MADRID / Dominó la emoción
Madrid. Teatro Monumental. 8-X-2020. Orquesta Sinfónica y Coro de la RTVE. Director: Pablo González. Obras de Purcell y Beethoven.
No es la música de Henry Purcell la primera que se le viene a uno a la cabeza cuando piensa en una orquesta sinfónica moderna. Pero es bien cierto que, en el infausto año que vive la humanidad, y de forma muy cruda este país nuestro, con decenas de miles de muertos, demasiados aún sin reconocer de forma oficial, la inclusión en el programa de la estremecedora música fúnebre para la Reina María, fallecida tempranamente (a los 33 años) de viruela, y que trágicamente había de servir también, pocos meses después, para el funeral del propio compositor (fallecido, presumiblemente de tuberculosis, a la también temprana edad de 36 años), parecía más que justificada.
Varias son, pues, las coincidencias: música fúnebre en justo homenaje a tantos fallecidos, tanta gente que nos ha dejado antes, mucho antes de tiempo. Como la Reina Mary y como el propio Purcell, también fallecidos por enfermedad infecciosa, una de ellas, la viruela, también conocida por su carácter de epidemia devastadora. Incluso otra coincidencia más, la esperanza de la vacuna. Jenner desarrolló la de la viruela, hoy felizmente erradicada, a finales del siglo XVIII, y Francisco Javier Balmis (cuyo apellido tomó el ejército español para denominar su despliegue a principios de la pandemia que ahora nos asola) tuvo un papel decisivo para, con el apoyo de Carlos IV, dirigir la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que llevaría el pionero medio preventivo a los territorios del entonces imperio español.
Así pues, aunque el título genérico de la temporada radiotelevisiva es el de Revoluciones Musicales, justo y apropiado es que el telón de la temporada se levante para escuchar este homenaje, tal vez no revolucionario, pero desde luego muy oportuno, para el funeral de la Reina María, con las tres piezas corales del genial compositor británico, las dos canzonas intercaladas entre las mismas y la estremecedora marcha para metales y tambor que encabeza y cierra la pieza. Marcha, por cierto, sobria y de desgarradora tristeza, que a quien esto firma le puso hace muchos años los pelos de punta la primera vez que la escuchó, y que continúa haciéndolo cada vez que la oigo de nuevo. Ayer no fue la excepción. No quiero pensar en el efecto demoledor que hubiera tenido la cosa de haberse incluido, como hizo Martin Neary en su grabación hace años de la obra para Sony, las marchas para conjunto de oboes y tambor, de estremecedora intensidad emotiva, debidas a Thomas Tollet (¿? – 1696) y James Paisible (¿? – 1721). Impecables los metales y el percusionista de la orquesta, buena respuesta general de los miembros del coro elegidos para la ocasión, y sensible, emotiva lectura del titular, Pablo González.
Paréntesis necesario para tratar la cuestión de protocolo. El del escenario, cuidadísimo en la distancia, las mamparas (de tamaño considerable las que separaban el viento del resto), la utilización de atriles individuales con partitura electrónica y, por supuesto, las mascarillas. Uno de los solistas de trompeta parece haber diseñado un ingenioso artilugio que desde lejos parecía una especie de embudo para evitar el escape de aire por otro orificio que no fuera la embocadura del instrumento, aunque no estoy muy seguro de que realmente eso sea demasiado útil. En todo caso, es un detalle del interés que todos los concernidos prestaban a las medidas de seguridad. El coro cantó con mascarillas (si no falla mi información, las muy discutibles de la empresa valenciana sobre la que ya me he pronunciado en repetidas ocasiones) y eso, evidentemente, no facilita ni su labor ni la comprensión de su dicción. Pero es lo que hay, y dada la situación y las numerosas publicaciones que hay sobre los contagios en conjuntos corales, el cuidado manda. Muy meritoria su prestación en esta tesitura.
En cuanto al protocolo del público, hay que aplaudir con calor el propio protocolo y la dedicación, amabilidad y realización por parte del personal del Monumental. Ni asomo de aglomeración, absoluto respeto por la distancia y desalojo al final bien ordenado y dirigido. Incluso, dado el largo tiempo que llevaba cambiar la disposición de sillas y atriles entre la obra de Purcell y la de Beethoven, y la ausencia del intervalo tradicional para evitar la deambulación de espectadores por los halls, tuvieron los músicos el bonito detalle de ofrecer, mientras se completaba el montaje, un movimiento de uno de los tríos para cuerda de Beethoven, el Op. 9 nº 1. A eso le llamo yo tratar bien al espectador.
La Heroica después. Antes de su interpretación, el titular de la formación televisiva, Pablo González, también excelente comunicador, explicó con fluidez, entusiasmo y claridad algunas de las razones por las que la Heroica es una obra rompedora. Habrá quienes no gusten de este tipo de prácticas, y por supuesto habrá espectadores que ya traigan de su casa el conocimiento previo de la obra, pero a mí me parecen oportunas para situar a buena parte del público (no siempre proclive a bucear en las notas al programa, en esta ocasión ofrecido en papel) en el contexto adecuado para una escucha más enriquecedora.
González explica y entiende la obra como una genuina representante del portazo beethoveniano a “las buenas formas” del último clasicismo de Mozart y Haydn. La Heroica es, en efecto, una obra que desnuda con crudeza, incluso con violencia, esa violencia temperamental de Beethoven que no hacía concesión alguna ni a músicos ni a oyentes, la tensión de las disonancias, la inquietante desazón de los agresivos acentos sobre las síncopas, y la mezcla de desasosegador dramatismo y urgencia vital de quien acababa de salir, tras el episodio de Heiligenstadt, de una situación depresiva para recuperar y luchar por su vida. Es una sinfonía que transita desde el drama a la vida. Mensaje este, el de la urgencia vital, también muy oportuno en estos tiempos.
Dibujó González una Heroica intensa, contrastada, enérgica en el acento, de tempi muy vivos, apropiadamente alejada del romanticismo postwagneriano, con la cuerda manejando un vibrato austero y de limitado recorrido, adecuadamente trágica en la Marcha fúnebre y de decidida determinación vitalista en el final, ese movimiento que sorprende, tras el drama de los dos primeros tiempos, en su exultante exaltación. Respondió muy bien en general la formación televisiva. Hubo, claro está, desajustes puntuales, pero hay que entender que rara es la ocasión en que no los hay cuando el formato de distancia, mamparas y demás es tan obligado como sumamente incómodo. El resultado, en todo caso, tuvo sobradas dosis de lo que debe tener una interpretación: coherencia, intensidad, convicción y emoción. Esta última dominó la velada: emocionante era el retorno, para músicos y para público, y emocionante fue la música que se ofreció.
Rafael Ortega Basagoiti