MADRID / El espléndido momento de la Nacional
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 11-VI-2022. Concierto sinfónico 22 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: Josep Pons. Fumiaki Miura, violín. Obras de Debussy, Britten y Ravel.
El vigésimo segundo sinfónico de la temporada, encomendado al director honorario de la Nacional, Josep Pons (Puigreig, 1957) nos traía el último episodio de una de las líneas maestras del ciclo: el gran violinismo. Tras escuchar el hace bien poco el primer concierto de Shostakovich, el cierre le correspondía al Concierto para violín y orquesta de Benjamin Britten, obra compuesta en tiempos de guerra y con palpables resonancias bélicas y dramáticas en muchos momentos, de endemoniada dificultad técnica y complejo desentrañamiento musical. Las palabras del violinista español Antonio Brosa, que estrenó la obra en 1940, son muy ilustrativas: “La conclusión es un lamento, que deja una pregunta inevitable sobre el significado del ritmo español, en un concierto iniciado durante la guerra civil, escrito para un español expatriado y concluido en una guerra mundial para la que el conflicto español parecía, a los ojos de muchos, un siniestro ensayo”.
Se encargaba de la nada fácil tarea el violinista japonés (Tokio, 1993), joven de brillante trayectoria a quien ya pudimos escuchar, justo un par de meses antes de la explosión pandémica, una notable lectura del Concierto de Chaikovski en el ciclo de La Filarmónica (en aquella ocasión con la Sinfónica de la Radio de Frankfurt con el colombiano Andrés Orozco-Estrada). Miura, con su Stradivariius 1704 (ex. Viotti) evidencia un sonido redondo y de gran belleza, y es un portento técnico de exquisita precisión en afinación y arco. Despachó la agotadora intensidad de la obra de Britten (los dos últimos tiempos, especialmente el segundo, son terribles; la cadencia final del segundo, con su obstinada repetición del motivo rítmico que abre la obra, produce un gran impacto) con una soltura envidiable. Pudo haber profundizado más en ensanchar el espectro de contrastes y, por así decirlo, adentrarse en mayores sutilezas, pero la suya fue una lectura muy notable de una obra en la que cabe aventurar que el aún muy joven pero brillantísimo violinista penetrará con más hondura en el futuro. Acompañó de manera atenta y precisa Pons, con una Nacional que respondió estupendamente.
El resto del programa lo componían dos grandes partituras impresionistas, idioma que parece especialmente cercano al maestro catalán Pons, como lo era también a su maestro Ros Marbá. Dibujó Pons con acierto las etéreas sonoridades debussyanas en el primero de los Nocturnos (Nubes), con delicada aportación de la cuerda y estupenda respuesta de maderas y metal. Respondió bien a su título el segundo (Fiestas), y quedó menos convincente el tercero (Sirenas), en el que las voces femeninas del Coro Nacional hubieran podido conseguir mejor y más precisa afinación y articulación.
Dafnis y Cloe puede muy bien ser la partitura orquestal más lograda de Ravel, cuya producción sinfónica, aparte del muy conocido Bolero, se nutre esencialmente de transcripciones de obras pianísticas propias o ajenas. De este ballet, titulado por el autor Sinfonía coreográfica, se suelen interpretar las dos suites que extrajo el propio Ravel, especialmente la segunda, que comprende la práctica totalidad del tercer cuadro. Pons, con mando siempre preciso y claro, para algunos también tal vez demasiado medido antes que especialmente inspirador, consiguió de nuevo estupendas sonoridades de una Nacional en estado de gracia. Desde el muy apropiadamente evocador Nocturno de la primera suite, que culminó en una adecuadamente impetuosa Danza guerrera final, hasta la arrebatada locura de la Danza general que cierra la obra de manera brillantísima, la Nacional se lució a sus órdenes de manera espectacular.
Abrió la segunda Suite un exquisitamente evocador Amanecer (¿es posible escribir algo más sugerente del amanecer que esta maravilla creada por Ravel?), con una cuerda evanescente y una sección de madera magnífica de ejecución y sonido. Seductora la Pantomima, en la que destacó la formidable recreación de José Sotorres en su fantástico solo de flauta. Toda la madera (clarinetes, oboes, fagotes… todos) estuvo formidable, como también metales, percusión (igualmente espléndida toda la tarde) y una cuerda magnífica, brillante, redonda y empastada, muy bien presidida para la ocasión por el concertino invitado Aitor Hevia, primer violín del Cuarteto Quiroga, en la desenfrenada bacanal que cierra la segunda suite de manera arrolladora. Esa Suite fue una brillante culminación de lo que se evidenció toda la tarde: el gran nivel en el que se encuentra la Nacional, que nada tiene que envidiar (en algún caso, de hecho, al revés) a muchas formaciones europeas distinguidas con mayores honores de sellos discográficos ilustres. Mejor prestación coral, más empastada y redonda, en estas dos suites ravelianas. Concierto, en fin, más que muy disfrutable, a la espera, en un par de semanas, nada menos que de la Salomé de Strauss, con Afkham al frente.
Rafael Ortega Basagoiti