MADRID / ‘El abrecartas’, testimonio de un músico y de una época
Madrid. Teatro Real. 16-II-2022. De Pablo, El abrecartas. Airam Hernández, Borja Quiza, José Antonio López, Antonio Lozano, Mikeldi Atxalandabaso, Jorge Rodríguez-Norton, Ana Ibarra, Viçens Esteve, Gabriel Díaz, David Sánchez y Laura Vila. Coro y Orquesta Titulares del Teatro. Pequeños Cantores de la JORCAM. Director musical: Fabián Panisello. Director de escena: Xavier Albertí.
En El abrecartas, su última obra lírica, Luis de Pablo seguía depurando su lenguaje y abría con ello nuevas vías expresivas, consecuencia de la lógica evolución de un creador nato que estuvo presente en todos los frentes desde finales de la década de los 50. El compositor bilbaíno fue un artista a quien siempre le faltó tiempo para hacer y convertir en música las miles de ideas que iban ido surgiendo a borbotones de su magín y que le llevaron a surcar los mares más procelosos en tiempos en los que estas avanzadillas constituían un serio peligro; para la salud y para el bolsillo.
Con esta ópera, escrita ya hace algún tiempo, el compositor volvía a colaborar con el escritor y periodista Vicente Molina Foix, autor de los libretos de dos obras anteriores forjadas entre ambos: El viajero indiscreto y La madre invita a comer. Estamos ante una historia “de pérdidas, exilios y pasiones muy vivas” (que abarca solamente las 200 primeras páginas de la novela original), en la que están presentes Lorca, Aleixandre, Hernández y D’Ors.
La sustancia literaria es desde luego bien enjundiosa pues se extrae del verbo y de los escritos, más o menos autobiográficos, de aquellos grandes personajes de nuestra historia cultural y política, que figuran con sus pensamientos, dichos, frases y reacciones entresacados de sus testimonios más auténticos; y, por supuesto, de la fantasía del libretista, que si viene al caso inventa nombres y situaciones y que a veces recurre a su propia memoria y a su relación con algunos de aquellos insignes.
En cierto sentido estamos ante una obra resumidora y sintetizadora de toda una larga vida. Evidentemente, y eso no es nuevo, los modos y lenguajes, las propuestas de De Pablo siempre determinaron un notable grado de complejidad que no facilitaba la interpretación. Encontramos, como siempre, en el músico bilbaíno una desbordante imaginación tímbrica, un tratamiento instrumental muy virtuoso, una administración ce colores muy sabia, un minucioso y bien labrado trabajo temático. Todo ello engarzado en un lenguaje si se quiere unificador de tendencias y con la vista puesta en diversas fuentes, a veces populares, a veces serias a lo largo de un tejido sabiamente urdido con aplicación de armonías raras en su pluma con anterioridad que se imbrican a lo largo de un trabajo en realidad muy severo.
El comienzo de la ópera se trabaja un tejido atonal de buen cuño, heredero de formas y maneras del pasado, que siempre está en la base de la acción, tantas veces metafórica u onírica. Pero enseguida entran en liza inesperados aires populares que establecen curiosas asociaciones con otros más severos y que se imbrican con fortuna en el devenir dramático. Así encontramos lo mismo un choro brasileño, un motete renacentista, una nana, un pasodoble o un vals. Panisello alerta también sobre la inclusión de un gamelán indonesio.
La obra, que se divide en un prólogo y seis escenas, se hace inteligible enseguida con los cantos infantiles en Fuentevaqueros (1905), donde hacen su aparición figuraciones de la trompeta, siempre muy presente en la rica partitura y en donde pasajeramente detectamos incluso ciertos ramalazos minimalistas (¡quién lo iba a decir!). Y aparecen, aquí allí, instantes en los que se nos ofrece la combinación de dos voces a distancia de una tercera mayor, como en los dúos de Alexandre y Acero y en el que cierra la ópera a cappella entre Setefilla y Alfonso.
En el poético texto se deslizan imágenes de lo más variado y se encierran soliloquios o conversaciones que a veces se nos antojan fútiles, como las que surgen del monólogo de Alfonso o las palabras del trío de los policías ‘grises’. Hay pasajes voluntariamente humorísticos (de humor más bien negro), como los que integran la extensa escena en la que Eugenio d’Ors toma protagonismo. Aquí una comisaría se funde con una iglesia y más tarde con un cementerio y la música adopta una apariencia burlona con la actuación de las idólatras del escritor. Un inteligente esperpento.
En el fluir de la música es gran protagonista la voz, como es lógico. Aquí está sometida a distintos procesos de elaboración y cambio en busca de la expresión dramática perseguida. Y es en este terreno donde la inspiración del compositor, desbordante en todo lo demás, parece sufrir un freno. La inventiva es alicorta y, como era habitual en él, recurre a un monótono recitado dramático de interválica más bien estrecha y de recorrido usualmente silábico, nada fantasioso y en exceso anclado a una sucesión de fonemas que en ocasiones se despegan del fluir instrumental, lo que proporciona una evidente monotonía, una notoria falta de contrastes vocales.
