MADRID / El Grupo Enigma, atrapado en ofuscados sueños sonoros
Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Auditorio 400. 23-X-23. Carlos Mena, contratenor. Grupo Enigma. Asier Puga, director. Obras de Oliveros, Giménez-Comas, Estrada y Filidei.
Sobre el papel, un programa titulado Soliloquio(s) de carácter conceptual, con obras encapsuladas entre palabras de Calderón de la Barca y Gilles Deleuze. Podría sonar petulante pero resultó estar todo bien hilado, bien armado. Es mérito de quien tanto está haciendo por la música de creación actual en Zaragoza (y por la proyección de la ciudad), el director del Grupo Enigma, Asier Puga. En solo unas semanas que tejen escasos meses ha ofrecido la Oresteïa de Xenakis en el Festival de Mérida, una extensa y ambiciosa obra de Chaya Czernowin, La fabricación de la luz, en el Ensems de Valencia y, ahora, una gira por tres ciudades con este nuevo proyecto. No es poco.
El contratenor Carlos Mena partía, un tanto impostadamente en el inicio del programa, del célebre monólogo de Segismundo de La vida es sueño. Luego llegó (por altavoces) la música de Pauline Oliveros, una pequeña pieza que, a su manera, es un hit de la música electroacústica, Bye, bye, butterfly (1967), en la que desdibuja por completo uno de los más célebres momentos de la ópera de Puccini a la que recurre. La audición con la luz baja en el Auditorio 400 y con las distorsiones sintéticas, purísimamente computarizadas, emanando de los altoparlantes tuvo algo de momento oficioso, ceremonial. Y qué poca música (enteramente) electroacústica se oye en esta sala, algo sobre lo que el CNDM debería reflexionar. Ojalá.
A Núria Giménez-Comas hay que agradecerle el intento de hablar de la transexualidad en The land of heart’s desire (2023) a partir de textos de Yeats y del filósofo queer Paul B. Preciado. Pero el resultado devino en formulario y esquemático durante toda la escucha, ya a partir de un entregado Carlos Mena con unas frases sin asomo de expresividad, reiteradas en estilo y sin ninguna indagación sobre la vocalidad; ya por medio de insertos de recitados demasiado obvios y con el colchón de una escritura musical nerviosa y tampoco especialmente vistosa; muy bien atendida sí por los integrantes de Enigma. También de este año el otro estreno absoluto, de Iñaki Estrada, Voice, que en su primera parte llevó a Mena a una paroxística experimentación que solventó con oficio y entrega plena y que luego va declinando en una abigarrada construcción en la que espejean ecos de la música saturada por medio de explosivos pasajes que no dejan de insuflar nuevo aliento a una creación que, sin abusar de ello, apela también a una esmerada espacialización en los sonidos electrónicos que incorpora.
Tras un breve fragmento de una conferencia sobre la concepción/invención del arte de Gilles Deleuze en la que habla sobre el peligro de los sueños, más aun de caer en las redes de los que nos son ajenos, Puga y sus músicos cuidaron cada pequeñez del miniaturista murmullo al que se aboca en su principio y su final Finito ogni gesto (2008), de Francesco Filidei. Modestos sonidos crepitantes y solemnes tañidos aéreos evocaron a Sciarrino; pero más allá de la pleitesía que indisimuladamente se le rinde hay en la página irrupciones volcánicas ajenas al de Palermo, también una articulación mucho más marcada. La ejecución del grupo zaragozano nada tuvo que envidiar a la que ya conocíamos (discográficamente) debida nada menos que al Musikfabrik de Colonia. Dice mucho a favor de nuestros músicos esto.
Ismael G. Cabral
(foto: Elvira Megías)