MADRID / El ‘caso’ Gómez Martínez

Madrid. Auditorio Nacional. 8- I-2020. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Miguel Ángel Gómez Martínez. Gustav Mahler: Séptima sinfonía.
Miguel Ángel Gómez Martínez no es Carlos Kleiber. Tampoco quien esto escribe es Eduard Hanslick. Ni siquiera usted, respetado lector, es el mejor lector del mundo. Viene esta monserga introductoria a propósito del ‘caso’ Gómez Martínez, maestro solvente como la copa de un pino, dominador como pocos de su oficio, con una técnica y un saber hacer difícil de encontrar en el entorno contemporáneo. Sin duda, el maestro granadino (1949) es uno de los más solventes directores de orquesta españoles de su generación; sin embargo, los nuevos discretos programadores –analfabetos musicales tantos de ellos- no le consideran válido para subir al podio de sus también discretas orquestas. ¡Madre santísima!
No es el caso de la siempre despierta Sinfónica de Madrid, que el miércoles invitó a dirigir a Gómez Martínez en su propio ciclo de conciertos nada menos que la Séptima sinfonía de Mahler, denominada por el propio compositor como ‘La canción de la noche’, y que es la más compleja, extraña e indescifrable de sus nueve sinfonías y pico. Con su acostumbrado dominio sinfónico, dirigiendo como siempre de memoria, marcando con matemática precisión cada entrada y detalle, y ante un conjunto sinfónico realmente crecido hasta ser centenario, Gómez Martínez volvió a dejar constancia de su solvencia y versatilidad ante el reto de recomponer y hacer realidad los insondables pentagramas de una partitura extraña como pocas, cuyos momentos más interesantes descansan en las dos Nachtmusik que enmarcan el Scherzo central.
Las agudas tensiones quedaron arquitectónicamente organizadas y desarrolladas sobre la base de la construcción simétrica y transparente de los cinco tiempos que integran la sinfonía. Gómez Martínez cuido las atmósferas y el delicado equilibrio instrumental, administrando con pericia las contrastadas dinámicas, para cuajar una versión más literal y fidedigna a lo que escrito que mórbida o elucubradora. Contó para ello con la complicidad de una crecida orquesta que no dudó en reconocer al maestro con unánime ovación al final del concierto, aplauso tan vivo como el que a todos regaló el público que prácticamente llenó el Auditorio Nacional.
Gómez Martínez no enfatizó las aristas más espinosas. Descartó la hojarasca y se centró en una visión en la que la noche –las dos Nachtmusik, las dos músicas nocturnas- multiplica su misterio merced, paradójicamente, a la luz directa y precisa que ilumina a una partitura en la que tantos maestros no saben qué hacer con ella y que GM entiende y desentraña con claridad cenital. Una visión en la que, como quería Mahler, “ruge la naturaleza”, pero en la que también hubo distancia y sosiego para percibir y sentir tantas señas e insinuaciones. Los cencerros alpinos –fuera y dentro del escenario- se escucharon con tanta nitidez y claridad como la guitarra y la mandolina en la segunda Nachctmusik que Mahler establece como cuarto movimiento y antesala del controvertido, apocalíptico y diurno Rondo final (“ese extraño conjunto de danzas vienesas, desde el vals hasta la polca”, escribió un mahleriano de tanto calibre como el inolvidable José Luis Pérez de Arteaga), cuyo inicio, “con bravura” en el solo de timbal, fue enunciado en forte (f) en lugar del fortísimo (ff) acostumbrado que hacen casi todos los directores y orquestas. El crítico, sorprendido, acude a la partitura, y, efectivamente, Mahler anota un “forte”. Es la incorregible ansia de fidelidad a lo escrito que siempre ha distinguido la carrera única y sin concesiones de Gómez Martínez. Genio y figura.