MADRID / El Brahms más sereno, por Afkham con la Nacional
Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 1-VII-2022. Brahms: Un Requiem alemán. Katharina Konradi, soprano. Peter Mattei, barítono. Orquesta y Coro Nacionales de España. Director del coro: Miguel Ángel García Cañamero. Director: David Afkham.
Tras la abrumadora tormenta de sensaciones que supone la escucha de Salomé, incluyendo la borrachera sonora a la que nos lleva una orquesta de una opulencia excepcional, es difícil imaginar un final más catártico para la temporada de la Orquesta Nacional que la interpretación del Requiem alemán de Brahms, partitura de austera tranquilidad que evidencia su sobriedad desde el principio, con los violines en silencio en el primer número, Bienaventurados los que sufren, un dibujo que tiene ecos en el número final de la obra, con un ligero cambio de texto (Bienaventurados los difuntos) y con alteraciones que iluminan con más esperanza lo que en el inicio es más doliente.
Más inmediatamente emparentada con la muerte de su madre en 1865, pero también con la honda impresión del fallecimiento de su adorado mentor, Robert Schumann, años antes, en 1856, la obra de Brahms constituye un singular acercamiento a la música de difuntos. Impactado sin duda por el intento de suicidio de Schumann en 1854 y su posterior muerte en 1856, quizá el trágico desgarro experimentado por el compositor de Hamburgo ante el final de su mentor quedara muy posiblemente retratado en el primer tiempo de su primer Concierto para piano, como apunta con acierto Pablo L. Rodríguez en sus excelentes notas al programa. No hay que descartar que, tiempo después, el compositor estuviera experimentando el duelo en otra fase de más serenidad.
No hay, en este singular Requiem, lugar para los inclementes juicios finales ni los días de ira. Hay, sí (sexto número), alusiones textuales a la resurrección, con palabras que también encuentran su eco en el Mesías de Haendel, pero siempre desde la perspectiva de la victoria y la esperanza, nunca desde la tristeza o la ira. Escapa así Brahms a la severa pero emotiva austeridad de las misas de difuntos de Victoria o Morales, también al drama del de Mozart, y al del colosal relato operístico que Verdi escribirá pocos años después (1874). Elude igualmente el tradicional texto del oficio de difuntos del ordinario católico (respetado incluso por el muy operístico compositor de La traviata).
Al contrario que los citados, su diseño encontrará posterior cercanía con un Fauré que incluso irá más allá para hablarnos de la muerte desde otro prisma: el de la paz, el consuelo y la esperanza, hasta la alegría, tras el dolor del óbito, antes que del desgarro por éste generado. El de Brahms es un réquiem religioso, porque todo el texto sale de la biblia, pero no litúrgico. Sereno, y sin duda de recogida y emocionante tristeza, pero con muchos momentos de lúcida esperanza y de una ternura profundamente humana.
No es fácil para músicos y director, por el carácter enunciado, el cambio de chip que implica pasar de una música tan eléctrica, intensa, dramática y temperamental como la de Salomé a una dosis intensa de recogimiento, introspección, serenidad y espiritualidad, con el dolor contemplado desde la esperanza. La interpretación escuchada ayer a Afkham estuvo, naturalmente, bien armada y dibujada con general sensibilidad, como no puede ser menos en maestro de tan bien probada excelencia. Algunos números (los dos primeros, en cierta medida también el último), no obstante, hubieran podido beneficiarse de un tempo algo más lento. Brahms es bastante explícito al respecto (‘bastante lento y con expresión’, reza la indicación del primer número), pero la sensación ayer fue más bien la de ‘poco lento’. Se plantearon bien los matices íntimos de coro y orquesta, especialmente en ese intimista comienzo.
El Requiem de Brahms es una partitura esencialmente coral. El Nacional ofreció ayer una prestación de general corrección, pero las sopranos se mostraron apuradas en la tesitura más aguda, especialmente cuando el matiz, por extremos en la dinámica, exigía más y mejor control. En los tutti más comprometidos pudo apreciarse una cierta tendencia a la estridencia. Con todo, estuvo bastante más centrado que en su no lejana contribución (parte femenina del mismo) en los Nocturnos de Debussy. Llegaron con determinación y apropiada grandeza (con la salvedad de la estridencia comentada) los momentos de más energía, como los clímax del segundo número y, especialmente, el colosal sexto y la fuga con la que concluye. Su contribución fue aplaudidísima al final (algo por otra parte ya habitual en las intervenciones corales, casi independientemente de la formación que se trate).
La orquesta sonó en todas sus familias con el empaste, brillantez y amplitud de matices a que ya nos tiene acostumbrados, y el mínimo desliz del trompa cerca del final del último número no empaña la excelente labor de toda la formación. Lució la soprano kirguisa Katharina Konradi, en muy avanzado estado de gestación (una situación que, indudablemente, no debe resultar especialmente cómoda para la labor canora), una voz cálida y bien timbrada, matizada con gusto para una partitura que destila, y así nos llegó, unas dosis excepcionales de ternura en el bellísimo quinto número de la obra.
Causó verdadera sensación, en fin, el altísimo barítono sueco Peter Mattei, una voz de importante presencia y precioso timbre, que llega con suma facilidad al extremo superior de la tesitura y matizó con extraordinario gusto su partitura en los números tercero y sexto. Su aportación fue, probablemente, lo mejor de la tarde.
En todo caso, notable velada para cerrar en Madrid esta brillante temporada de los conjuntos nacionales. Así lo entendió el público, que regaló calurosas ovaciones a todos los intérpretes.
Rafael Ortega Basagoiti