MADRID / El hermoso ‘Paulus’ de Mendelssohn, por Suzuki con los conjuntos nacionales
Madrid. Auditorio Nacional. 8-III-2024. Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: Masaaki Suzuki. Director del coro: Miguel Ángel García Cañamero. Solistas: Camilla Tilling, soprano; Benjamin Bruns, tenor, Christian Immler, bajo-barítono. Solistas del Coro Nacional de España: Beatriz Oleaga, mezzosoprano; Margarita Rodríguez, soprano; Maria Morellà, contralto; Luis Izquierdo, tenor; Enrique Sánchez, Helder Jair Espinosa y Pedro Llarena, bajos. Mendelssohn: Paulus, op. 36.
Volvía el japonés Masaaki Suzuki (Kōbe, 1954) al podio de la Orquesta Nacional, para dirigir el primer gran oratorio de Félix Mendelssohn: Paulus, tras haber ofrecido el más conocido (y escrito posteriormente) Elías, en su visita de 2018 (el titular de la formación, David Afkham, puso también ese oratorio en los atriles el año 2022). Dice bien María Encina en sus excelentes notas al programa cuando afirma que la figura y la música de Mendelssohn son aún objeto de multitud de prejuicios. Y aunque el antisemitismo se esconde tras muchos de ellos, no es el único, porque el reproche de una pretendida superficialidad, encuadrándola en una “estética Biedermeier” con notoria e injusta displicencia, ocupa también un lugar preferente entre las, para muchos, sorprendentes críticas que se le hacen a su obra.
Precisamente en su reseña del concierto que ofreció el conjunto L’Apothéose el pasado día 6, mi estimado Imanol Temprano reivindicaba a Telemann como un compositor injustamente infravalorado, y lo incluía en una lista en la que, entre otros aparecían Haydn (Imanol señalaba, con razón, que me veía aplaudiendo tal inclusión, porque conoce bien mi constante demanda de que su música se programe más)… y Mendelssohn. Tal vez no sea tan conocida mi encendida defensa de la genialidad del hamburgués (aunque la he expresado también repetidamente, con ocasión, por ejemplo, de la interpretación de la Sinfonía nº 2 “Himno de alabanza”, otra partitura maravillosa), pero no me cuesta nada reiterarla una vez más.
No me cortaré un ápice al afirmar que no tengo duda de que Mendelssohn era un genio. No solo en la fina elegancia e imaginación de sus melodías, sino en lo que hacía con ellas, en el manejo de la paleta sonora, de la masa sinfónica y coral, de la polifonía y el contrapunto. Este Paulus, iniciado en 1832 (el compositor tenía entonces 23 años) y completado cuatro años después, puede no alcanzar la riqueza, variedad y sublime grandeza e intensidad dramática del Elías, pero apunta ya, creo que indiscutiblemente, en esa dirección. Lo hace con una evidente mirada a Bach (cuya Pasión según san Mateo había rescatado el propio Mendelssohn del olvido en 1829), tanto en el tratamiento de los corales como de los numerosos episodios fugados de los coros, y en el propio dibujo de los recitativos. Todo ello, naturalmente, influido de manera poderosa por la propia fe protestante a la que se convirtió por impulso paterno.
La música de este oratorio, como la del Elías y otras partituras corales de Mendelssohn (a la cabeza, la sinfonía-cantata antes citada) e incluso alguna meramente sinfónica (la sinfonía “de la Reforma”, con su solemne traducción orquestal del himno Ein feste Burg ist unser Gott), bebe continuamente de los himnos luteranos. Como hiciera mucho antes Bach, en parámetros estéticos bien distintos, Mendelssohn introduce el sello de esos himnos, la solemnidad y grandeza de los mismos, de manera continua, desde el mismo comienzo de la obertura. Los rodea y apoya luego con una cobertura instrumental (o coral, porque a veces los papeles se invierten) que puede decantarse hacia la brillante grandeza, la emocionante devoción, el júbilo exaltado o la interiorizada oración. Aunque tiene arias, y algunas muy bellas (las de Pablo, Dios, apiádate de mí o Te doy las gracias, por ejemplo, o la preciosa cavatina del tenor, Se fiel hasta la muerte, con un hermoso solo de violonchelo), el oratorio es primariamente coral. Y el coro tiene momentos de gran belleza: la grandeza del número inicial, Señor, tú eres el Dios, la del que cierra la primera parte, Oh, ¡cuán profundos son riqueza, sabiduría y conocimiento de Dios!, la maravilla emocionante de Bienaventurados los que sufrieron, el dibujo quintaesenciado de la piadosa súplica coral A ti, señor, o el incontenible impulso del jubiloso Levántate y conviértete en luz son solo algunos de ellos.