La construcción de la ópera se asienta sobre las firmes bases del evocativo libreto, que recurre con frecuencia, así nos lo parece, a situaciones surgidas de la memoria, a imágenes fantasiosas salidas del túnel del tiempo y que nos retrotraen, nos informan y nos hacen pensar sobre sucesos y personas que fueron protagonistas de una etapa más bien negra de nuestra historia.
Llevar a escena una narración semejante, engarzada en un libreto sin duda hábilmente construido a lo largo de sus diversas estancias, no es tarea fácil. Xavier Albertí ha cogido el toro por los cuernos y, como bien explica, no ha tratado de construir una situación ‘teatral’ sino de recrear mundos internos, y de buscar “la pulsión del día a día de un siglo, visto desde la pulsión de las pasiones humanas más poderosas que son el amor y el deseo”. Aquí adquiere todo su sentido el comentado dúo final, que no es un dúo de amor, sino el dúo de amor “imposible de un hombre hacia una mujer y al mismo tiempo el dúo de amor de una mujer por otra mujer”.
Albertí ha sabido dar con estas y otras pulsiones partiendo de una puesta en escena de sketches, de cuadros sucesivos, a lo que sin duda obligaba la narración del original a través de las distintas cartas y ha organizado toda la peripecia empleando una escenografía geométrica y móvil ideada por Max Glaenzel en busca de recrear un mundo en realidad metafórico que tiene lugar en un espacio mental construido sobre los contenedores de la memoria escrita: los archivadores, que van delimitado el espacio, colocados de esta y de aquella manera. Todo encaja así, pero crea un escenario lineal de enorme frialdad. En todo caso, una escena irreal, que emana verdaderamente de la memoria colectiva y particular y que, bien mirado, podría tener cabida en una construcción abstracta vecina a un oratorio.
No es nada fácil levantar con decoro, incluso con bondad, una partitura tan cambiante —en lo dramático y en lo instrumental—, en la que se van produciendo constantemente modificaciones de registro expresivo y donde se suceden líneas de indudable complejidad y se alternan consonancias y disonancias de manera continua. Se dan la mano polifonías, homofonías, heterofonías y mixturas; y eso lo sabe bien Fabián Panisello, que se ha estudiado la obra de pe a pa. Se nota porque se ha mostrado muy seguro durante toda la representación, respirando con los cantantes y una muy poblada orquesta, con metales y percusiones situadas en palcos laterales de platea.
Ha sabido fundir lo inconexo y dar a la acción una elegante continuidad, resaltando las diversas tintas y claroscuros y apoyando con esmero al recitado vocal de los distintos cantantes, que han formado un equipo bien avenido y compacto en el seguimiento de una línea vocal de tonos graves, grises y oscuros. Rafael González Sanahuja, amigo desde la escuela de García Lorca, muy presente en casi toda la accidentada narración, ha sido un valiente y cumplidor José Manuel Montero, tenor lírico de emisión pasajeramente engolada, pero firme y musical.
El poeta granadino, que desaparece pronto, estuvo servido por el también tenor Airam Hernández (en este caso sin barba), seguro, bien timbrado y expresivo. Otro tenor, Jorge Rodríguez-Norton, de emisión algo velada, pero entonado, fue Andrés Acero. Aleixandre estuvo en la voz lírica y baritonal de Borja Quiza, que cantó con propiedad; lo mismo que José Antonio López, barítono de una pieza, en el breve cometido de Miguel Hernández. Sobria y cálida, con evidente vibrato, Ana Ibarra. En su sitio Vicenç Esteve como Ramiro, y muy bien Mikeldi Atxalandabaso en la importante parte de Alfonso. Su voz de lírico-ligero ha sonado, en una tesitura quizá en exceso grave, con peso y cierta anchura. Con presencia vocal, aunque muy opaco tímbricamente el un tanto esforzado David Sánchez en la piel de D’Ors. Bien el contratenor Gabriel Díaz como Comisario, y Laura Vila en su corta aparición en el cementerio como Sombra (y su agua de Vichy).
Ajustado el Coro y excelentes los Pequeños Cantores de la JORCAM, siempre bajo el control de Ana González. Éxito discreto, con una notable huida al final de parte del público, quizá por rechazo de la música; quizá por el mensaje progresista del libreto, que canta las bondades de los vencidos y pone el acento en cuestiones aún en discusión. Muy buena idea la de situar al final la partitura en un atril como justo homenaje al compositor recientemente desaparecido. Sobre ella Vicente Molina Foix colocó cuidadosamente una rosa roja.
Arturo Reverter
(Fotos: Javier del Real)