MADRID / En el laberinto de Jörg Widmann
Madrid. Auditorio 400 del Museo Reina Sofía. 27-II-2023. Ciclo Series 20/21 del CNDM. Jörg Widmann, clarinete. Anna Davidson, soprano. David Moliner, percusión. Ariadna Alsina, electrónica. PluralEnsemble. Director: Fabián Panisello. Obras de Alsina, Panisello, Moliner y Widmann.
No es casualidad que durante los primeros minutos del documental Over Your Cities Grass Will Grow, de Sophie Fiennes, mientras ésta recorre con su cámara la compleja red de túneles y galerías subterráneas que Anselm Kiefer excavó durante años bajo su estudio en Barjac, se escuche, de fondo, el décimo de los Freie Stücke de Jörg Widmann (Múnich, 1973). Como a su compatriota pintor y escultor, la imagen del laberinto también lo lleva “persiguiendo” a él desde hace tiempo; en concreto, casi dos décadas en las que ha escrito hasta siete obras en torno a esta obsesión —la mayoría en los últimos cuatro años—, como si el propio tema del laberinto fuese, a su vez, un laberinto mismo. “Vuelve uno al cerco”, dice, “y, de nuevo, no sabe nada. Vuelve a empezar de cero”. Fabián Panisello (Buenos Aires, 1963) tuvo el año pasado la muy buena idea de traer al Reina Sofía una de estas composiciones, Labyrinth IV (2019), pero entonces hubo de cancelarse el concierto por indisposición de la soprano Anna Davidson. No obstante, la cosa no murió ahí, sino que se retomó en la actual temporada del ciclo “Series 20/21” del CNDM, de tal modo que el lunes, por fin, pudimos disfrutar en Madrid, por primera vez en España, de la página del alemán. El programa se complementaba, como tiende a ser habitual en los conciertos del PluralEnsemble, con una obra de su director —Meister Eckhart: Mystical Song (2019), en esta ocasión— y con los estrenos absolutos de dos piezas que el CNDM había encargado a dos compositores españoles: Errant Swarm (2022), de Ariadna Alsina (Figueras, 1980), y Un magnetar… Magnetische Episoden (2021), de David Moliner (Castellón, 1991).
En teoría, todo el espacio del Auditorio 400 tendría que haberse convertido en el laberinto por el cual deambularía Ariadna. No Alsina, evidentemente, sino la princesa cretense, encarnada por Davidson, aunque la catalana también lo quiso transitar a través de la electrónica de su pieza, que recogía el sonido en vivo de los instrumentos y lo hacía “serpentear” por los altavoces de la sala. Davidson, en cambio, no pudo moverse del escenario como pedía la partitura de Widmann, ya que el 400 no cuenta con un sistema de luces que permita seguir a la cantante mientras ésta se desplaza por la zona de butacas. No obstante, hay que decir que esto no afectó negativamente a la experiencia, sino, de hecho, todo lo contrario, pues el “laberinto”, en realidad, estaba en la música; estaba en Ariadna. Los caminos que dibujaba Widmann, a diferencia de los de Alsina, eran oscuros corredores que se bifurcaban y multiplicaban, infecciosamente, en una rica estructura canónica —la que marcaba la entrada al laberinto— que se prolongaba hasta que, al final, ninguna de las voces era distinguible. Ariadna se adentraba en esa oscuridad, sin embargo, con cierto deseo, y así lo dejaba muy claro la sección que seguía a este momento, salvaje y de contrastes extremos. Cargada de explícitas connotaciones sexuales, todo culminaba con un programático orgasmo.
Poco después de aquello vendría una escena más reflexiva e introspectiva que, en cierta manera, creaba una suerte de simetría dentro de la obra, pues hacía de espejo del Kinderlied que entonaba Ariadna al inicio. Precisamente como si se mirase a un espejo, la que era antes diosa y señora del laberinto miraba ahora al “laberinto dorado” (“im güldnen Labyrinth”) celeste —al que también miraba la pieza de Moliner, basada en el Überfliessende Himmel de Rilke—, como en un “recuerdo-lamento” del origen. Esto es, al menos, lo que parecía preocupar a Ariadna aquí: después de aquella pornográfica violencia, el encuentro con el vacío, con su propia vulnerabilidad. La música, con tintes muy berguianos, enfatizaba esta misma melancolía a través de un lóbrego pasaje en el que volvían a aparecer unos sinuosos contrapuntos entrelazados.
El catastrófico desenlace de Labyrinth IV, tras la fanfarria de los trompetistas —estos sí estaban situados en otra parte del auditorio, cerca de una de las puertas laterales, e iluminados con una sanguinolenta luz roja— anunciando la supuesta muerte de la bestia, situaba a Ariadna en otro plano aún más vertiginoso. Y la respuesta que ella misma se iba a dar a continuación ya había sido anticipada por algunas de las piezas que la precedieron. En Meister Eckhart, se hacía evidente, especialmente en la hildegardiana sección última “a capela”, que aquello que se “buscaba” estaba dentro, y no fuera. Cabe decir que, si bien Davidson estuvo espectacular durante todo el concierto, hubo partes en la obra de Panisello —por ejemplo, cuando, justo antes de ese final, entonó “Wirt als ein kint, wirt toup, wirt blint!” sobre una textura de quintas desnudas— en las cuales, si se quería enfatizar esa mirada interior, posiblemente hubiera sido mejor suprimir el vibrato y realizar, en su lugar, un canto más plano y desarropado, como el que hizo muy bellamente al inicio y al final de la obra. De igual manera, el itinerario que trazaba la pieza de Moliner —por cierto, muy demandante para el clarinete de Widmann, que estuvo estupendo— parecía señalar también, por medio de abundantes glissandos, escalas y saltos de registro, un movimiento que iba, primero, de lo interior hacia lo exterior y, después, de lo exterior hacia lo interior. Lo hacía tanto a través de la música como escénicamente: por un lado, la tercera menor alrededor de la cual orbitaba la pieza acababa por “colapsar” sobre sí misma, transformándose en mayor hacia los últimos compases; por otro, Widmann entraba a escena solo, con la sala prácticamente a oscuras, y así, solo y a oscuras —pero transformado—, la abandonaba al terminar.
En cambio, ¿logra Ariadna, en el laberinto de Widmann, como sí logra en el mito a través de Dionisio, satisfacer su deseo de transcendencia? No está muy claro. No deja de ser significativo que sólo esté presente la voz femenina. En Labyrinth IV no hay bestia —no hay Minotauro—, como tampoco no hay héroe o superhéroe, al final, que la saquen de su estado aletargado. Lo dijo Rilke en otro poema: “Lo nuestro es: ignorar la salida de la extraviada circunscripción interior”. “Ich bin dein Labyrinth…”, clama Ariadna, para sí misma, en un último suspiro que termina por convertirse en grito. Después de todo, el laberinto era ella.
Jesús Castañer
Fotos: © Rafa Martín / CNDM