MADRID / El último Beethoven, por Leonskaja: trascendiendo tiempo y época
Madrid. Auditorio Nacional. 15-V-2024. XXIX Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Elisabeth Leonskaja, piano. Beethoven: Sonatas para piano, nº 30-32, op. 109-111.
La nueva visita de Elisabeth Leonskaja (Tiflis, 1945) al ciclo de Grandes Intérpretes se produce con un programa de esos que los castizos calificarían como “de armas tomar”, porque requiere un intérprete de primera: nada menos que las tres últimas sonatas de Beethoven. Encabeza María del Ser sus bien armadas notas al programa, muy apropiadamente, con una cita de Schubert: “¿Quién puede, o se atreve, a hacer algo después de Beethoven?”. Decía bien el bueno de Schubert, que pasó sus propias penalidades en la composición de sinfonías y sonatas, porque el de Bonn había exprimido ambos limones de manera tan exhaustiva… que en realidad bien podía decirse que, más que exprimirlos, los había triturado. No vivió Schubert, fallecido al año siguiente de Beethoven, para consolarse con aquello de “mal de muchos”. Porque tras él, sudaron tinta con el asunto Brahms y Schumann, entre otros.
Cualquiera pensaría que Beethoven parecía haber alcanzado la cima de su colosal ciclo de sonatas pianísticas con esa demoledora partitura que es la Hammerklavier. Pero el gran sordo, que entre 1820 y 1822 trabajaba en la Missa Solemnis y en la Novena sinfonía, siempre dejaba lugar para sorprender con más y mejor, y respondió al encargo del editor Schlesinger con tres últimas creaciones que terminaron dejando a quienes venían después entre perplejos, admirados y temerosos. Sí, se entiende mejor que nunca esa mezcla de admiración e impotencia expresada por Schubert.
Este Beethoven pianístico crepuscular, contemplado, como hizo Leonskaja, de un trazo, deja en quienes lo escuchan la sensación de asistir a un discurso que mira al pasado de una vida ya en su tramo final (a Beethoven le quedan ya poco más de cuatro años y su salud está maltrecha) pero que también se dirige al futuro, y lo hace con perspectiva visionaria y con ese carácter temperamental, rebelde, implacable en su humanidad y en su rotunda honestidad que eran el sello de su trabajo. Lo hace también con ese ramalazo constantemente interrogador, con la combinación de contrastes, donde la duda hermana con naturalidad con la afirmación, el reposo con la urgencia, la resignación con la rabia, el dolor con el arrebato de apasionada vitalidad. Como en esa obra maestra que es la segunda de las escuchadas hoy, la op 110, que en la secuencia arioso dolente – fuga – retorno, con más apremio, del arioso – fuga, nos lleva con asombrosa fluidez desde la congoja del dolor más desolado hasta la triunfal, casi enloquecida exaltación final de la inversión de la fuga.
Y, como música de toda una vida, pero también anticipatoria, atrevida y, como siempre en Beethoven, provocadora, es necesario no ya un pianista cuyo bagaje técnico sea de primera, sino, sobre todo, un músico capaz de extraer los mil y un recovecos expresivos que contienen estos pentagramas, de los que muy someramente hemos apuntado algunos. Mezcla de ingredientes que, solo adecuadamente diferenciada, puede llegar al espectador por alguien que haga verdad esa afirmación que, si es válida para todas las músicas, lo es quizá especialmente en esta: la música está detrás de las notas.
Leonskaja, no vamos a descubrir nada nuevo, es una pianista formidable y una intérprete que reúne, bien lo sabemos quienes llevamos muchos años paladeando su arte, esas características. Y, a pocos meses de cumplir 79 años, su bagaje vital y artístico es enorme. Es, en otras palabras, no solo una intérprete magnífica, sino alguien que atesora la sabiduría de años de carrera y de vida, y que además ha estado cerca de uno de los más grandes pianistas de la historia: Sviatoslav Richter.
Lo que vivimos ayer en el auditorio no fue, por tanto, nada sorprendente para quienes la conocemos. La Sonata op 109 tuvo luminosa vitalidad en el Vivace ma non troppo inicial, y adecuada fantasía y libertad en las dos inserciones del Adagio espressivo. Sonó rotundo, urgente, el Prestissimo, como una afirmación que no admite réplica. El Andante final con variaciones permitió apreciar la fina paleta expresiva de la georgiana, desde la serena elegancia del inicio a la libertad, casi enigmática, de la variación final, con esos largos, casi obsesivos trinos, hasta la calma de su tramo último, pasando por el alegre desenfado de la tercera. Lució Leonskaja, como haría en todo el concierto, la sonoridad llena, redonda, rica en matices y colores, de contundente poderío (menuda mano izquierda) pero siempre sin perder un ápice de belleza y sin asomarse lo más mínimo a la estridencia o la dureza. Algún que otro pequeño roce (variación 5, por ejemplo), algún pedal que pudo parecer demasiado recortado, no empañan una interpretación sobresaliente.
Quien firma estas líneas confiesa una debilidad especial por la Sonata op 110, y Leonskaja, que no tomó respiro tras la anterior, nos regaló de ella una magnífica lectura. Inicio con fantasía, alternado luego con exquisito dibujo p leggiermente, siempre sin perder de vista los ramalazos más temperamentales. Rotundamente afirmativo, y con contagioso vigor rítmico, el Allegro molto. La secuencia final fue extraordinaria. Desde el recitativo antes de la primera aparición del arioso dolente hasta la incontenible exaltación de la inversión final de la fuga, el discurso nos llevó por toda suerte de emociones, y Leonskaja lució esa mano izquierda a la que antes hice referencia (la exposición del tema de la fuga con ella en forte consiguió un gran impacto) y las transiciones entre arioso y fuga en sus dos apariciones (los acordes previos a la inversión de la fuga fueron de una densidad impresionante) se manejaron de manera extraordinaria.
También sin solución de continuidad afrontó la georgiana la última y más visionaria y en muchos momentos enigmática de las sonatas. Esa op 111 que nos deja una sensación apabullante, casi paralizante. Un “¿qué ha pasado aquí?” que hay que asimilar. Una vez más, comienzo decidido y vibrante allegro con brio ed appassionato, muy fiel a tal indicación, sin rehuir los ramalazos de crudeza, pero sin que estos se salieran nunca del carril, incluso en el más tempestuoso desarrollo. Tal vez podría haber tenido algo más de misterio el tramo final, pero es en todo caso asunto menor. La Arietta llegó bien cantada, serena, sencilla, para ir creciendo en la vibración rítmica, ya insinuada en la segunda variación, hasta esa fulgurante, contagiosa tercera que se anticipa cien años (hay que suponer que para pasmo incomprendido de quienes la escucharon) a su tiempo. La invención desbordante de Beethoven llega, en efecto, a la abstracción, como menciona María del Ser citando al personaje de Mann, en un tramo final en el que anhelo, misterio, interrogación, están fundidos en una mezcla de asombrosa belleza y de casi inalcanzable dimensión. Leonskaja nos llevó en ese viaje con la maestría de quien puede, por la gran sabiduría que acumula, asomarse a esas alturas vertiginosas que menciona María del Ser citando al personaje de Mann.
El éxito, como cabía esperar fue grandísimo. El que suscribe debe expresar que hubiera preferido, por el carácter del programa y por la propia naturaleza inaprensible de la op 111, que no hubiera habido propinas. Creo que un discurso como el de Olafsson, cuando tocó las Goldberg (“les agradezco sus aplausos, pero no puedo tocar nada tras las Goldberg”) hubiera sido muy apropiado. Dicho esto, hay que apreciar y agradecer en todo caso la generosidad de Leonskaja, que ofreció dos obras de Debussy: el duodécimo preludio del Libro II, Feux d’artifice, y el vals La plus que lente. En ambos extrajo sonoridades y colores bellísimos. Pero la tarde era de Beethoven, de ese Beethoven que trasciende tiempos y épocas. Y que nos llegó de forma excelente.
Rafael Ortega Basagoiti