lo que debe: embellecer sin difuminar. Muy precisa en la afinación, la bávara ofreció una contribución sobresaliente. Isserlis, por su parte, presentó parecidas virtudes en cuanto a belleza de timbre y afinación, pero su volumen, lo hemos apreciado alguna otra vez, parece algo corto, y ya la perorata inicial que abre el concierto, tras apenas unos compases de introducción orquestal, pareció algo ayuna del poderío que la música reclama.
Lo mejor de la interpretación llegó, probablemente ayudado por un mejor equilibrio en la presencia de ambos solistas, en el hermoso Andante, cuyo amable canto fue dibujado con elegancia, sugerente evocación y muy fina sensibilidad en su tramo final. Más sonriente que exultante el tercero, en el que Eberle se mostró más incisiva que Isserlis en los acordes y dobles cuerdas. Fischer acompañó con cuidada precisión y balance, pero con intensidad más vibrante en los tutti que la que llegaba de los solistas en sus contribuciones. El éxito fue grande, como cabía esperar, y los dos solistas ofrecieron una lectura, tan bella como bien ensamblada, del movimiento lento de la Sonata para violín y chelo de Ravel.
La sinfonía, en fin, era nada menos que la Cuarta, última del compositor de Hamburgo, que precede en apenas dos años (1885) al Doble Concierto. Creación formidable que nos gana desde el emotivo tema inicial, una verdadera maravilla, y queda coronada de forma colosal con ese cuarto movimiento y su monumental passacaglia con treinta variaciones, basada en una leve modificación del bajo del último coro de la cantata BWV 150 de Bach. Volvió a lucir Fischer sus virtudes de gran director, uno de los más importantes del actual panorama. Desde el bellísimo tema de la cuerda en el inicio del allegro non troppo se hizo evidente la capacidad del maestro húngaro para delinear las frases con la respiración adecuada, las cesuras justas y bien elegidas para conseguir el punto adecuado de rubato, ese que permite al discurso desgranar en la hondura expresiva y alejarse por igual de la rigidez metronómica y de un exceso de flexibilidad que le acerque al amaneramiento.
Tuvo así el primer movimiento buena dosis de serena efusión lírica, también de grandeza posterior, e incluso de apasionada energía en el tramo final. Solemne el segundo, con preciosas contribuciones de trompa y solistas de madera, pero también de chelos y violas (estupenda esta sección de la orquesta, dicho sea de paso). Fischer dibujó con finura cada regulador, y brillaron clarinetes, oboe y trompa en el tramo final, magníficamente armado sobre la siempre estremecedora resonancia de los dibujos arpegiados de la cuerda grave. El allegro giocoso sonó más sonriente, más cercano a lo ofrecido por Mehta hace unos meses, que a la nerviosa (pero inolvidable) y exultante vibración de Solti. Pero nuevamente Fischer manejó los mimbres con habilidad, luciendo un precioso discurso en el Poco meno presto.
Rotundo, solemne, el inicio de la colosal passacaglia (allegro enérgico e passionato) que cierra la sinfonía. Lució aquí (como en muchas ocasiones a lo largo de la tarde), la estupenda cuerda de la orquesta húngara, bien empastada, de sonoridad llena, preciosa y con gran presencia, precisa en la articulación y apoyada en una sección grave primorosa (con los ocho contrabajos situados en posición que no es de las más habituales: al centro y al fondo, donde se suele ubicar la percusión). Se lució la solista de flauta, Gabriella Pivon, en la variación en la que su instrumento es protagonista, y Fischer, además, le dio cierta libertad, que ella aprovechó con tanta belleza como exquisito gusto. Una maravilla su canto, impregnado de melancolía. El più allegro final trajo la correspondiente adrenalina a una música que ya la contiene en sí, y Fischer no regateó en el voltaje. Dibujó un final trepidante, que puso el énfasis en la segunda parte de la indicación del movimiento (passionato). Sobresaliente prestación de la orquesta, en todas sus familias, a lo largo de todo el concierto, con las menciones específicas ya apuntadas.
La larga velada (el concierto, de forma excepcional, había comenzado a las 20:30) hacía prever que no habría propina. Pero el éxito, como no podía ser de otra forma, fue muy grande, y los húngaros aún reservaban una sorpresa. ¡Y qué sorpresa! La primera de las canciones Op 42 para coro de Brahms, Abendstänchen… cantada por la propia orquesta, que dejó sus instrumentos para hacer de coro… ¡y vaya coro! Los asistentes estábamos, creo que, del primero al último, literalmente perplejos. Quien esto firma solo recuerda otro ejemplo de asombro similar: fue cuando, en el concierto de año nuevo de 2016, quienes estábamos en el Musikverein vienés asistimos perplejos a la demostración de que la Filarmónica de Viena, además de tocar de manera primorosa, era capaz también de la excelencia… silbando, como lo hicieron en parte del vals Weaner Mad’ln de Ziehrer. Así que este Abendstänchen fue un final brahmsiano tan lógico (por el autor) como inesperado. Eso de ver a una orquesta cantando, y de esta forma, no es cosa de todos los días. Tampoco lo fue, dicho sea de paso, el resto de este excelente concierto.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Attila Nagy, István Kurcsák)