Sí, hay oración, devoción, júbilo, grandeza, emoción, acción de gracias, alabanza y fe en esta música que, como toda la de su autor, se hace sentir cercana, tal vez porque la belleza con que nos gana nace en una grandeza y emotividad que está en su misma esencia, en una sonoridad, si se me permite la expresión, profundamente humana, un dibujo tan magistral como aparentemente sencillo, opulento pero sin grandilocuencia artificial, solemne y majestuoso muchas veces, pero de una riqueza de expresión siempre extraordinaria.
Suzuki tiene buenos puntos de partida para acercarse al universo coral mendelssohniano: es un consumado bachiano, organista, con larga experiencia en el ámbito de la música religiosa. Es músico y artista sensible, como ha demostrado en multitud de ocasiones. Indudablemente ha sufrido algún percance en el brazo izquierdo, porque se presentó con un imponente cabestrillo que le impidió por completo maniobrar con dicho brazo. Uno piensa que eso no le benefició, porque por mucho que el inefable Richard Strauss defendía aquello de que la mano izquierda del director no debía abandonar el bolsillo, la teoría se antoja más que discutible.
El contingente de cuerda no era pequeño, pero tampoco excesivo: 12/12/8/6/4, con violines primeros y segundos enfrentados, más el viento prescrito por Mendelssohn (parejas de flautas, oboes, clarinetes, fagots, contrafagot, 4 trompas, 2 trompetas, 3 trombones, timbal y órgano). El coro contó con algo más de 80 voces. Masas, desde luego, que quedan lejos del enorme orgánico (bien es cierto que en su mayoría, de músicos aficionados) de 172 instrumentistas y más de 360 cantantes del estreno en 1836. Se entendió su decisión de utilizar trompas naturales. Quien esto firma entiende peor que no se decidiera por similar opción en las trompetas, porque la brillantez y potencia de estas se erigió en factor dominante en la prestación, buena, pero en ese aspecto no idealmente equilibrada, de los metales.
Suzuki, generalmente amigo de tempi vivos, como buen alumno de Koopman, estuvo en este sentido bastante moderado en la ocasión que se comenta. Planteó una interpretación bien construida y matizada, con intensidad, energía y vibración, pero también con solemnidad, grandeza y hondura de expresión. Nada que reprochar a su claridad de discurso en el contrapunto, ni a su gradación de tensiones, ambas impecables. Tampoco, por supuesto, a su absoluta entrega y a llegar tan lejos como su gesto con una sola mano le permitía.
La intención interpretativa consiguió una muy buena prestación general de los conjuntos nacionales, aunque, al menos a quien esto firma, quedó la sensación de haber no haber llegado la excelente altura alcanzada en otras veladas. Parte, probablemente, se debe a cierta falta de densidad en la cuerda que, en la modesta opinión del que suscribe, quizá habría agradecido algunos componentes más teniendo en cuenta el importante contingente coral utilizado, y a la mencionada preponderancia de las trompetas dentro del viento-metal. En otra parte, no cabe descartar que la limitación gestual que supone disponer solo de un brazo haya podido jugar un papel en algún ataque no del todo ajustado (algo que fue aparente en más de un recitativo) y algún pasaje de empaste no del todo redondo, especialmente en alguno de los episodios fugados rápidos.
Como queda apuntado, el rendimiento fue, en todo caso, muy notable, y sus solistas de viento madera lucieron su clase, como lo hizo también el de chelo (creo que Javier Martínez Campos) en la cavatina precitada. Correcto el coro, con la habitual tirantez de las sopranos a partir del La agudo), límite transitado por el compositor en varias ocasiones. Se apreció en general una bonita línea de expresión, que lució más cuando la música se movía por zonas más confortables de la tesitura, como en el coro mencionado Bienaventurados los que sufrieron. Cumplieron con impecable solvencia los siete solistas del conjunto mencionados en la ficha en sus respectivos papeles.
El trío solista, por su parte, presentó un nivel sólido e irreprochable, no deslumbrante. Voz bien timbrada, sin especial brillo, pero con presencia suficiente, entonación precisa y buena expresión, la de Camilla Tilling. Algo parecido puede decirse del barítono (más que bajo) Immler, de noble timbre e impecable expresión, presencia suficiente, lejos de luna imponente autoridad. El tenor Bruns, sin ser tampoco un cantante cuya voz impresione, marcó probablemente el nivel más alto del trío, con una dinámica de más anchura y una presencia grande y uniforme en todo el registro.
Notable interpretación, pues, de una preciosa partitura, que explica bien por qué, en la lógica progresión posterior, su autor dejaría luego esa obra maestra que es el Elías, sin duda uno de los mejores oratorios del romanticismo musical. Quienes conocíamos la obra la disfrutamos plenamente, como cabía esperar. Y muchos de quienes no la conocían, la descubrieron con comprensible alborozo. Hay que celebrarlo, porque la mayor difusión de la obra de Mendelssohn es, sin duda, algo obligado.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín)