MADRID / El siempre incuestionable impacto de Beethoven
Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 23-XII-2019. Concierto de Navidad de la Orquesta Sinfónica de Madrid. Sonia de Munck, soprano. Clara Mouriz, mezzo. Juan Antonio Sanabria, tenor. Josep Miquel Ramón, barítono. Coro Nacional de España. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Juanjo Mena. Beethoven: Sinfonía nº 9 en re menor Op. 125 “Coral”.
Unos días antes de que entremos en 2020 celebrando el 250 aniversario del nacimiento de Beethoven (que en realidad se cumple en diciembre de dicho año), la Sinfónica de Madrid nos trae, en la trigésima edición de su concierto de Navidad, la Novena Sinfonía, esa obra colosal, fusión de sinfonía, drama y música coral, que apabulló a alguien tan poco dado a sentirse apabullado como Wagner, y cuyo canto final trascendió el ámbito de la música clásica para convertirse en himno universal de hermandad y libertad.
Tal vez nada mejor, para recordar tal trascendencia, que la emotiva interpretación (disponible en DVD como es bien sabido) que Leonard Bernstein dirigió a una orquesta “multialemana” en el momento de la caída del muro de Berlín, y en la que, con una plausible libertad, el norteamericano sustituyó la palabra “Freude” (alegría) por “Freiheit” (libertad).
La Novena es una partitura de extrema complejidad, que transita por toda una variedad de atmósferas y climas, a menudo de forma abrupta, que pasa en un suspiro del drama a la agitación, de la paz a la ansiedad y del anhelo al júbilo. Es también difícil de ensamblar, porque desde el misterioso, enigmático primer movimiento hasta los continuos vaivenes del último (incluyendo los comprometidos exabruptos del recitativo de la cuerda grave), hay inflexiones, ataques, que requieren un trabajo de ensayo suficiente para asegurar el empaste adecuado.
Es también difícil para la batuta desplegar con la flexibilidad adecuada todo ese curso complejo de cambiante atmósfera, ritmo y expresión, y, finalmente, como no podía ser menos en Beethoven, es una partitura traicionera para las voces, con un coro constantemente exigido (como en la Missa Solemnis que pudimos escuchar hace unos días) en la escritura más aguda, y con un cuarteto solista en el que el bajo (su intervención inicial), el tenor (en su heroico pasaje alla marcia) y soprano (con una partitura temible, especialmente en su más que delicado final) tienen que asumir intervenciones no especialmente largas pero sí muy expuestas.
La semana ha debido ser densa para el magnífico maestro vitoriano Juanjo Mena, que apenas se bajó del podio de la OCNE el domingo tras dirigir el fin de semana un nada sencillo programa (Walton, Elgar y la preciosa pero comprometida Sinfonietta de Janacek, además de la Suite de La zorrita astuta del propio músico checo) para subirse en la tarde de ayer al de la Sinfónica y afrontar esta Novena beethoveniana.
Como el tiempo difícilmente se estira, creo que el tiempo de ensayo para el concierto de ayer ha debido ser limitado. Lo que nos llegó de Mena fue, no obstante, un concepto enérgico, con mucha y generalmente bien graduada tensión en el primer movimiento, con un clímax bien construido, en el que sólo pareció excesivo en algún momento el volumen del timbal, por lo demás de una contundencia impactante para ilustrar el desgarro (ese que de una forma tan espeluznante dibujaba Furtwängler en su demoledora grabación berlinesa de 1942 que oportunamente recuerda Juan Lucas en sus notas al programa), y una muy bien elaborada coda final.
Vivo, vital y bien contrastado el Scherzo, en el que no por habituales uno deja de lamentar la omisión de algunas repeticiones. Expresivo y bien dibujado el Adagio molto e cantabile y con la tensión y grandeza adecuada el gran movimiento final, bien delineada la jubilosa atmósfera que termina dominando.
Quien suscribe tuvo, sin embargo, la sensación, tal vez porque el tema sobre ensayos antes mencionado, de que, dentro de una interpretación que contó con absoluta entrega de batuta y músicos, primó una preocupación especial por “cuadrar” el ensamblaje antes que por el flujo espontáneo del discurso, algo que incluso es más llamativo por cuanto esa fluidez es una característica muy destacada de la precisa y siempre musical batuta de Mena. El ensamblaje se consiguió en gran medida, pero con todo, hubo momentos de cierto desajuste tanto en el desarrollo del primer tiempo como en el devenir del segundo y el tramo final del último.
Salvando esos momentos, respuesta por demás magnífica de la Sinfónica en todas sus familias, sin excepción. Lo fue también la del Coro Nacional, empastado y seguro, con adecuada grandeza en su triunfal pero comprometido final.
Algo desigual el cuarteto solista, aunque quizá la propia partitura demandaba voces con colores y características diferentes en algún caso. Destacó la bonita voz de Sonia de Munck, más en su intervención inicial. Correcta Mouriz, tal vez demasiado ligero para ese pasaje alla marcia el timbre de Sanabria, y suficiente Ramón, aunque no colocó bien los dos la finales de freudenvollere en su recitativo inicial.
El éxito fue grandísimo, con el entusiasta público, que llenaba la sala (tomen nota quienes se quejan de que hay demasiado Beethoven), agradeciendo con prolongadas ovaciones a todos los implicados la envidiable energía en una interpretación que, en todo caso y a pesar de las limitaciones apuntadas, tuvo enjundia más que suficiente para servir esta excepcional partitura con la solvencia necesaria para construir una velada muy grata. Eso no es óbice para que quede en algunos la sensación de que, con estos mimbres, un par de ensayos más nos hubieran llevado a algo aún mejor. Pero Beethoven, aunque alguno se esté vacunando ya sobre la “indigestión” que vamos a tener de él durante 2020, es siempre Beethoven. Y cuando se le sirve, como ayer, con entrega e implicación, el impacto es, creo, incuestionable.
Rafael Ortega Basagoiti